Goethe y Schiller
(publicado en Quimera, nº 337, diciembre de 2011)
Rüdiger Safranski, Goethe y Schiller. Historia de una amistad.
Tusquets, Barcelona, 2011.
Traducción de Raúl Gabás.
344 páginas, 22 €
El filósofo Rüdiger Safranski (Rottweil, Alemania, 1945) emprendió con Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (1988) un camino que ha reportado grandes satisfacciones a los amantes del pensamiento contemporáneo: la reconstrucción de aquel momento del espíritu, aquellos años salvajes, que discurren aproximadamente entre Kant y Schopenhauer, atravesando el círculo de Jena, Fichte, Schelling, Hegel, etc.
Más de una década después, tras sus espléndidas biografías de Heidegger (1994) y Nietzsche (2000), nos regaló los dos volúmenes de los que deriva este Goethe y Schiller; me refiero a su Schiller o la invención del idealismo alemán (2004), un estudio sobre el proceso en que se configuró la idea de un espíritu desplegándose en la historia humana, y Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (2007), la brillante radiografía de la época en que saltó a la palestra, en expresión de Goethe, “una masa de jóvenes hombres geniales con toda valentía y arrogancia” para perderse en “lo carente de límites”. Si los alemanes, a diferencia de los franceses, hicieron su revolución en el reino etéreo del sueño -la cita corresponde a Heine-, es precisamente aquella etérea revolución la que Safranski recrea en sus biografías filosóficas, auténticos frescos de la historia de las ideas.
El feliz encuentro entre Goethe y Schiller, acontecido en 1794 en Jena, quedó consignado en la correspondencia de aquel periodo y constituye el big bang de esta palpitante biografía en la que Safranski nos propone “asistir a la escena privilegiada en que dos creadores de máximo rango se unen por encima de los contrastes para estimularse recíprocamente e incluso para producir una obra en común” (p. 11). Los dos colosos, cuyas efigies presiden el pórtico del Teatro Nacional de Weimar y la cubierta de este volumen, no fueron en verdad “uña y carne”, pero su vínculo cobró la peculiar forma de una alianza en la que incrementaron sus respectivas fuerzas creadoras, algo de lo que ambos fueron plenamente conscientes; Schiller se refiere en su correspondencia a una relación construida sobre la base de una “perfectibilidad recíproca” (p. 14), y Goethe emplea la palabra “progreso” para referirse a ella (p. 14).
Pero basta relacionar este volumen con los que citamos más arriba para comprender que el interés de Safranski no se limita a la anécdota biográfica. Lo anecdótico es desmenuzado para encontrar en su seno lo simbólico; y, así, el encuentro de Goethe y Schiller encarna el deseo de unir dos regiones que, en el pensamiento contemporáneo, se habían presentado en franca oposición: experiencia e idea, naturaleza y libertad, lo ambiguo y lo conceptual (p. 15). Pero es que en aquellos años salvajes, asegura Safranski, todo era estimulante, sobre todo las diferencias (p. 293). El propio Schiller oponía, en sus cartas a Goethe, su espíritu especulativo al espíritu intuitivo de su colega, aunque haciendo ver que ambos se hallaban condenados a encontrarse a mitad de camino.
Goethe y Schiller representan, pues, dos acercamientos opuestos a las ideas que presidieron aquel periodo, en especial las de naturaleza y genio, “las dos palabras mágicas de la época” (p. 24). La ambivalencia que el concepto de “naturaleza” cobra en el primero, espejo de un Dios infinito y, a la par, monstruo devorador, no es compartida por un Schiller, médico de formación, que la concibe como contrincante de la libertad, responsable de las “operaciones más secretas”, las que tienen lugar en el organismo y que desafían la autosuficiencia del espíritu. En Schiller, por otra parte, el genio quebranta las reglas existentes y crea reglas propias, por lo que se vincula a la noción de “libertad”. Mientras que en Goethe se vincula a la anterior noción, pues en el genio se articula una teleología cumplida de la naturaleza; de ahí que, tras la lectura de Shakespeare, el autor del Werther exclamara “¡Naturaleza! ¡Naturaleza!”.
