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mario cuenca sandoval

textos propios

Fin de ciclo

Fin de ciclo

(Microrrelato publicado en El cultural, 6-6-2014)

El esférico, una mole de hielo y roca, se desvió tras rozar otro cuerpo celeste, atravesó nuestro área a treinta mil kilómetros por hora, transformado ya en una bola de fuego silbante, y se incrustó al fondo del mundo, frente a las costas de Yucatán. Fue el mejor gol de la historia de la competición. O de la era mesozoica.

Literatura comparada (ii)

Literatura comparada (ii)

"Llegará un día en que cada centímetro del planeta habrá sido fotografiado o filmado. El mundo, su física más inmediata, la del paisaje, habrá quedado completamente expuesto. Lo que su desnudez revelará es un enigma. La exposición impúdica de un cuerpo, incluso de uno tan enorme como la Tierra, acaso implique su pérdida de sentido." (Ricardo Menéndez Salmón, Medusa, Seix Barral, Barcelona, 2012, p. 73)


"Observa cómo los turistas fotografían la urbe desde todos los ángulos con sus teléfonos y se pregunta si esa invasión de la realidad, acometida desde todas las perspectivas y desde todos los rincones del mundo, no terminará por agotar su capital de belleza, si la superposición de tantas ópticas no sepultará el valor de cuanto puede ser fotografiado, y si nada merecerá ser fotografiado en el futuro, si la hiperrepresentación del mundo no conducirá por fuerza al nihilismo y a la conciencia de que todo vale exactamente nada." (Mario Cuenca Sandoval, Los hemisferios, Seix Barral, Barcelona, en prensa)

Literatura comparada

Literatura comparada

 

“—A lo largo de la vida hay que estar alerta a las señales. 

—¿Qué señales? —Las que nos rodean. No podemos vivir creyendo que todo es azar. Tenemos que encontrar la idea de un orden, de un destino; si no, estamos perdidos. Las novelas policiales nos ponen alerta sobre esas señales, nos dicen que abramos los ojos.

—Las novelas policiales no tienen nada que ver con lo que usted está diciendo. Sólo hay crímenes y detectives y mansiones y mayordomos, o crímenes y detectives y callejones y mujeres bellas y terribles.

—Hay más. En las novelas policiales todo es conspiración, conjura, secreto. Todas las cosas terminan por encajar, por tener un sentido. ¿No ha visto cómo, dispersos por ahí, hay objetos perdidos, un paraguas roto, un zapato sin cordones, la carta de una mujer, una cajita de fósforos? Pero al final esos objetos que parecían ser parte del azar se convierten en señales del destino. Así, siempre que leemos, vemos cómo todo se completa, nos permitimos soñar con la unidad perdida y reencontrada. Las novelas policiales simulan ser racionalistas, pero son lo único que nos queda de la mística.”

(Pablo de Santis, Los anticuarios, Destino, 2011)

 

 

“Toda investigación es una forma de delirio. Todas las novelas negras son un delirio. Todas las novelas sobre conspiraciones son un delirio. Todo ejercicio de atar cabos es un delirio, una prueba de la naturaleza delirante de la especie humana, de su necesidad de tejer explicaciones complejas a partir de una colección incompleta de informaciones. Pues, aunque lograra casar todos los indicios, todas las pistas, todas las señales lingüísticas y corporales de tal modo que conformaran un relato coherente, eso no garantizaría que su percepción de las cosas fuera fidedigna. Se repite a sí mismo que debería rehuir esa tentación, dejar de explorar el sentido oculto de todo, sortear la impresión permanente de que hay algo detrás de las cosas, mirándonos. Las cosas son el único sentido oculto de las cosas, leyó hace tiempo en Pessoa, y la cita acude en su auxilio justo ahora. Qué sería de él sin el auxilio de tales máximas, memorizadas desde la época de estudiante. Con qué apuntalaría los pensamientos con los que trata de apaciguarse cuando su inteligencia se dispara en todas direcciones.”

(Mario Cuenca Sandoval, Los hemisferios, Seix Barral, en prensa) 

Diez recetas para convertirse en un escritor del moderneo

Diez recetas para convertirse en un escritor del moderneo



1- No escoja los nombres de sus personajes por su sonoridad, sino porque remitan a otros personajes de los grandes renovadores de la novela del siglo XX. Llámelos Humbert No Se Qué, Funes el perezoso, o No sé Cuántos Bloom, y así contentará a los filólogos.

2- Irremediablemente, el protagonista deberá ser novelista o poeta. Si escoge a un médico o un fontanero no podrá exhibir usted su musculatura intelectual. Un profesor universitario puede servir a nuestros intereses, depende de la especialidad. Pero los lectores no perdonarán a un albañil hablando del funcionalismo de Parsons o de la hermenéutica nihilista de Vattimo.

3- Además del protagonista, invente a un personaje en la sombra cuyo desempeño resulte fundamental para la trama, dótelo de atributos y propiedades personales y, a tres cuartos del desenlace de la novela, revele que tal personaje en realidad no existe, a lo Kaiser Soze.

