por Santiago García Tirado
Mario Cuenca Sandoval
Dante, que nunca se marchó del todo
Sorprendió en 2007 con “Boxeo sobre hielo”, y se ganó el respeto de crítica y colegas de profesión con “El ladrón de morfina” en 2010. Cuatro años después, Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975) regresa con una obra ambiciosa que se propone como una cosmología adecuada a este tiempo mutante en que nos hallamos. Dos versiones de una misma historia concentran la materia narrativa de “Los hemisferios” (Seix Barral), donde el lado racional de la existencia alterna en un juego delirante con el otro animal, inaprensible, oscuro. Al fondo, siempre Dante, quien llenará de claves este viaje al lado acerbo que propone Mario Cuenca Sandoval y que resultará en una historia inabarcable acerca de los temas eternos: ética, muerte, amor.
¿Dos novelas en una? ¿Una novela que empieza en el capítulo 90 una cuenta regresiva? ¿Realmente eso estaba planeado así desde el principio?
De principio, el proyecto era que las dos novelas se espejearan la una a la otra, o que se deformaran la una a la otra. Yo tenía claro que iban a funcionar así, como espejos. De hecho, se escribieron al mismo tiempo, prácticamente. Fui trabajando en la una y en la otra de manera simultánea, porque era muy difícil ir ajustando los reflejos, los “agujeros de gusano” que hay entre la “Novela de Gabriel” y la “Novela de María Levi”.
Mi primera intención era que se pudiera comenzar la lectura por cualquiera de las dos novelas. Luego comprendí que eso era inviable, porque la novela de María es autoconclusiva, se cierra sobre sí misma, no se abre a la de Gabriel, mientras que la novela de Gabriel sí se abre a la persecución que se produce en la novela de María.
Vaya, un dato inesperado. Yo entendí que tenías que haber escrito ambas novelas de forma consecutiva, y que la segunda la concebiste como un juego narrativo a partir de la primera, incluso me pareció notar cierto agotamiento en esa segunda novela.
Se escribieron al mismo tiempo. Ese efecto que tú comentas es efecto del montaje. Pero es verdad que la primera novela es muy intensa, está muy cargada, de gente, de objetos, de la ciudad, sobrepoblada, si se quiere, en tanto que la segunda nos traslada a un escenario desértico, a una isla nórdica. Son paisajes mucho más ascéticos. Yo quería trasladar todo ese bullicio inicial a una segunda novela en la que hubiera pocos personajes, y donde María, más que un personaje fuera una voz, una conciencia aislada, sola, perdida en ese paisaje místico.
Sigamos con asuntos de planteamiento. En ambas obras ―como ya hiciste en “El ladrón de morfina”― ante el lector se levanta, casi al final de cada relato, la sospecha en torno a lo leído. Gabriel escucha al narrador en segunda persona decirle que tal vez vaya camino de la locura; María reconoce que tal vez no esté contando nada real.
Se le deja al lector la posibilidad de que escoja en qué episodios, en qué peripecias, en qué circunstancias le parece más verosímil lo narrado por Gabriel o lo narrado por María. En el fondo sabemos que las dos historias son la literaturización de una peripecia vital que ellos han compartido, lo que pasa es que cada uno la ha ficcionalizado de manera distinta. Al lector se le deja la opción de que escoja qué elementos le parecen más creíbles. Ese es el proyecto inicial: no se trata de que tengamos las dos mitades de una historia, sino que tenemos dos construcciones narrativas distintas a partir de un pasado en común que tienen estos dos personajes. Nos pasa así cuando, en la obra de alguien a quien conocemos personalmente, identificamos aspectos biográficos sublimados a partir de la literatura y transformados en otra cosa. La gracia del ejercicio está, precisamente, en eso, en preguntarte cuál es el estatuto en la identidad de cada cual, que se construye en la narración. En la novela se dice incluso que la identidad de las ciudades también es narrativa, son relatos.
“Las ciudades sólo son habitables desde el interior de un relato y, si este se diluye (…) se desintegra también la materia de la ciudad, reducida al movimiento azaroso de una gigantesca nube de moléculas”.
