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mario cuenca sandoval

Los superhéroes y la filosofía

Los superhéroes y la filosofía

(reseña publicada en Quimera, 328, marzo de 2011)

 

La superescuela de Atenas

AA. VV., Los superhéroes y la filosofía

Blackie Books, 2010.

Trad. De Cecilia Belza y Gonzalo García

427 pp. 22€

 

Prejuicios filosóficos. De un tiempo a esta parte, los libros de divulgación filosófica inspirados en elementos de la cultura popular -Los Simpson y la filosofía, Los soprano y la filosofía, La filosofía de Lost, La filosofía de House, etc.- han tomado el estand de novedades filosóficas, habitualmente esquinado en librerías y en insólita vecindad con los de autoayuda y esoterismo. Todos estos gruesos y exitosos títulos parecen hacer válido el aserto de Popper según el cual “no todo el mundo realiza reflexiones filosóficas, pero todo el mundo tiene prejuicios filosóficos”, incluidos los superhéroes, desde luego. Si la misión ulterior de la filosofía consiste, en expresión de Heidegger, en “arrojar luz sobre los juicios secretos del entendimiento”, el primero de los propósitos de estos lanzamientos editoriales parece ser el de iluminar los presupuestos sobre los que la cultura de masas ha erigido sus espléndidas mitologías, compartidas por miríadas de adeptos. Y, como resulta innegable que los álbumes de superhéroes constituyen uno de los productos más señeros de la “Santa Cultura Pop” (p. 11) –los autores nos recuerdan que “son muy pocos los personajes de ficción que, a lo largo de la historia, han obtenido un reconocimiento similar al de Superman o Batman” (p. 12)-, era de esperar que alguien se lanzara a la empresa de explicitar los prejuicios -tómese la expresión en sentido neutro, como juicios previos- que subyacen a las narraciones superheróicas. A Blackie Books hay que agradecer la exquisita y atractiva edición –sello de la casa-, y a Tom y Mat Morris la coordinación de un volumen que, no obstante, se desenvuelve en la habitual nimiedad de cierta –nótese que no toda- filosofía académica anglosajona: abundan los artículos ramplones y escasamente incisivos, como, verbi gratia, las trece páginas que Loeb y Morris dedican a hacernos ver que los superhéroes son “modelos morales” -no había necesidad-, lo que nos hunde en la melancolía de imaginar qué hubiera escrito sobre estas cuestiones un Roland Barthes, un Gilles Deleuze o un Peter Sloterdijk.

 

Problemas filosóficos. Cabe sin duda interpretar las aventuras de los héroes enmascarados como algo que trasciende el mero entretenimiento y plantea inquietantes cuestiones sobre la identidad, la responsabilidad moral, la fe, el papel de la tecnología en nuestro tiempo, etc.. Sirva como ejemplo el modo en que Taliaferro y Lindahl-Urben, disertando sobre los 4 Fantásticos, ilustran la oposición entre éticas consecuencialistas y éticas deontológicas: la moral de los villanos es siempre un utilitarismo a la inversa -maximizar el sufrimiento ajeno-, mientras que los héroes enmascarados adoptan una ética del deber de cuño kantiano: el imperativo categórico de tratar a los demás no como medios sino como fines en sí mismos. Al hilo de esta cuestión viene el análisis del desenlace de Watchmen, donde el interrogante moral consiste, justamente, en por qué anteponer la dignidad de los pocos a la vida de los muchos; si, al cabo, para una inteligencia superior como la de Ozymandias, primaría el criterio consecuencial sobre el deontológico.

 

Por qué ser moral. ¿Para qué hacer el bien cuando se goza de superpoderes? ¿Por qué individuos que podrían tener cuanto quisieran optan por el altruismo? ¿Por qué el kriptoniano Superman asume la empresa de proteger a una especie que ni siquiera es la suya? Como escribe Mark Waid en su capítulo sobre Superman, los jóvenes de la generación x no perciben el mundo con la inocencia de los lectores del Superman original. El mundo, escribe Waid, “es un lugar en el que siempre se impone el capitalismo sin freno, en el que los políticos siempre mienten, en el que los ídolos deportivos se drogan y pegan a sus mujeres (...)” (p. 24). La conducta altruista parece una extravagancia en la era del crepúsculo del deber, en expresión de Lipovetsky. Por ello no es casual que varios autores de este volumen recreen la fábula del “anillo de Giges” que presentara Glaucón en la República: un don extraordinario, como, por ejemplo, el de la invisibilidad, un don que sustrajera la conducta a la mirada social, convertiría en injusto al más justo de los hombres.

