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El ladrón de morfina en La Vanguardia

El ladrón de morfina en La Vanguardia

El ladrón de morfina

Crítica por ÁLVARO COLOMER, La Vanguardia

Seré absolutamente sincero: por primera vez en mi vida he sentido una feroz, malsana envidia por la capacidad narrativa de un coetáneo español. Nunca me había ocurrido. Hasta la fecha había tropezado con autores de mi quinta que me gustaban, incluso que me fascinaban, pero jamás había dado con uno que me hiciera saltar de la silla exclamando: “¡Pero qué pedazo de escritor!”. El susodicho es Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), de quien muchos habían alabado Boxeo sobre hielo (Berenice, 2007) y de quien ahora llega El ladrón de morfina, historia que hunde sus manos en las ciénagas de la literatura bélica para extraer la belleza sumergida en todo campo de batalla, para mostrar la fragilidad de la condición humana parapetada tras el fusil, para replantear el modo en que la narrativa española –Sender, Barea, Pérez-Reverte– se había enfrentado hasta el momento con el concepto de guerra.

La novela narra la extrañísima, psicotrópica historia de tres soldados a quienes han dejado caer sobre la guerra de Corea: el Flaco Bentley, un granjero de Vermont reconvertido en rastreador de túneles subterráneos; Wilson Reyes, un enorme colombiano pelirrojo al que algunos consideran la encarnación de un ángel,y Qwerty Caplan, un oficial norteamericano empeñado en teclear mecánicamente una Remington que, en tiempos de sangre, confunde su condición de máquina de escribir con la de revólver. Los tres personajes irán tropezando unos con otros, así como con otros fantasmas que parecen agonizar en ese purgatorio de dolor, y cada uno quedará tan fascinado con la presencia de los demás que, juntos, formarán una suerte de Santísima Trinidad cuyos vértices, tras haber sido separados por la guerra, se sentirán en todo momento atraídos, necesitados de recomponer la figura geométrica que habrá de devolver la belleza a un mundo desgarrado por el odio. Dicha belleza aparecerá oculta en lugares tan diminutos como los componentes químicos de la morfina o la estructura hexagonal de un copo de nieve.

 

Pero El ladrón de morfina es mucho más que un argumento de corte poético y una historia sobre tres hombres que ansían el amor en un contexto repleto de crueldad. Es también un muestrario de las distintas formas de narrar en nuestra época, el cual se materializa en los diferentes tonos que tiene cada uno de los capítulos y en la reconversión de ciertos referentes indiscutibles dentro de la literatura bélica (Conrad, Bulgakov, Johnson, Mailer...) y de la literatura universal (Poe, Nabokov, Ballard, acaso Burroughs) hasta transformarlos en una composición que podría explicar perfectamente la historia bélica posmoderna, la historia líquida de la condición guerrera, también la historia estética de los avances narrativos que ya copan nuestras librerías. Y todo esto sin ofender a la tradición española, aquí representada por el hecho de que Mario Cuenca finja que este libro es la traducción de la novela de otro autor –ese Caplan que al tiempo es personaje y que hoy existe en las páginas de Facebook–, igual que Cervantes trató de convencernos de que su Quijote provenía deun manuscrito encontrado por casualidad.

Así las cosas, hacia el final de la novela, cuando ya se resuelven algunos interrogantes planteados desde la primera página, el narrador tiene a bien decir una frase harto escuchada de labios de muchos escritores contemporáneos, “la ficción es agotadora”, pero que en este caso no hace alusión al viejo debate sobre la muerte de la novela, sino que referencia el esfuerzo intelectual que actualmente, cuando los autores de éxito usan fórmulas más que agotadas, supone convertir mentiras en verosimilitudes. En definitiva, El ladrón de morfina es una historia perfecta creada por un novelista a quien no puedo más que tildar, corroído por la envidia, de pedazo de escritor.

1 comentario

Jorge Dïaz -

Que ganas tengo ya de leer El ladrón de morfina! Un abrazo Mario!