En la primera parte, Gabriel es un escritor que forma parte del sistema literario francés, y en la segunda parte parece un don nadie, como quien dice. A su vez, en la primera parte Hubert es un director con relativa fortuna en medios alternativos; pero en la segunda parte María no es directora de cine, ni nadie que haya conseguido en ese terreno ningún logro, era alguien que había tenido una cámara de super-8 cuando era joven. ¿A quién creemos; quién es realmente María y quién Mairet; y quién de los dos está sublimando en literatura su propia peripecia?
Opino que lo que tal vez haya desconcertado a más de un crítico sea esta propuesta tuya imposible de reducir a un esquema convencional de Planteamiento-Nudo-Desenlace. Encontramos dos versiones de unos hechos, un juego de espejos entre ambas, multitud de “agujeros de gusano” que atraviesan ambos relatos. Y encontramos filosofía, y derivas situacionistas, indagaciones en otras artes, y en el cine. Toda una propuesta artística, creo yo, que excede a lo que se entiende comúnmente como novela.
El libro intenta ser una obra de arte, intenta ser un fresco. De hecho, ironiza constantemente sobre las expectativas que ciertos lectores tienen con respecto a las novelas. Hay innumerables pasajes: en uno se dice que la novela es un delirio en sí mismo, como apunta Lacan, porque cualquier intento de casar todas las piezas es delirante. La novela practica un doble juego que desconcierta: por un lado te propone una trama que puede parecer lineal, más o menos tradicional, siguiendo el esquema de “Vértigo” en la primera parte, con la intención de producir en el lector el efecto de una falsa novela de intriga. Pero la novela está sembrada por todas partes con avisos contra esa lectura, diciendo: “Cuidado; detrás de esto hay una trampa artística, una trampa estética”. Son innumerables los pasajes donde se incurre en anacronismos; el tiempo se ha detenido y se menciona, por ejemplo, la R.D.A. en una época en la que ya no puede existir. Entonces, es una novela que no tiene la apariencia de una novela experimental, pero en cuya lectura uno va encontrando avisos, llamadas, advertencias de que aquí no se van a aplicar los mismos criterios que se aplican en otro tipo de literatura.
Ya en la segunda parte se produce una ruptura absoluta con ese esquema, proponiendo en los primeros capítulos un narrador cuyo estatus es inestable, límbico, y en el que los lectores solo se pueden identificar con ella con la conciencia de que sólo cuenta con la memoria o la imaginación, y con ello construye todo su material. Es, por tanto, una experiencia estética: que el lector experimente el arrastre de un vórtice, la sensación de obsesión y los mecanismos que se producen en nuestra mente en esa noche en blanco obsesiva en la que nos repetimos una y otra vez determinadas preguntas, o nos enfrentamos una y otra vez a determinadas situaciones.
Tal vez ahí esté la causa de que algún crítico la haya acusado de excesivamente cerebral y fría, cuando tal vez estaba desconcertado por la subversión que haces del esquema convencional de un relato.
Sí, creo que la novela es una cosmovisión, quiere atrapar la mayor parte posible de componentes del mundo que nos ha tocado vivir. Desde este punto de vista, la anécdota narrativa es prácticamente insignificante, pero si se me permite hacer la comparación, la anécdota sobre la que se sustenta “El Quijote” también es insignificante, sin embargo hay toda una cosmovisión en esa obra.
Es cierto. La novela apunta todo un panorama de lo que ha sido el mundo en los últimos 50 años.
Hay una pregunta en toda la primera parte (también en la segunda, alrededor de la Mujer Nueva) que es esta: ¿Qué es el s. XXI? Esta es la gran pregunta, en qué se diferencia este siglo en el que nos estamos adentrando del s. XX, cómo va a transformarse la cultura, y la experiencia humana en general.
Pues comienzas con una definición rotunda, cuando en la primera línea declaras que la enfermedad del S. XX había sido el cine, como en el XIX lo había sido la melancolía. Puesto que esta palabra (lo sabremos más tarde) inunda toda la segunda parte, la historia de María Levi, ¿tendremos que concluir que el s. XXI va a ser un regreso al s. XIX?
