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mario cuenca sandoval

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco

Trad. de Verónica Fernández Camarero.

Lengua de Trapo, 2010, 140 pp. 16.50€

(reseña publica en Quimera, octubre 2010)

Cabe preguntarse si el foucaultiano “gran encierro”, la operación moderna de exclusión de los individuos con taras, los locos, los los homosexuales, etc., se extendió también a los enanos. Porque tal vez los enanos corrieran una suerte distinta en el tránsito al mundo contemporáneo: pasaron de juguetes de la nobleza a espectáculo de las clases no privilegiadas. No fueron expulsados a la periferia de lo humano, sino que hubieron de trasladar sus artes de los salones a los escenarios de variedades, pasando de bufones a freaks de feria. En ese mundo en mutación se desarrolló la vida del enano Joseph Boruwlaski, un hombre singular que, en su madurez, medía tres pies y tres pulgadas -99 cms.-, y que goza del dudoso privilegio de aparecer en la Enciclopedia de Diderot.

            Casos como el de Boruwlaski han sido estudiados por el biólogo Armand-Marie Leroi en su libro Mutantes (Anagrama, 2008) en clave genómica, pero en la Modernidad se acudía a las opacas nociones de natura y miraculum; la suya era otra de las admirables extravagancias que la naturaleza alumbra en ocasiones. En las cortes de la Europa pre-revolucionaria, el enano, sobre todo el bien proporcionado, como fue el caso de Boruwlaski, gozó de los favores de una aristocracia ávida de talentos para el recreo. No en balde fue apodado Joujou, “juguetito” -la joven condesa de Thierheim, a los seis años, quiso comprarlo con la promesa de que cuidaría de él, como si se tratara de un peluche-. Los enanos, hombres “que la naturaleza parece no haber podido terminar” (p. 33), rebelan de este modo una contradicción, otra, del programa ilustrado, que extendía las dignidades y derechos a todos los hombres -nótese que no “mujeres”-. Lástima que las memorias estén compuestas a la altura de 1784, poco antes del estallido revolucionario, si bien el prólogo de Víctor D. Zamorano a esta la primera edición española da cuenta de la escasa documentación que sobre el personaje se dispone a partir de estos años.

            Dos terceras partes de estas memorias están consagradas a la tediosa relación de agradecimientos a los mecenas y valedores de tan singular personaje, deuda que rebela su frágil y subsidiaria posición, dado que los fenómenos de la naturaleza como Boruwlaski vivían de la curiosidad de los nobles, relegados “por la naturaleza al rincón de lo maravilloso” (p. 129), siendo aquí lo maravilloso lo que “admira” -“ad miraculum”-, tan del gusto cortesano por las razones que Zamorano expone en su exhaustivo prólogo (p. XIX): las demostraciones de opulencia, o incluso el subrayado de las dimensiones del palacio. No obstante, el otro tercio del relato vale como reedición del discurso humanista de la dignitas, una actualización de las palabras de Pico della Mirandola o del célebre monólogo del judío Shylock en El mercader de Venecia. Al cabo, tal reivindicación se establece, more spinozista, a partir de los afectos: “al escribir estas memorias no es mi talla y sus proporciones lo que quise definir; ante todo quería poner mi empeño en seguir el desarrollo de mis sentimientos, de las afecciones de mi alma” (p. 63).

            Lo más perturbador del relato, y lo que contribuye con singular intensidad a subrayar la dignitas de su protagonista, es la relación de Boruwlaski con el sexo opuesto, su despertar sexual. Las mujeres lo toman en brazos, lo prodigan de mimos como se haría con un niño, no un hombre, ignorantes de las pulsiones que lo atormentan. A hombres como a Joujou, “su corta estatura no les impide experimentar la fuerza de las pasiones” (p. 50). No en vano, el cuerpo central está dedicado a la correspondencia amorosa entre Joseph y su futura esposa, Isaline: “¿Acaso la naturaleza me ha condenado con mi talla a no salir nunca del estrecho círculo de la infancia? ¿Para qué concederme entonces un corazón sensible? (…) ¿Por qué no puso límites a mis afectos del mismo modo que los puso a mis proporciones?” (p. 77).

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