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mario cuenca sandoval

Dog Soldiers, de Robert Stone

Dog Soldiers, de Robert Stone

Reseña publicada en Quimera, nº de diciembre de 2010, de este clásico de la literatura norteamericana.

Puede descargarse el pdf en la web de la editorial Libros del Silencio

 

Es una tarea penosa la de reseñar este clásico de la literatura norteamericana, aparecido en 1974 y vertido por vez primera a nuestra lengua; penosa tras leer el espléndido prólogo de Rodrigo Fresán. El prologuista lo ha dicho todo, y lo ha dicho con una puntería insuperable; Dog Soldiers es un novela-accidente-automovilístico: "no queremos ver lo que allí se nos muestra pero tampoco podemos apartar la mirada o cerrar los ojos de ese montón de hierros retorcidos y de ese hombre cubierto de sangre" (p. 16). Por eso no es casual la imprecación que uno de los personajes dirige a los periodistas, y a nosotros, lectores, en el arranque de la novela: "Por qué no vais a ver morir a otro sitio" (p. 67).

El accidente automovilístico al que alude Fresán es la descomposición de todo un universo: el sueño de la contracultura de los años sesenta, del que América despertó con el golpe mortal de Vietnam y que la no ficción retrató a través del "Nuevo Periodismo" de Norman Mailer, de Hunter S. Thompson, de Tom Wolfe, de Michael Herr. También el cine de la generación del "Nuevo Holywood" - Scorsese, Coppola ... - compuso su peculiar retablo de la era post-Vietnam, un mundo violento, anómico y desengañado al que Estados Unidos trataría de sobreponerse, a la vuelta de la siguiente década, abrazando los ideales patrioteros de Reagan -America is back- y el hedonismo de la sociedad del espectáculo. En Dog Soldiers, Robert Stone (Nueva York, 1937) se propuso "estudiar el modo en que Estados Unidos encajaba ese golpe", levantando acta del accidente y, con él, del agotamiento de un sueño; se trata, como escribió Paul Gray en su crítica para Timedel "epitafio de una era que no ha terminado todavía".

Stone, que había ejercido como corresponsal en Saigón para medios independientes, conoció de primera mano el escenario en que arrancan las andanzas de su protagonista, John Converse, un periodista que escribe para publicaciones de poca entidad y que proyecta escapar de una existencia mediocre transportando tres kilos de heroína y colocándolos en el mercado a su regreso en los Estados Unidos. El problema, no obstante, reside en si es posible regresar de Vietnam. Dog Soldiers trata, a decir de Fresán, de "ese extraño e inasible sentimiento, de la posibilidad de estar y no estar y de seguir allí tanto tiempo después" (p. 11), o, en palabras de Jonathan Lethem, de la vietnamización de la patria; la guerra que Converse cree dejar en Asia lo persigue hasta California. Los individuos que le pisan los talones, a él, a su socio Hicks y a su esposa Marge, parecen hechos de la misma materia con que se fabrica la abyección en Vietnam. El mundo que Converse encuentra en su país es tan violento y putrefacto como el que dejó en Saigón; la atmósfera, igual de ominosa; incluso las armas que guarda Hicks parecen más propias de una operación paramilitar que de una trama detectivesca.

Cierto que el tema no nos resulta desconocido; el cine americano nos ha regalado grandes crónicas del retorno, como El cazador (Michael Cimino, 1978) o El regreso (Hal Ashby, 1978). Cierto que hunde sus raíces en los orígenes de la literatura clásica greco-latina: se trata del género de los nostoi, los relatos del retorno de los héroes -paradigmático Ulises. Solo que, ahora, el hogar ha devenido un páramo moral, una prolongación de la guerra, los héroes no son héroes y el regreso no es, en modo alguno, completo. Podría decirse que Vietnam es la Troya de los norteamericanos, con la salvedad, nada desdeñable, de que los americanos jamás lograron asaltar su muralla.