4- No se preocupe si sus personajes carecen de entidad psicológica, ya sabe: motivaciones, creencias personales, emociones verosímiles. La crisis del sujeto contemporáneo nos ha liberado de semejante responsabilidad.

5- Si lo desea, puede aparecer usted mismo en la narración, o cualquier otro escritor con el que haya entablado amistad previamente. Cada vez que abra la puerta entre ficción y realidad ganará una referencia en un artículo crítico. Cuando sume muchas referencias, y con un poco de fortuna, lo invitarán a usted a algún congreso.

6- Investigue la distancia exacta entre el palimpsesto y el plagio. Incluso desde el punto de vista judicial. Cuidado con las viudas de escritores célebres.

7- La acción se desarrollará en los EE.UU. Repito: la acción se desarrollará en los Estados Unidos, ni en Almendralejo ni en Zaragoza, salvo que sea usted Manuel Vilas. Vilas sabe hacerlo, pero usted no.

8- Presente las escenas de cama como paradigmas teóricos. Hable de sexo post-estructuralista, sexo funcionalista, deconstrucción sexual, herméutica sexual de inspiración gadameriana, etc. Los estudiantes de Teoría de la Literatura sentirán que sus esfuerzos no han sido en vano.

9- Administre su friquismo en dosis adecuadas, con peleas de catana, episodios vampíricos, telequinesia, etc. Por dosis adecuada se entiende aquella que no abochornaría ni siquiera a un filósofo postmoderno.

10- Puede reciclar materiales procedentes de proyectos abandonados: cuentos inconclusos, ensayos y poemas. Tritútelos y ordénelos de tal modo que el lector pueda sospechar alguna relación entre ellos. Llame a eso fragmentarismo u ontología fragmentaria.

Salvar a Perec

Salvar a Perec

(mi cuento Salvar a Perec en la antología Los oficios del libro), texto completo)

