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mario cuenca sandoval

La vida fácil, de Richard Price

La vida fácil, de Richard Price

(reseña publicada en Quimera, mayo de 2010)

 

Vanidad de vanidades

Richard Price, La vida fácil, Mondadori, 2010.

Trad. De Carlos Milla Soler, 522 pp.

 

La trama, aseguraba Nabokov, es una manía burguesa. De ser cierta esta aseveración que Vila-Matas atribuye al autor de Lolita, la novela negra vendría a ser el género burgués por excelencia y La vida fácil de Richard Price (Nueva York, 1949) se afiliaría a lo que es más una constelación que un género; ideal para ese hipotético lector burgués sin mejor ocupación que distraerse con historias que jamás sucedieron. Los requisitos del género se cumplen en La vida fácil: el protagonismo de una antitética pareja policíal, un inspector de rasgos irlandeses (Matty Clark) y otra de origen latino (Yolonda Bello, con errata incluida que recuerda a la Esmarelda Villalobos de Tarantino), el retablo sociológico, la vertebración del relato en torno a un crimen, el asesinato del joven Ike Marcus a manos de dos pandilleros del Lower East Side, que parece en ocasiones un simple pretexto para los diálogos, en cuya construcción exhibe Price sus talentos de guionista. Vivir es dialogar, intercambiar perplejidades.

Que la narración se abra con un coche patrulla girando en el cruce de tal calle con tal otra no es una casualidad. La vida fácil es justamente eso, una suerte de coche patrulla recorriendo varias decenas de vidas, la diversidad étnica de un Nueva York que funciona como lanzadera hacia sueños y frustraciones. Los policías que viajan en tal coche patrulla precisan de un fino olfato para sacar oro de una imagen, de un solo segundo en la retina, y justo ese es el segundo de los talentos que atesora Richard Price: su habilidad para poner en pie a un personaje en un solo párrafo. A golpe de secuencias y caracterizaciones veloces que recuerdan a las acotaciones de un guión cinematográfico, exhibe Price su habilidad para que toda una existencia pase delante de nuestros ojos en un instante. La cámara de Price, y digo bien, nos ofrece también el duelo de los familiares, el espectáculo circense de los homenajes públicos, más parecidos a una gala de los Óscars que a un acto sentido; la voracidad de la prensa, que convierte en titular las últimas palabras de la víctima, Ike Marcus: «esta noche no, amigo»; la frivolidad de un público que las transforma en un apócrifo testimonio de coraje personal. Todo ello en un revuelo de periodistas y curiosos que recuerda en ocasiones al Tom Wolfe de La hoguera de las vanidades.

No obstante, la adscripción completa de Price al realismo es engañosa. Sabe que una buena metáfora vale más que toda la cháchara naturalista u objetivista. Y las hay excelentes en La vida fácil: la comparación de un rostro que se contrae de desasosiego como una manzana (p. 29), la imagen del café Berkmann como un «palacio en el aire» (p. 31). Pero también las hay que chirrían: «los dedos perdidos en la tumefacción inferior como perritos calientes en hojaldre» (p. 469). Poesía de guionista.

La sociología que alimenta el texto es de un consciente atomismo social: Nueva York es sólo un catálogo de comportamientos. Cada personaje, y hay decenas de ellos en La vida fácil, constituye una pequeña isla, náufragos, nadadores que flotan o su hunden: «¿Qué hace falta para sobrevivir aquí?», se pregunta el padre de la víctima, «¿Sobrevive uno por lo que hay dentro de él? ¿O por lo que no hay?» (p. 472). Los delincuentes son presentados como pobres diablos que no están a la altura de su crimen, a la altura de los asesinos bíblicos, preocupados sólo por la promoción personal en el barrio. Tampoco los inocentes están a salvo de esa pulsión de «querer ser alguien»; es el caso de Eric Cash, testigo del asesinato, no por azar escritor en ciernes, un arquetipo que la literatura reciente ha aupado a la constelación de los perdedores. De la ciudad se destaca, sobre todas las cosas, «su inmediatez en el espacio y el tiempo, cuyo mensaje iba directo al verdadero motor de la existencia de Eric, el afán de llegar a ser algo» (p. 24), aleph de todas las vanidades, ávidas de gloria personal en un tiempo en que la gloria se confunde con la fama.

 

Mario Cuenca Sandoval

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