A partir del año de la Revolución francesa, los dos genios coinciden en Jena, la villa que en poco tiempo ostentaría el título simbólico de capital del romanticismo y de la filosofía idealista, si bien no llegarían a encontrarse hasta 1794. Incluso sus percepciones del acontecimiento revolucionario son opuestas. Goethe desprecia la politización de la vida pública como una incitación general a la “politiquilla” (p. 82), y como la oportunidad para que irrumpa en escena la figura del hombre-masa, materia dúctil en manos de los agitadores, lo que conduce al autor del Werther a buscar en el arte un asilo contra la historia (p. 90). Para Schiller, la Revolución de un océano de hombres abriéndose paso (p. 81) en la historia, y, aunque el desarrollo posterior de los acontecimientos le repugna -es la tiranía de la mayoría, y no el kantiano “gobierno de las leyes”-, le parece que el hecho puede ser abordado no solo como tema de reflexión para una filosofía de la historia, sino como principio productivo, lo que alumbrará la teoría schilleriana del arte como juego. El arte es el campo de juego de la verdadera revolución (p. 90).
Durante el periodo de Jena, las actitudes de Goethe, y en particular su matrimonio con una muchacha de baja alcurnia, provocan a esa misma buena sociedad a la que comienza a acostumbrarse el joven Schiller (p. 75). Entonces, un Schiller en ascenso se encuentra con un Goethe en crisis. El primero entra en la vida del segundo en una época en que Goethe se halla lejos de su mejor momento como autor. Aún vive de los réditos de su Werther, pero su nueva amistad le resulta tan estimulante que hablará en su correspondencia de “una segunda juventud” (p. 113). Es precisamente el reguero de oposiciones que hemos desgranado, en estos y otros muchos temas, lo que convertirá a ambos autores en las dos mitades complementarias de un mismo círculo, en expresión de Goethe (p. 110). Desde 1794 colaborarán en Las horas, la revista dirigida por Schiller, y, más tarde, en el Almanaque de las musas, encontrando ambos una “concordancia inesperada” (p. 108) en sus puntos de vista y levantando “un castillo defensivo desde el que lanzaban con buen humor sus rayos contra la vida literaria de la época” (p. 12). Ni siquiera la prematura muerte de Schiller, acontecida en 1805, pondrá término a la confluencia de ambas obras.
Aunque, como era su costumbre, Goethe rehusó asistir al entierro, pues no soportaba el culto romántico a la muerte de, por ejemplo, Novalis (p. 83), se propuso ofrecer un último servicio al amigo perdido: dar término a un drama inconcluso de Schiller y, de este modo, continuar su existencia y compensar su pérdida (p. 291), proyecto del que pronto desistió.
La autopsia del autor de la Oda a la alegría reveló que Schiller había sobrevivido un amplio periodo con muchos de sus órganos internos destrozados, una victoria del espíritu sobre el cuerpo que, en el monográfico a él dedicado, Schiller o la invención del idealismo alemán, le permitía a Safranski establecer que “el idealismo actúa cuando alguien, animado por la fuerza del entusiasmo, sigue viviendo a pesar del que el cuerpo ya no lo permite. El idealismo es el triunfo de una voluntad iluminada y clara”. A decir de Goethe, Schiller había llevado tan lejos la idea de la libertad, que ésta lo mató (p. 298). Lo que sigue es la truculenta historia del cráneo apócrifo de Schiller, custodiado por Goethe en su biblioteca durante un año.
Goethe y Schiller. Historia de una amistad no es, por tanto, un libro dirigido solo a los iniciados en la literatura alemana del periodo; se trata más bien de un fresco vivísimo y espléndidamente documentado del periodo más palpitante de la cultura europea contemporánea, de aquella “revolución etérea del sueño” de la que hablara Heine, que sembró lo mejor y lo peor de los dos últimos siglos del espíritu. Añádanse a estas virtudes el habitual cuidado en la edición de Tusquets y la traducción cómoda y fluida de Raúl Gabás.
Mario Cuenca Sandoval
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