Para cuando terminen el montaje, ya estaré muerto, confiesa mientras te sientas junto a su cama, en su habitación del hospital de Ivry-sur-Seine. Se ha incorporado para seguir en TF1 un reportaje sobre una estación espacial que, aunque incompleta, orbita ya en torno a la Tierra. Las imágenes en blanco y negro, las líneas horizontales y temblorosas con las que se conforma la figura de un astronauta que, muy lentamente, como si fuera un insecto de otro mundo, transporta una antena, no consiguen imponerse al rostro de Perec reflejado en el cristal del televisor. Te sorprenden el tamaño de sus orejas y las verrugas de sus mejillas, acentuadas por la delgadez, la forma redondeada que ha cobrado su cabeza desde que faltan en ella las habituales y canosas melena y perilla, marca de la casa.
Fíjese, te dice mientras te estrecha la mano, me hubiera gustado escribir ciencia ficción. Perec y la ciencia ficción, el alma y la tecnología, ¿se imagina? Lo sé, confiesas; se lo escuché a usted en una entrevista radiofónica; es una de las treinta y siete cosas que usted querría hacer antes de morir. La número treinta, para ser exacto. Perec ríe, pero la risa es interrumpida por una tos vehemente. Da la impresión de que su caja torácica estuviera a punto de romperse. Apartas el rostro en muestra de respeto y devuelves los ojos a la pantalla del televisor, donde, muy despacio, y entre nieve e interferencias, el astronauta acopla la antena a un módulo de la estación. ¿Sabe que alrededor nuestro hay un cinturón de chatarra tecnológica? Basura espacial, dice una vez recupera el resuello, piezas de cohetes y de satélites, restos de pintura, tuercas, ese tipo de cosas. Luego señala al televisor; van demasiado lentos, dice apuntando a los astronautas. No podré ver la estación terminada. Tampoco podré terminar mi novela. Pero al decirlo, y aunque la señala con el dedo, no mira la pantalla sino el cristal de la ventana a su derecha como si por él, en lugar de simples gotas de lluvia, corrieran las más vibrantes energías de la historia de la humanidad, los hilos de las moiras, la fe infantil perdida. Perec mira el cristal como si buscara en él una experiencia completa y cabal del tiempo, y a ti te parece que hay una paradoja en ello: el autor que con más talento ha retratado los espacios tiene ahora que enfrentarse a las servidumbres del tiempo y a la principal de todas ellas, el agotamiento de su plazo aquí, en el mundo.
Para rescatarlo de su abstracción, le entregas tus presentes. Traes bajo el brazo un cartón de Gauloises que los médicos no le permitirán fumar. Traes una bolsa con cuartillas, bolígrafos, una revista de crucigramas, un ejemplar de Les choses para que te lo dedique. Él traza una sonrisa pícara al ver el cartón de cigarrillos: mataría por fumar uno de estos, te dice. Para eso los has traído: no son un regalo, son un soborno. Luego devuelve la mirada a la ventana como si quisiera apartar la tentación o acaso rastrear, de nuevo, el curso de las gotas de lluvia, auténticas partículas de tiempo que se deslizan con tanta morosidad que hacen pensar en la vida eterna. Junto a ella, y próximo al teléfono mural, hay un cuadro que encaja a la perfección con un párrafo de La vida: instrucciones de uso, un paisaje marítimo con una perdiz en primer término, «encaramada a la rama de un árbol seco, cuyo tronco retorcido y atormentado surge de una masa de rocas que se ensanchan formando una cala espumeante». Supones que la imaginación de Perec habrá transitado ese paisaje cientos de veces desde su ingreso hospitalario. Mirar. Inventariar. Describir. Poner a salvo del tiempo. No es bueno morir aquí, tan lejos del mar, te dice.
Te pregunta cómo has conseguido colarte; en recepción tuviste que mentir asegurando que eras familiar de Georges Perec. A su manera, esta afirmación es cierta. Eres lector de Perec, esas son tus credenciales, ese es tu grado de consanguinidad. Pero intenta explicarlo en recepción. E intenta explicarles que has venido a salvar a Perec. Cómo puede morir alguien como él, alguien que ha dedicado su existencia a registrar hasta las cosas más insignificantes, alguien que, al consignarlas, ha querido poner a salvo hasta el último billete de metro, hasta el último paquete de Gauloises que arrugó y tiró a la papelera, el ticket de cada película que viajó desde el bolsillo de su abrigo hasta el cubo de basura. Yo también escribo, confiesas algo turbado. He venido por eso: el tabaco es solo un soborno. Tomo notas. Pongo las cosas a salvo. Porque escribir es eso, ¿no? Escribir ¿no es una manera de ponerlo todo a salvo, de colocar cada cosa a una altura, como en estantes? No, eso es el lenguaje, el lenguaje en general, responde con una voz ronca y cansada. El lenguaje es espacio. Y el espacio es presente. Inventariar las cosas las pone a salvo del tiempo, las vuelve a todas contemporáneas, las coloca en la misma línea. En un aquí y ahora. Hic et nunc. Luego hace una pausa y sonríe, como si le avergonzara haber picado en alguna suerte de trampa. Conque a salvo del tiempo..., ironiza. Y tú te preguntas si la inmortalidad no será, simplemente, un juego de palabras. Pero no te atreves a formular esta nueva cuestión en voz alta. El silencio incómodo es roto por la irrupción de una enfermera que revisa otro instrumento para medir el tiempo: la botella del suero intravenoso. Le toma la tensión al paciente, le coloca un termómetro. Le pregunta si está todo bien. No responde. Perec sigue contemplando el cristal, como si no estuvierais. La enfermedad, piensas, es un monólogo.
Tampoco le presta atención a los regalos. Vive encapsulado en el tiempo que le queda. Te cuenta que por las noches apenas consigue dormir. Escenifica para ti las posiciones del insomnio, cómo se abraza a la almohada como si fuera un tronco en un río, cómo busca después alguna parte de la cama que no esté ya tibia, y es, dice, como buscar una latitud sin exploradores, una latitud que ningún pie humano hubiera hollado con anterioridad. Imposible. Apenas un minuto y la sábana ya tiene la huella, la maldición tibia del cuerpo. No quedan territorios vírgenes en esta cama, dice. Te explica cómo vuelve otra vez al tronco de su río, a su almohada, pero entonces ya no es el tacto de la sábana lo que le molesta, lo que le hace sudar, sino el de un muslo con otro muslo. Tenderse boca arriba para abrir las piernas, y entonces la incomodidad de la nuca, incompatible también con el sueño. Hay cuatro posibilidades: espalda o pecho, un costado u otro. Hay cuatro direcciones en el insomnio. Alternarlas durante horas sin pensar en el cuerpo. Porque el cuerpo es inteligente y, si sabe que estás pensando en él, su sensibilidad se agudiza, las molestias y la temperatura, el pulso y los latidos del corazón. Un hombre que no duerme.