María Levi representa una especie de cosmorromanticismo, se podría decir así, una actualización del discurso romántico; pero, en fin, la idea misma de “los hemisferios” ya apunta a eso. Aunque también son los “hemisferios cerebrales”: Gabriel es un hombre más visceral, más especulativo, más meditativo y María es una mujer movida por pulsiones que tienen que ver con la idea que hemos heredado del Romanticismo, de lo que es el ser humano, su anhelo infinito. “El Ansia” de María es una actualización de esa insatisfacción del romántico. Son como dos opciones, dos opciones que van a estar en el s. XXI, creo yo. Mi intuición me dice que están ahora mismo sobre la mesa como opciones vitales.
Entonces, toda esa omnipresencia de París que encontramos en la primera parte tiene que ver con la caracterización que haces del s. XX, ¿me equivoco? Pero es que, además, es un París que aparece siempre observado desde la óptica de “Rayuela” de Cortázar.
Durante el s. XX, sobre todo en su segunda mitad, la idea que teníamos en España de lo que era un intelectual era la intelectualidad francesa ―así como en el s. XIX habían sido los románticos alemanes los que habían dirigido el espíritu humano en Europa―: el cine francés, la nueva novela francesa, y a eso se le suma la filosofía, el Estructuralismo, el Postestructuralismo (Foucault, Lacan, Barthes, etc.). Yo me preguntaba en qué había cambiado París con respecto al París de aquel tiempo, el de “Rayuela”, y en qué había cambiado también lo que se entiende por el adjetivo culto. Es decir, cómo en el s. XXI la enciclopedia de lo que se supone que es un hombre culto se está transformando. De hecho, en la primera novela, Gabriel se pregunta muchas veces para qué le sirven a él todos los libros leídos, todas las películas vistas. Por otra parte, y al menos hasta que regresa Gabriel al París del s. XXI, hay una pretensión de retratar la ciudad a través del cine, y a través de Cortázar. Los escenarios que se mencionan, prácticamente están sacados de películas, a las que en unos casos se hace referencia y en otros no. Cuando van, por ejemplo, al Instituto Médico Legal (que yo no he visitado personalmente) ellos están en el Instituto que aparece en “Los ojos sin rostro” de Franju. Sin embargo, cuando Gabriel regresa de Barcelona, de repente desemboca en el París del s. XXI, y es como si el tiempo se hubiera colapsado en una arteria en lo que para él es un extraño aggiornamento; tiene que convertirse en un hombre del s. XXI a toda prisa. Incluso ya en el aeropuerto lo desconciertan las pantallas gigantes de plasma, los teléfonos móviles. La pregunta es: ¿en qué ha cambiado el s. XX con respecto al s. XXI? París como prototipo de lo que había sido una ciudad culta en el s. XX, y yo creo que sigue siendo la gran metáfora todavía en el s. XXI de lo que es una ciudad en el mundo industrializado o postindustrializado, con ese centro de postal y a la vez esa periferia, esa banlieue con conflictos sociales, violencia, etc.
La novela detona un big bang que irá destapando múltiples temas a lo largo del libro. Muchos de esos temas tienen como nexo la figura de Dante, lo que induce en el lector la idea de que acaso muchos motivos de la narración deban ser interpretados como símbolos.
La novela pretende mostrar una cosmovisión, que es lo que fue “La divina comedia” en su tiempo, no solo una imagen del Infierno o del Purgatorio, o el Paraíso, sino de la coherencia de su tiempo, de la Europa de su tiempo, de la cultura occidental en general. La novela se parece a ese propósito, y la idea de la “danteína” [la droga de moda en ese París ficcional de fondo] tiene que ver con la guía del descenso al Infierno: a Dante lo lleva Virgilio, y en su descenso a los Infiernos, tanto a Gabriel como a María los guía un Dante, tomando el relevo.
En el segundo hemisferio, el primer golpe de efecto es que nos encontramos con una mujer, María Levi. Que no conocemos. Tuve que tomarme un descanso antes de seguir con esta segunda novela que empezaba con un tour de force tan atrevido. Al penetrar en este nuevo relato todo parece una alucinación con la referencia al relato primero. Aparece Mística, lugar de la unión, la montaña como símbolo del conocimiento… La novela cobra tintes de manual exclusivo para iniciados.
