Los hemisferios en La Vanguardia
Enrique Turpin, Cultura/s La Vanguardia, 5-3-2014
Uno de los epígrafes de Los hemisferios, tercera novela de Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), da la clave de ejecución y lectura de la obra: “Todo es espejo”. En efecto, todo en esta novela tiene un reverso, una parte simétrica que completa el resto, como si fuera demasiado simple la realidad de las cosas y hubiera que buscarles el giro que las dotase de sentido global. Nunca ocurrirá eso, pues jamás se está en posesión de verdades íntegras, tan sólo se dispone de una mirada que debe ser confeccionada con múltiples perspectivas de lo que acontence.
La obra asume el difícil reto de cartografiar realidades dispares, aunque entrelazadas por el objetivo compartido de tratar de dar sentido a una pasión amorosa fuera del tiempo. Para ello, Cuenca Sandoval vertebra el relato en dos mitades o hemisferios o novelas, la de Gabriel y la de María Levi. En la primera, se cuenta al estilo hitchcockniano de Vértigo el inicio del deseo, así como las relaciones a lo largo del tiempo de los protagoonistas. La iniciación cultural, los viajes mediterráneos, el París ochentero, la Barcelona de la transición, en fin, el desencadenamiento de acontecimientos que darán pie a la creación de simulacros en los personajes para el resto de los días. En la segunda, contada al estilo dreyeriano de Ordet, se asiste a una bajada a los infiernos, enre humo tóxico de volcanes islandeses de nombre impronunciable y el estado inmaterial de fantasmas entristecidos que viven en el “Tercer Estado” de la materia. El cine, que tan presente está en la novela, ayuda al sentido de lo narrado: “Una buena película, decía Hubert, debería ser como un sueño muy largo y muy exacto, und elirio sostenido con precisión. Una buena película, decía Gabriel, debería ser como un sueño del que se despierta tembloroso, empapado de sudor frío”. Esto es, Dreyer o Hitchcock, el segundo de los hemisferios de la novela o el primero. En cine tienen cabida ambos realizadores, pero en literatura se muestra prescindible la mitad de la novela que concierne al director danés.
Novela experimental y novela de la experiencia. Aún así, que la forma -y esa segunda parte de escaso relieve- no lastre el sentido: tres décadas en la vida de los personajes, convertidas por medio de la ficción en un sueño químico que, gracias a las incuestionables dotes artísticas de Mario Cuenca Sandoval, acaba convertido en un sueño lúcido. Visto el resultado final, es preferible la precisión sostenida del delirio que el sudor frío del despertar.
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