Luego se incorpora, tose, camina encorvado hasta el televisor arrastrando la percha del suero y enredando la sonda en su brazo. Te levantas y lo acompañas por si fuera necesaria tu ayuda. Él gira el potenciómetro y apaga el aparato de televisión, y queda un punto blanco en el centro de la pantalla -morir ¿será algo parecido?-. Toma un bolígrafo y te firma tu ejemplar de Les choses. Luego abre su taquilla y rebusca algo en los bolsillos de su gabardina. Caen de ellos papeles, envoltorios de caramelos, un lápiz. Para haber dedicado su existencia a consignar por escrito los objetos cotidianos, Perec no es un hombre muy organizado. Sus bolsillos son un galimatías de billetes de metro arrugados, monedas, viejos tickets de compra, el forro de plástico de una cajetilla ya gastada. El orden supremo no es el de las cosas, sino el de las ideas, dices en voz alta. Pero él no presta oído a tu consideración. El orden que Perec ha conquistado es el orden del negro sobre blanco. Ha puesto muchas cosas por escrito y todas ellas le sobrevivirán. Así consideradas las obras, como restos de un salvamento, el escritor es un puro anacronismo, pues las palabras sobreviven, mientras que todas las gramáticas, las estructuras que ha aprendido a lo largo de la existencia, las películas que ha visto y que viven en alguna de las circunvoluciones de su cerebro, todo ello está abocado a desaparecer. Su conciencia será la obra inacabada de una vida. Tal vez por eso Perec ha escogido escribir una obra inacabable, una obra que puede acumularse como se acumulan los palés de los almacenes de mercancías y que, con independencia de la fecha de su muerte, estará tan inconclusa, o tan terminada, como lo puede estar una torre de latas de conservas. Solo así puede uno marcharse de este mundo con la sensación de misión cumplida. Sin nostalgia.
Finalmente da con la que buscaba en el abrigo: un encendedor. Y después celebra el hallazgo, en un arrebato que te toma por sorpresa, bailando un momento con la percha del suero como si la percha fuera una mujer invisible. Es un paso sencillo, un pequeño giro de talón seguido por el giro de las ruedas de la percha, pero también un instante mágico y una broma descarada en las inmediaciones de la muerte, rebosante de dignidad, y es también un flanco por el que puedes entrar a su espíritu. Te armas de valor. He visto que hay una mesa de ping-pong junto a la planta de psiquiatría, le dices. Sé de buena tinta que le gusta el ping-pong. ¿Quiere que juguemos una partida?, y él te mira espantado. ¿Jugar al...?, ¿ha perdido usted el juicio? Si apenas puedo dar tres pasos. Y camina, lentamente, de vuelta a su cama, arrastrando tras de sí la percha del suero. Parece que toda la energía disponible para hoy ya ha sido invertida. Tras quitarse la bata, colgarla en una silla, meterse en la cama de nuevo, comprueba, perplejo, que sigues allí, de pie junto al teléfono mural y al cuadro del paisaje marítimo. Bien, dice mientras se recuesta, ya le he firmado su ejemplar. Ahora puede marcharse, y te da la espalda. No, mejor quédese, dice volviéndose de repente. Si vuelve la enfermera, dígale que el cigarrillo es suyo, dice abriendo el cartón de Gauloises. ¿No será usted el psiquiatra? ¿Perdón? El psiquiatra del hospital. Te cuenta, mientras retira el precinto de una de las cajetillas, que acudióa la consulta de un psicoanalista hace muchos años. Pero que está seguro de que aquello no llegó a proporcionarle ninguna liberación. La psiquiatría no sirve para nada, te dice. Yo me tumbaba y hablaba, suspira. Pero hablar es solo hablar, nada más. No, no soy el psiquiatra, respondes. Te percatas de que la flaqueza, la palidez, el cráneo afeitado, subrayan su casi imperceptible estrabismo. ¿Es este el mismo hombre que escribió Las cosas, La vida: instrucciones de uso, La desaparición... Yo hablaba y hablaba tumbado en el diván y, mientras lo hacía, examinaba las pequeñas grietas, las molduras, las manchas, un insecto aplastado, el polvo de la lámpara. Y mi pensamiento podía entonces detenerse en aquellas pequeñas cosas sin miedo, sin el sentimiento de que era tiempo desperdiciado, energía desperdiciada. Pero ahora no puedo, te dice haciendo girar un cigarrillo entre sus dedos. Para un moribundo, el tiempo no significa lo mismo. Es una posesión que no se puede dilapidar y todo, absolutamente todo, cuenta. Incluso los pensamientos y los recuerdos en los que valdrá la pena detenerse y los que no. Le repites que no eres el psiquiatra del hospital, que solo eres un lector. Bien; entonces, ¿qué es lo que quiere usted?
Tengo coche, ¿sabe? Bueno, no es mío, aclaras; he alquilado un Peugeot para venir desde París. Tenemos cigarrillos, tenemos cuartillas, tenemos bolígrafos, tenemos una revista de crucigramas, tenemos gasolina —Ha perdido usted el juicio—. Le explicas que en nueve o diez horas podríais llegar a la Provenza, y que, cerca de la frontera con Suiza, hay un pueblecito llamado Sainte-Agnès, que es el más alto de Francia, y que, además, se asoma al Mediterráneo, y que, por lo tanto, allí se respira el aire más fresco de Francia. Sin detenerse son diez u once horas de trayecto —Está usted loco—, un paisaje asombroso, parcelas cultivadas y parcelas en barbecho, viñedos, la geometría verde y amarilla de la agricultura, el sol en lo alto, rodeado de nubes como una moneda en una caja de algodón, maquinaria agrícola, vacas, châteaux rehabilitados que, de manera esporádica, aparecen a un lado y otro de la carretera —completamente loco—, y, al fin, los Alpes, al fondo, la humedad del Mediterráneo próximo, las casitas como si colgaran del aire, asomadas al verde, callejuelas de suelo y escaleras empedrados, tiempo para escribir, tiempo para ganarle tiempo al tiempo, un viaje de purificación, una quijotesca y última aventura, mientras los astronautas, a varias millas de nuestras cabezas, colocan las últimas piezas de esa estación espacial que usted no verá terminada —Definitivamente: deberíamos llamar al psiquiatra del hospital—. Y, además, le dices, se puede fumar en mi coche. Y entonces Perec se queda congelado, como si el tiempo contuviera la respiración, y después rompe a reír, rompe a reír a carcajada limpia; los dos lo hacéis; los dos reís sin saber muy bien por qué, para qué, y te preguntas si no será esta la forma suprema de la risa, la forma suprema de la comunicación, limpia, perfecta.
En route! Te dice mientras lo acomodas en el asiento del copiloto, le pones el cinturón de seguridad, una bufanda...