Llegados a ese punto, cuando comenzamos a entender que María es el trasunto de Hubert en esa segunda parte y que vamos a escuchar su versión de los acontecimientos, ya tienes que dejarte llevar. La espiral se ha acelerado, y la espiral te va a arrastrar hasta algún sitio, y esa salida está relacionada con el volcán de la última parte. Yo digo que se podría entender como que el accidente inicial de la novela en Gabriel provoca un efecto de perplejidad, de extrañeza, lo que lo convierte en un ensimismado. Pero esos fragmentos que va intentando recoger en la historia, que son casi los fragmentos de la luna del coche, en el segundo relato son arrastrados por las corrientes y conducidos hacia alguna parte, y son una historia ya en descomposición. Lo que pasa es que, a medida que uno va avanzando, sobre todo a mitad de la segunda novela, María va retomando el hilo, a través de la memoria, de su aventura en París de comienzos del punk, de su aventura en Barcelona con Gabriel, y a partir de ahí vamos atando cabos con la primera novela. Si observas, la segunda novela está construida en función de dos facultades, que son de las que dispone ella (ya no tiene experiencia de los sentidos): la memoria, y la imaginación. Ella va reconstruyendo los sucesos desde su propia infancia, en lo que tiene algo de novela de formación. Y con la imaginación lo que va haciendo es proyectar en un escenario esa especie de estado liminal, ese estado de extinción de la conciencia, comparada con una especie de isla desértica, donde apenas hay seres humanos, pero sí hay agua en todos sus estados, sí hay lava, sí hay accidentes geográficos. Hasta que esa descomposición es absoluta. En el último capítulo nos encontramos un paisaje absolutamente blanco, como dice la frase final: “Incluso las leyes de la naturaleza son ahora blancas”. Es la disolución absoluta de una conciencia en retirada, como si la nada en vez de negra fuera blanca. Hacia eso se dirige María.
Pero queda el asunto del simbolismo. Todo parece simbólico, todo amaga con esconder una realidad cifrada. Al final, el relato se empeña en jugar ante el lector con los cuatro elementos alquímicos. ¿Cuánto hay realmente de simbólico en esta novela?
No, lo que sí hay es una naturaleza reduciéndose a sus componentes más elementales, en este caso serían estos cuatro elementos. Y no es casualidad que se mencione a Empédocles en la primera parte, cuando se habla de que en realidad no murió, sino que desapareció lanzándose al volcán, como luego se va a lanzar María.
Lo que no abandona al lector es la certeza de que este libro le propone una lucha, cuyo premio es el conocimiento. Hay aquí mucho de indagación filosófica. Pero sorprende que los propios protagonistas estén inmersos en esa lucha. Gabriel menciona que él mismo tiene “miedo al conocimiento”. Esto me desconcierta.
Creo que eso tiene que ver con la idea de la investigación como un delirio. El momento en el que todas las piezas casan, en vez de producir en Gabriel la sensación de una certidumbre, un equilibrio homeostático, a él le produce espanto, porque durante toda la novela se ha estado diciendo que quizá la realidad no tenga sentido, no se puedan casar las piezas, que quizá todo sea un intento delirante. En ese momento, todo es el puro miedo a la locura. Él mismo dice que no debería ver la última película de la cinta de vídeo [la que encuentra al final, con imágenes de Meriem que se automutila] porque sabe que con solo una vez más traspasará la línea. Está hablando del descenso a los Infiernos en forma de locura, lo que tiene que ver con la obsesión, el ensimismamiento y el girar una y otra vez sobre las mismas piezas. Que todo tenga sentido es la prueba de que ha perdido el juicio.
La novela utiliza una trampa para el lector, que es el argumento de “Vértigo”. Se propone como una trampa hermenéutica, que es lo que Gabriel en su suspicacia va sospechando una y otra vez. Piensa que no, que no es posible, que es una conspiración demasiado disparatada, y que debe ser él que es demasiado suspicaz. Fíjate que se critica que ese es el principal defecto de la película de Hitchcock, la conspiración como tal es tan compleja que yo me imagino que debe haber formas más sencillas de asesinar a una esposa y heredar su fortuna. La novela termina con la consumación del descenso de Gabriel, su viaje a la locura. Y eso que empezaba como un personaje sensato, el más prudente, el más adaptado, pero vamos descubriendo cómo su obsesión amorosa lo va convirtiendo en un personaje perturbado y perturbador, capaz de ejercer una violencia que no se podía prever en los primeros momentos.
