Reseña de El ladrón de morfina, por Pablo Chul
Ámbito cultural
04/04/2010
El ladrón de morfina, una falsa historia sobre la guerra de Corea narrada por un autor ficticio que sólo existe en Facebook, es el arriesgado juego literario con el que Mario Cuenca Sandoval aspira a seducir a los lectores exigentes.
Así sucede. La primera parte, una narración voluntariamente confusa, casi alucinada, sin apenas referencias espaciales o temporales, presenta algunos personajes, situaciones y temas cuyo significado será más adelante desmentido o matizado. Conoceremos al Flaco Bentley y a Wilson Reyes en la guerra de Corea, conoceremos a Caplan y anotamos las pistas donde tal vez se esconda el "truco" del mago: Edgar Allan Poe, el enterramiento prematuro, la máquina de escribir Remington, la bombilla, la morfina, el fotógrafo de cristales de nieve, la fractura entre el mundo a ras de tierra y el cielo, Jericho, Colombia y la sucesión de letras Qwerty.
Pero estamos aún dentro de la boca del camaleón, y seguimos leyendo "de la mosca al camaleón y del camaleón a la serpiente", y así hasta llegar a la gruta. La segunda parte, un breve y engañoso interludio que parece sugerir que en esta novela pudiera haber algo parecido a una narración tradicional, pierde su sentido inicial a la luz de la siguiente, narrada en segunda persona a Wilson Reyes, uno de los protagonistas: "Ahora, meses después de tu llegada al continente de los cara de perro, abriste los ojos y advertiste la presencia familiar de la fiebre, su olor, su textura. Estabas solo otra vez, a solas con ella […]" Bien, nos decimos, si hay un "tú" a quien se dirige el texto, debe haber un "yo".
Lo hay, y se revelará al abrir la última caja, momento en el que, si hemos leído con atención, seremos recompensados. Sabremos quién es el narrador, cuáles son sus motivos y en qué dirección apunta el sentido último de la narración que tenemos entre manos.
El ladrón de morfina no es una novela sencilla. No lo es su técnica (heredera de Pálido fuego, que Nabokov escribió en 1962), ni lo son las ideas sobre el lenguaje, la palabra, la locura y la ficción que esconden y desvelan el significado global de la novela, en sus capítulos finales. Pero cabe preguntarse si su complejidad obedece a un deseo personal del autor de encontrar una nueva relación entre fondo y forma o si es, sin más, el peaje de los tiempos, que parece haber impuesto el "estilo posmoderno" a una parte de nuestra literatura con cincuenta años de retraso. En otras palabras, cabe preguntarse si el sentido de El ladrón de morfina es muy distinto al de La ópera flotante,de John Barth (1956) o al de las primeras líneas de El hurgón mágico, de Robert Coover (1969): "Deambulo por la isla, inventándola. Le hago un sol, y árboles -pinos y abedules y cornejos y abetos- y hago que el agua lama las guijas de sus costas abandonadas".
Fondo y forma, forma y fondo; no parece haber otro debate más profundo en la historia de la literatura. Cada autor exigente (y Mario Cuenca Sandoval lo es) determina cuál es su posición respecto a la naturaleza esencialmente lúdica de la narración, y decide si quiere mostrar el engranaje de su artificio, como hacen los posmodernos y los "posposmodernos", o si prefiere embaucar al lector contándole lo que había una vez, como hacen los realistas.
Pero eso no es lo importante, y tal vez las reflexiones sobre el alcance y la pertinencia de la forma posmoderna merezcan un debate más profundo. Cada novela, al fin y al cabo, debe defenderse a sí misma, y El ladrón de morfina puede hacerlo sin rubor. Se trata de una obra densa y ambiciosa, meditada e impecablemente construida sobre la convicción de que la literatura puede y debe ser más que entretenimiento.
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