30 verdades fundamentales sobre House

30 verdades fundamentales sobre House

 (publicado en Quimera, nº 332-3, julio-agosto de 2011

1. House es la encarnación del neopositivismo, como Holmes lo fue del positivismo decimonónico. Los significados de los hechos observables son unívocos para ambos: si el paciente tiene la piel anaranjada, su mujer le está siendo infiel.

2. En ese reduccionismo, la teleserie House puede hermanarse con Lie to me. Si a alguien le tiembla la aleta izquierda de la nariz, es que nos oculta su desprecio.

3. Eso sí: el positivismo no está reñido con el sentido del humor.

4. Que a House le guste el piano -como a Holmes el violín- no revela sino la disyuntiva decimonónica entre el espíritu y la materia, todavía sin resolver.

5. No obstante, en ocasiones se establecen puentes entre ambos reinos. House dixit: "Una enfermedad que ataca al cerebro, al corazón y a los testículos ¿no será un poema de Byron?"

6. Como advirtió Xavi Ayén, House se parece a Javier Calvo.

7. House encarna todos los dispositivos médicos de saber-poder que a Foucault le ponían los pelos de punta -en sentido figurado, desde luego-.

8. El bio-poder somete los cuerpos a la regulación médica a través de un sinfín de pruebas supliciantes, con respecto a las cuales House no muestra la menor delicadeza. Para él, la gravedad del estado del paciente justifica la cosificación disciplinaria de su organismo. De hecho, House acostumbra a mostrar más interés por la enfermedad que por el paciente, salvo que alguna cualidad suya estimule su curiosidad o su libido. La vida de los pacientes está en función del enigma, y nada más.

9. La presunta rebeldía de Gregory House con respecto a la racionalidad médica es, sin embargo, una convalidación de la misma.

10. En House, la singularidad es naturalizada por el saber médico: si alguien no tiene pelos en la lengua, sufrirá una inhibición del lóbulo frontal. Si es un genio del piano, tendrá un daño cerebral en hemisferio derecho. Si es un cretino insoportable, padecerá hemocromatosis. Si habla con Dios, tendrá un herpes. Si es feliz, tendrá algún defecto genético.

11. En 1846, Le Verrier dedujo la existencia de un octavo planeta en el sistema solar a partir de las perturbaciones que se observaban en la órbita de Urano. Lo llamó Neptuno. También House es capaz de postular la existencia de un tumor por pruebas indirectas. Después, localizarlo es solo cuestión de paciencia.

12. Holmes necesitaba la morfina y la cocaína cuando no tenía a tiro misterios que desentrañar, distracciones que engrasaran su maquinaria deductiva. También House necesita casos que alimenten su insaciable genio, pero la vicodina tiene otro propósito: mitigar el dolor. Y el dolor es el obstáculo supremo a su inteligencia.

13. Las conductas no adaptativas también son adaptativas, aunque lo disimulen muy bien. Enamorarse es el trasunto poético de la búsqueda del éxito reproductivo. Evolución, querido Wilson, evolución.

14. House es darwinista social: las relaciones sociales se explican desde las propiedades biológicas. Lo revela, entre otros muchos, en el episodio 13 de la cuarta temporada: “Tres cavernícolas ven venir a un tipo lanza en ristre. Uno lucha, uno huye y el otro lo invita a una fondue. El último no tuvo descendencia”.

15. En el citado capítulo, House trata a un paciente demasiado agradable. Dado que la amabilidad no es adaptativa, debe existir alguna patología subyacente. De nuevo se apela a un naturalismo ético: la insolidaridad, el egoísmo y la agresividad son tomadas como propiedades naturales. Las virtudes, por el contrario, constituyen síntomas médicos, cuando no síntomas de hipocresía.

16. En la misma línea, el episodio Es o no es, de la segunda temporada, analiza el altruismo como una máscara presentándonos el caso del doctor Sebastian Charles, un médico que ha consagrado su vida a la lucha contra la tuberculosis en África. Charles, a juicio de House, no es más altruista que los demás, sino más hipócrita: “Hay un imperativo evolutivo para que no nos den igual la familia y los amigos. Y hay otro para que nos den igual todos los demás. Va contra natura amar a todo el mundo indiscriminadamente”, asegura House.

17. También suscribiría la definición de Dawkins de los organismos como “máquinas de supervivencia”.

18. Sin embargo, esa tormenta de genes tratando de sobrevivir y de reproducirse que llamamos la vida no es un espectáculo bello: “La vida es un asco y la suya es peor aún que otras. Aunque las hay peores, lo cual también es deprimente”, le dice a un paralítico en la primera temporada.

19. La cojera de House lo humaniza, disculpa parte de sus violaciones de la ética médica, pero también brinda pistas para explicar su personalidad; incluso su irritabilidad es naturalizada.