La mayoría de los superhéroes, se concluye, parece hacer falsa la tesis de Glaucón. Son seres dotados de poderes extraordinarios y comprometidos, no obstante, con el bien, es decir, con “la verdad, la justicia y el modo de vida socrático”.

 

Quién vigila al vigilante. Las sociedades reguladas por los principios del Estado de derecho proscriben el derecho de los individuos a tomarse la justicia por su propia mano. El contrato social excluye la posibilidad de la justicia individual, o la parajusticia individual, para ser exactos. Pero, entonces, ¿cuál es la naturaleza moral del vigilante? ¿cuál su condición? La actitud parapolicial de los superhéroes es analizada por Aeon J. Skoble en el, a mi entender, mejor artículo de Los superhéroes y la filosofía, donde se profundiza en el Watchmen de Alan Moore y en The Dark Knight de Frank Miller. La parajusticia que persiguen los héroes enmascarados pone sobre la mesa dilemas morales que, en la “edad de la inocencia” del comicbook, ni siquiera se insinuaron. En volúmenes como estos desemboca el impulso, iniciado por Stan Lee en la década de los sesenta, de humanizar a los superhéroes, lo que implica confrontarlos con preguntas sobre lo que hacen y por qué lo hacen (p. 234), qué deberes comportan sus dotes extraordinarias, qué obligaciones y qué grado de responsabilidad (“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, aseguraba el tío Ben Parker).

 

Y aún hay más. Son, desde luego, los problemas morales los que ocupan el grueso de Los superhéroes y la filosofía, pero también tienen cabida otros como la identidad -¿son Bruce Banner y el increíble Hulk la misma persona?-, los cambios en las relaciones de género -ejemplificados con las mujeres de la Patrulla x-, los tipos de amistad -donde se invoca a Aristóteles y la paradigmática soledad de Batman- o cuál sea la auténtica naturaleza de la fe, problema que se ilustra con la figura del católico Daredevil, alguien que, en expresión bíblica, vive “en fe y no en visión”. Matt Murdock, el héroe ciego de Hellskitchen ofrece, además, una vívida presentación de la conocida como apuesta de Pascal: es preferible creer en un Dios que no existe a no creer en un Dios que sí existe. Los 4 Fantásticos, por su parte, ilustran el papel de la institución familiar invocando de nuevo el análisis aristotélico. Spider-Man ofrece una ajustada imagen de la teoría de las “dos dificultades” para amar al prójimo de Kiekergaard: (i) la tendencia a anteponer los propios deseos sobre lo demás y (ii) la incomprensión y desprecio de los demás; en el caso de Spider-Man, (i) su amor por Mary Jane entra en conflicto con su vocación de justiciero enmascarado; (ii) el desprecio de J. J. Jameson alimenta una campaña periodística para manchar la imagen del justiciero arácnido. También la Patrulla x, alumbra peculiarmente este segundo peligro kierkegaardiano: la dificultad de hacer el bien cuando se es despreciado precisamente por aquellos a los que se entrega la vida.

Con todo, el volumen adolece de cierto desequilibrio: algunas de las cuestiones aquí reseñadas se repiten hasta la saciedad, con personajes y ejemplos redundantes, mientras que quedan fuera otras que podrían haber enriquecido el conjunto -clamorosa ausencia de cuestiones relacionadas con la metafísica, la filosofía de la tecnología o la filosofía del hombre, entre otras-. Para mayor desconsuelo de un lector con formación filosófica, tampoco es demasiado amplio el abanico de filósofos a los que se acude. Aristóteles sobrevuela la totalidad, Platón y Kierkeegard asoman en varios artículos, Nietzsche es mencionado en un par de líneas, pero, curiosamente, el resto de los superfilósofos que ocupan la cubierta no tiene cabida en la letra impresa. Revisen, si no, el índice onomástico.

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