Para narrar este nostos, Robert Stone echa mano de un realismo en el que penetran, con gran sutileza, atmósferas y vapores que proceden de la cultura psicodélica, que el novelista había abrazado de la mano de Ken Kesey y su círculo beatnik. Formado en el realismo de Fitzgerald o de Hemingway, el encuentro con la generación beat explica el halo alucinatorio de su poética, la habilidad para generar atmósferas alucinadas que conecta Dog Soldiers, de manera innegable, con la espléndida (y muy posterior) Árbol de humo, de Denis Johnson. Sin embargo, en Dog Soldiers, los hippies, la experimentación con las "drogas de conocimiento", el naturalismo de cuño thoureauniano,aparecen reflejados como anacronismos patéticos. La novela es, también, un carrusel de ex hippies y de hippies venidos a menos, cines porno, tabloides, traficantes de medio pelo, agentes corruptos; el periodo helenístico, la decadencia, de la contracultura norteamericana en la era post-Vietnam. Marge, la particular Penélope del relato, simboliza esa metamorfosis del sueño beat en pesadilla de consumo: cansada de esperar a Converse, asustada y acosada por sus perseguidores, termina por caer en brazos del Dilaudid, de la heroína y de Ray Hicks, el socio de Converse en el asunto del alijo, un auténtico psicópata de la Marina, aficionado a la filosofía oriental, lector de Nietzsche, al que Stone describe como "un hombre como es debido (...), un samurái" (p. 231).

Los recursos narrativos de Stone son casi invisibles, hilos sutiles que parecen inofensivos y para los que se precisa una milagrosa precisión narrativa. No se nos describe una gran explosión en Vietnam, sino a la gente que camina, lenta y aturdida, tras la explosión: "Si uno se quedaba el tiempo suficiente en el país veía a muchas personas moviéndose de aquella manera" (p. 70). Entre los capítulos 11 y 12 se produce una sorprendente elipsis, que deja que el lector complete en su imaginación la violencia que el autor sustrae en parte a su mirada. Los diálogos consisten en lacónicos intercambios de vacuidades, y es en esta propiedad donde, justamente, reside su fuerza expresiva: la laxitud de un mundo anómico, y se podría decir que incluso -valga la cacofonía- anémico, en que se asiste al crepúsculo del deber, en el que sexo y dinero constituyen los únicos fines racionales y los reparos morales se convierten en una especie de ruido de fondo al que los protagonistas deciden no prestar oídos. La última vez que Converse siente algún reparo moral, la última vez que escucha la voz de algo que pudiera denominarse conciencia, tiene lugar en el capítulo 2, cuando manifiesta su horror por una matanza de elefantes por el ejército del sur. Desde ese punto en adelante, no hay moral en Dog Soldiers, sino miedo. La única prueba -more cartesiano- de la existencia de algo así como una conciencia en los protagonistas está relacionada con el miedo: "Tengo miedo -razonó Converse-, luego existo" (p. 77).

Buena parte de la atmósfera ominosa de la narración puede entenderse a partir del temperamento mórbido de Stone, sus tendencias psicóticas, que las drogas debieron sin duda amplificar, y del que hay múltiples testimonios. De él escribió Ken Kesey: "Stone es un paranoico profesional. Detecta fuerzas siniestras detrás de cada galleta Oreo". No en balde, el mundo que sucede a Vietnam es también el mundo del Watergate, de Charles Manson, plagado de conspiraciones, ambición y crímenes truculentos; pero es que la infección que lo pudre todo, mencionada en la novela como un hongo verde que va colonizando el paisaje, nace igualmente en el cabizbajo regreso de los anti-héroes de Vietnam. De ahí que la novela de Stone comience en este país y termine, como si trazara el meridiano del horror -Conrad sobrevuela todo el relato- en el desierto de California, cerca de la frontera con México. Los personajes salen de Vietnam, pero no de la violencia, la encuentran por todas partes, se va multiplicando. "Hay que joderse -protestó ella- con el puñetero viento (...). Escúchalo - dijo Marge-. Es pura crueldad" (p. 230). Es esa misma lógica que invade algunas pesadillas, una progresión geométrica en la que la podredumbre va invadiendo todos los rincones, colonizando el estado mental de los protagonistas del sueño.

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