20. La negativa de House a respetar reglas convencionales y procedimientos ortodoxos tiene también su fundamento en un arraigado naturalismo ético: el cáncer no tiene principios morales. Es ciego, sordo y nada caritativo. No se puede luchar contra la enfermedad y, al mismo tiempo, observar las arbitrarias reglas de los hombres. La biología es la ley de la selva. El contrato social es contra-natura. La ética médica es un chiste. Para pensar en las consecuencias legales de esta lucha descarnada, ya está la doctora Cuddy.

21. Todo el mundo miente, incluido House.

22. Los pacientes mienten, sin embargo sus síntomas resultan elocuentes; sólo hay que saber interpretar lo que dicen. Entre el testimonio del paciente y el síntoma, hay que escoger lo segundo.

23. Los pacientes no solo mienten, sino que se comportan de manera irracional con respecto a su enfermedad. Por eso House cree legítima la intimidación para obtener su consentimiento a determinados tratamientos o exámenes médicos. Hobbes aplaudiría con entusiasmo.

24. Sólo los adolescentes, y no siempre, se libran del sarcasmo de House. Tal vez porque representan un nivel de la socialización en el que la hipocresía aún no ha desplegado todas sus raíces. Los adolescentes son puros. Después la sociedad los arruina. Rousseau aplaudiría con entusiasmo.

25. Nunca es lupus. Tampoco sarcoidosis. Ni vasculitis.

26. En el episodio titulado “Buenas intenciones”, House compara la fe con la hipocondría: ambas consisten en dar por segura la existencia de cosas que no son reales. Suena Hume de fondo: si un libro no describe hechos empíricos ni relaciones lógico-matemáticas, mejor echarlo al fuego.

27. No hay una instancia superior que otorgue sentido a la existencia. Como escribió Sartre, “No hay signos en el cielo”. House se burla de las preguntas últimas porque el diagnóstico diferencial no puede confrontarlas con garantías: “y ya que estamos aquí, Cameron querría saber por qué les pasan cosas malas a los cachorritos”. 

28. El enfoque positivista no nos orienta frente a las preguntas fundamentales. Explica cómo surge el dolor, pero no explica qué es el dolor ni cuál su sentido. Esto se hace evidente en los dolores que no constituyen síntoma ni poseen función adaptativa alguna; deben de ser un error, o un sarcasmo, o el cinismo de la naturaleza que se ceba en nosotros. Se parecen al propio House y su cojera.

29. Entre las plaquetas, los tumores, las paredes intestinales, los miasmas, los ganglios inflamados, no hay ningún indicio de que la existencia tenga sentido.

30. En la enfermedad, y contra los argumentos de Nietzsche, de Deleuze, no hay dignidad alguna. Nos lo aclara el Doctor House desde el primer capítulo de la serie: “Los cuerpos se deterioran, a veces a los noventa, a veces antes de nacer, pero siempre sucede sin un atisbo de dignidad. ¡Tanto si no puedes andar, ver o limpiarte el culo, siempre es horrendo!, ¡siempre!”.

 

Rayuela en 1500 palabras

Rayuela en 1500 palabras

Una pequeña maldad publicada en Quimera, especial literatura infantil, abril de 2011.

 

"Érase una vez una muchacha que se llamaba Lucía pero a la que todos conocían como La Maga, pese a que no hacía truco de magia alguno. La joven Lucía era uruguaya de nacimiento y uruguaya de profesión, aunque vivía en París, como casi todos los uruguayos y la mayoría los argentinos, y allá, en la ciudad de la luz, había conocido precisamente a un argentino que se llamaba Horacio Oliveira, un tipo mayor que ella que se ganaba algunos francos ordenando correspondencia y que, para ser sinceros, a sus cuarenta años no sabía muy bien lo que quería ser en esta vida. Una cosa sí sabía: que le gustaba aquella Maga sin magia. Pero poco más. Sabía que se llamaba Lucía, que era uruguaya y algo bruta y muy pero que muy divertida, que tenía un bebé llamado Carlos Francisco al que todo el mundo se refería con el apodo de Rocamadour, que es nombre de queso francés, que el padre era militar, que iba de aquí para allá por las calles de París y que, si uno cerraba los ojos y deambulaba por ellas con el propósito de no encontrarse con Lucía, o mejor, con ningún propósito, lo más probable es que se encontrara con Lucía. Así que, para citarse con La Maga, Horacio hacía siempre lo contrario de citarse con ella, es decir: no citarse.

Si esta parte te parece un poco confusa, aguarda un poco.

Cuando por azar se encontraban en alguna calle, en algún puente, Lucía y Horacio se dedicaban a comer hamburguesas en el Carrefour de l’Odeón, ver películas mudas, montar en bicicleta, fabricar juguetes absurdos, escuchar discos de jazz, aprender juegos malabares y charlar sobre el centro, que era una teoría que tenía Horacio según la cual, y por culpa de la geometría -ya sabes, esa parte de las matemáticas que tan poco te gusta, la que habla de pirámides y esferas-, todos andamos buscando el centro de la vida, de la misma forma en que buscamos el centro del tablero del tres en raya para ganar el juego. El problema es que la vida, decía Horacio, no tiene centro. Por ese motivo, sin un centro hacia el que dirigirse, Horacio y Lucía iban de aquí para allá como vagabundos, hablaban con vagabundos, que en Francia se llaman clochards, y se juntaban con gente tan extravagante como ellos dos, como Gregorovius, Etienne, Perico, Roland, etc., junto a los cuales formaron el Club de la Serpiente, aunque serpiente, siento decepcionarte una vez más, no había ninguna, y todos se reunían y charlaban y fumaban y bebían y leían a un escritor llamado Morelli y escuchaban discos y hablaban en glíglico, que era un idioma que se había inventado La Maga, el glíglico. Así que tenemos un Club de la Serpiente sin serpiente, un tipo que buscaba el centro que no existe, una maga sin magia, un idioma inventado y un hijo con nombre de queso.