Obsesiones aparecen muchas, y las más perturbadoras son las de los personajes femeninos, que se empeñan en el dolor autoinfligido. La novela llega a decir que ahí se encuentra una vía de conocimiento.
Ese momento aparece en la primera parte con un doble propósito. Por un lado se trata de algo que escapa a la base intelectual de Gabriel. Hay ciertos aspectos de la realidad que son demasiado siniestros para que, en sus categorías mentales, tengan sentido. Y, cuando al final tienen sentido, se aterra. Es como si la automutilación, el suicidio, tuviera que ver con eso otro que escapa al entendimiento humano, al discurso intelectual. También aparece la tauromaquia relacionada con lo arcano, con rituales muy antiguos, pero el empeño de Gabriel es tratar de ponerle nombre a todo, tratar de “cercar con las palabras” experiencias que desafían la capacidad racional del hombre. Por su parte, Hubert, María y los personajes femeninos de la primera parte representan todo lo contrario, a aquellos que han descubierto que la pura racionalidad no nos hará felices. Ellas, en realidad, lo que van buscando es sentirse vivas. Paradójicamente ese es el secreto de la automutilación, que quien la practica se siente vivo. Esto es lo que he descubierto investigando en este tema. De la tauromaquia se dice que ahí está también su secreto, el terror, y el terror nos gusta porque nos hace sentir vivos.
Lo cual me lleva a preguntarte por otro tema recurrente en tu obra, el boxeo, similar a la tauromaquia en lo que tiene de lucha, de agón.
Sobre todo me interesa lo agónico ancestral. En el caso del boxeo, el hombre con el hombre; en el caso de la tauromaquia, el hombre con el animal. Realmente me interesa por lo mismo que le inquieta a Gabriel, porque escapa a las categorías con las que solemos organizar la realidad que nos rodea. Me interesa que la tauromaquia seduce a muchísimas personas que, lejos del tópico de vándalos e incultos, son personas sensibles e inteligentes. Como yo soy insensible al tipo de belleza que se manifiesta en este espectáculo, uno de mis propósitos en la novela es investigar qué hace tan atractiva una práctica como esta, que desde el punto de vista moral me parece reprobable. El argumento que usan los taurinos suele ser un argumento estético, la belleza del espectáculo, y también suele aparecer el argumento que apela a la tradición y al fin cultural. Si yo pongo en un lado de la balanza eso y en el otro los argumentos morales, me pesa más este último lado. Pero como poeta me interesa ver por qué hay ahí una forma de belleza a la que yo soy insensible, en qué consiste y por qué yo soy incapaz de penetrar en ella. Muchos dicen que no se debe escribir sobre lo que no se sabe (y yo tengo reparos en escribir sobre boxeo, no digo ya sobre tauromaquia), pero siempre respondo que a mí no me interesa escribir sobre lo que ya conozco. Para mí, escribir es también un pretexto para investigar. Y cuando me hago un proyecto literario también ese proyecto de fondo es una exploración, una exploración que yo quiero realizar y a la que le quiero dedicar varios años de mi vida.
Te confieso que con esta entrevista albergaba un cierto temor. Temor más que nada a que la conversación acabara opacando lo que de maravilloso tiene la novela. Porque, si algo destaca en ella, es su acabado modelo de narración. Es un texto de arquitectura inteligente, apasionante (¿se dice así todavía?), preñado de escenas que son el puro lirismo, y no puedo estar más en desacuerdo con quienes le afean su lado más intelectual. También hay una estética del intelecto, pero no todos son capaces de degustarla.
Es una novela personal, donde aparece mi universo de obsesiones, de experiencias en algunos casos directas, solo que transmutadas en literatura, y a mí me ha producido agotamiento. Cuando uno crea un mundo, una cosmología o una cosmovisión narrativa, uno tiene la sensación de que ha agotado todo su proyecto estético y literario en eso. Y ahora hace falta salir de ese proyecto dando un carpetazo, y conquistar otros planetas, porque ese ya ha quedado baldío.