Reseña en Calle 20
ESTo Sí qUE ES ‘pULp fiCTion’
La Guerra de Corea según Mario Cuenca Sandoval
El ladrón de morfina es la segunda novela de este escritor entre cervantes y ballard Igual que el pantalón vaquero nos muestra su reverso antes de saltar a la lavadora, igual que el detergente choca contra la mancha en el tambor, también los géneros (y los subgéneros) necesitan airear la otra cara —y necesitan la violencia del centrifugado— para lucir después más vivos.
Con El ladrón de morfina, su segunda novela —su debut fue Boxeo sobre hielo, otra rareza alucinada que pasó de injustas puntillas, y que no estaría de más recuperar ahora—, Mario Cuenca Sandoval agarra un modelo, lo zarandea, nos lo entrega diferente: la novela de entretenimiento con motor bélico queda, en sus manos, mejor que antes. ¿Aseguraba el eslogan que no imites, sino que innoves? Pues innova imitando, entonces, o reinventando, o imita e innova al mismo tiempo, pero el caso: escribe novelas fascinantes, como El ladrón de morfina.
«Esta historia es una mosca en la boca de un camaleón y un camaleón en la boca de una serpiente y una serpiente en la boca de una gruta». ¿Quién es la mosca, quién el camaleón, quién la serpiente, dónde la gruta? En El ladrón de morfina no se pregunta: todo ocurre. Enrólate en el ejército sin motivos, y lucha en el Oriente Lejano de los lejanos años cincuenta. Protagoniza la supuesta novela firmada por un «artista plástico y escritor estadounidense», S. K. Caplan, artista infográfico y cuyas referencias biográficas se confunden con las de sus personajes: un paracaidista de Vermont que sólo encuentra la tranquilidad en la marihuana y la presencia del colombiano Reyes; el susodicho Reyes, que suplica morfina y cuyos temores se le aparecen en forma de amor amarillo; y Qwerty, que es a la vez —en realidad, ¿en realidad?— Caplan, y es a la vez teniente, y artista, y traficante.
Y todos ellos luchan, se esconden y surge una novela de planos sobre planos sobre planos, en la que importa (en el mismo plano) qué ocurre y cómo ocurre y cómo se cuenta: un lector hallará en El ladrón de morfina bombas, drogas, sexo, soldados con buenos y con malos modales; mientras otro asistirá a un entretenido juego de identidades, quién es la mosca, quién el camaleón, «no eres más que una mezcla entre mi biografía y mi imaginación, mi imaginación de políglota, dijo, mi imaginación de monstruo políglota»; y el de más allá disfrutará con una estructura guiada por el delirio. O se quedará con la fuerza poética (la poesía de Cuenca Sandoval está a la altura de su narrativa: asómense, por ejemplo, a su Guerra del fin del sueño) de algunos fragmentos, o con los guiños a Poe, o al hermoso relato de Copo de Nieve Bentley y su empeño inútil en fotografiar la belleza. Mario Cuenca Sandoval se presenta —cervantino— como traductor y editor, escuchamos quizá a Ballard, escuchamos su voz nueva, o reinventada, desde luego diferente, y desde ya necesaria.
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