Si esta parte también te parece confusa, aguarda un poco más.

Un día, Lucía y Horacio decidieron vivir juntos porque ninguno de los dos andaba muy largo de dinero -ya se sabe, no suelen pagar un salario por no hacer nada- y, entonces, Carlos Francisco enfermó de golpe -no queda claro si lo primero guarda alguna relación con lo segundo-. El caso es que Carlos Francisco, o Rocamadour, ya no quería comer, y al mismo tiempo Horacio estaba celoso de Gregorovius porque pensaba que había algo entre él y su maga uruguaya. Y por eso discutieron. Discutieron con el llanto de Rocamadour de fondo, y tras la discusión, Horacio Oliveira se echó a la calle porque necesitaba estar solo, porque necesitaba hacer lo que mejor se le daba, nada, deambular y deambular, y en su paseo tropezó con un viejo al que había atropellado una furgoneta, y lo ayudó a incorporarse, y resultó ser el tal Morelli, y después desembocó en un teatro donde una pianista gorda ofrecía un concierto lamentable, a cuyo término, en un acto de compasión, decidió acompañarla a casa, aunque la pianista lo despechó suponiendo que lo que pretendía Horacio era cortejarla. Y esa misma noche, la noche del concierto de piano más penoso del mundo, el pobre Carlos Francisco empeoró y empeoró y subió al cielo. Sólo Horacio se dio cuenta de que Rocamadour ya no se movía en su cunita, pero no se atrevió a decírselo a La Maga y poco a poco fueron llegando los miembros del Club de la Serpiente, y conociendo la terrible noticia, y Horacio Oliveira, aterrorizado, se marchó del piso para deambular otra vez, y, a su regreso, su querida Lucía, la maga uruguaya, destrozada por el dolor, había desparecido y el Club de la Serpiente había sido disuelto, y Horacio seguiría buscando un centro que no existe.

Si esta parte te parece absurda, espera un poco más.

Porque la historia prosigue con Horacio en pos de La Maga, pero, en esta ocasión, al revés de lo que acostumbraba a hacer en el pasado, ya no se trata de no buscarla y encontrarla, sino de buscarla y no encontrarla, lo que sin duda es mucho peor. Y en su ir y venir se lía con Emmánuel, que es una vagabunda, que en francés se dice clocharde, y beben bajo un puente, y los arrestan a los dos por escándalo en la vía pública, con lo que a Horacio lo repatrian a la Argentina y, una vez en Buenos Aires, se instala en un piso en frente del de dos viejos amigos que trabajan en un circo: Traveler -que en español significa viajero-, un argentino que no ha viajado nunca -cosa bastante excepcional-, y Talita, su esposa, a quien Horacio confunde con La Maga pues, en parte, es una doble de La Maga de idéntico modo en que Traveler es un doble de Horacio, por eso dice Horacio que la diferencia entre Traveler y él es que los dos son iguales. Entre todos construyen un puente que va de la ventana de Horacio a la de sus vecinos con dos tablones fijados por enciclopedias y libros científicos y varios muebles, y, durante el montaje del puente, a Talita casi le da una insolación, allá arriba, sentada sobre los tablones, uniéndolos con una cuerda, y es gracias a ese puente que pueden pasarse los paquetes de mate de un piso a otro, o cruzar ellos mismos, incluso por la noche, incluso sonámbulos. Ah, se me olvidaba: Horacio vive ahora con su nueva novia, Gekrepten, que es tan tonta que no sabe usar un teléfono y está empeñada en tejerle prendas para el invierno.

Aguarda: viene lo más extraño de todo.

Traveler, quien ahora padece insomnio, le consigue a Horacio un empleo en el circo, pero el dueño, el señor Ferraguto, decide permutar su negocio por un manicomio en el que trabajarán Talita, Traveler y Horacio, si bien el traspaso exige la firma de todos los locos, y allí que van los tres, loco por loco, para conseguir que les firmen el documento, porque están convencidos, quién sabe por qué razón, de que cambiar un circo por un manicomio es prosperar. Una noche, en el depósito de cadáveres de su nueva clínica psiquiátrica, Horacio besa a Talita viendo en ella a La Maga, por lo que podría decirse que besa a La Maga en los labios de Talita, y, cuando se entera Traveler de esta insignificante traición, Horacio, avergonzado, se encierra en su cuarto con un pulóver verde que se va deshilachando según se mueve de un rincón a otro de la estancia, tendiendo el hilo verde de aquí para allá como si Oliveira fuera una araña. Coloca la cama y el escritorio como obstáculos, vuelca sillas, acumula palanganas llenas para impedirle el paso a Traveler, a los enfermeros, a todos los demás. Pasa horas encerrado, volcándolo cosas como un loco y cubriendo el cuarto de hilos que se le van desprendiendo del pulóver. Y cuando Traveler se acerca a parlamentar con él -no creas que no comprende y disculpa a su amiga la araña-, Horacio se asoma a la ventana, desde donde se ve el patio del manicomio y, en el suelo del patio, las casillas de una rayuela de tiza desde donde La Maga, quiero decir, Talita, le pide a voces que no salte. Se encarama a la ventana con la idea de precipitarse sobre la última casilla -es importante que sepas que a la última casilla de las rayuelas se le llama el cielo-. Llega el personal médico, invitan a Traveler a que se aparte, de lo contrario es seguro que Horacio saltará. Traveler obedece y baja donde La Maga, y se colocan sobre las casillas seis y tres respectivamente. Horacio se asoma un poco más; qué fácil sería acabar con todo, qué fácil sería dar otro paso, y... puf. Piensa que podría llegar a la última casilla de un salto, que podría llegar al cielo desde allí. Eso piensa.

Y, colorín colorado, el cuento queda sin terminar."

poesíadigital

poesíadigital

El número de este mes de la revista Poesía digital incluye dos poemas inéditos y una reseña de Guerra del fin del sueño a cargo de Elena Medel.

dream is over

dream is over

Un poema de Guerra del fin del sueño

"P: En ese disco hay una canción: ‘Dios’.Una letanía que dice: ‘No creo en la Biblia, no creo en los naipes, no creo en Hitler, no creo en Jesús, no creo en Kennedy", etc. Y termina: "No creo en Los Beatles. El sueño ha terminado. ‘ (...)
R: (...) No sé cuándo me puse a hacer la lista de las cosas en las cuales no creía. Hubiera podido continuar largo tiempo. ¿Dónde detenerme? ¿En Churchill? Era necesario que me detuviese. Me detuve en Los Beatles. Porque ya no creo en los mitos, y Los Beatles son un mito. Ya no creo más en ellos. El sueño ha terminado."

(Entrevista a John Lennon en la revista Marcha, Uruguay, extra de 1971)


John Lennon no quería ser un Beatle
Rimbaud ya no quería ser Rimbaud
Virgilio quiso destruir la Eneida
Chet Baker se tiró de una ventana
Jack London se voló la tapa de los sesos
y Carver y Bukowski y Malcolm Lowry
se hicieron polvo el hígado
La corte de suicidas y nihilistas
a los que idealizamos
tropezó en algún punto de su vida
con ese NO central con ese núcleo
no sabría nombrarlo
la desidia
tal vez
esa cuchara helada debajo de la lengua
ese ya no querer seguir queriendo
Tropezaron con esto en un instante
sobre el que convergían todas y cada una
de sus pequeñas quiebras cotidianas
Y entonces
llegados a ese punto
cómo habrían de salvar
aquello en lo que ya no confiaban
Fue por eso que Anne Sexton se durmió para siempre
abrazada al monóxido de carbono
Por eso Ganivet se sumergió en las aguas congeladas del Duina
Por eso Ingeborg Bachman prendió fuego a su cama
Debe ser tan incómodo el adentro
el interior del vientre de la orquídea
donde se asfixia el héroe

éxtasis de la araña

éxtasis de la araña

Para poder seguir creciendo, las arañas mudan su exoesqueleto o esqueleto externo. El proceso es como sigue: el antiguo exoesqueleto comienza a resquebrajarse, la araña empuja hasta que se ve asomar el opistosoma o abdomen, mientras sus ojos simples brillan desde el fondo de sí misma. Cuando se resquebraja por completo, la araña sale del exoesqueleto y se marcha, dejándolo atrás, sobre tus sábanas de franela o un tenedor de plata, la muy cerda, quién pudiera...

un microrrelato

un microrrelato

MIOPIA

La miopía es hereditaria, pero este extremo no me preocupó hasta la noche en que falleció la abuela. Al regresar del trabajo, papá entró en el comedor con una araña colgando del codo de su americana. Soltó la prenda sobre la mesa y pidió a mamá que cortara lo que él creía que era un hilo suelto. Mamá tomó lo que creía la americana, que no era otra cosa que el mantel doblado de la cena, y la entregó a la abuela, que en aquel momento estaba intentando coser una rodillera con la máquina de escribir. La abuela, que era la más miope de todos nosotros, cortó el hilo que creía de la americana, y era el de su vida. (Publicado en Etcétera, Junio de 2004)

Un poema inédito

Un poema inédito

"Un nuevo vídeo (...) muestra presuntamente cómo uno de los jóvenes acusados de apalear y quemar viva a una indigente en un cajero de Barcelona golpea fuertemente y se burla de otro mendigo que caminaba por la calle, acompañado por otro joven encargado de grabar la agresión con su teléfono móvil".
(El Mundo 07/01/2006)