En la Alpujarra con Chris Stewart
Lo confieso: soy un urbanita incurable. He llegado a Órgiva guiado por un GPS, tras consultar en Internet el pronóstico meteorológico y cargar la batería del móvil y de la grabadora. En contraste, Chris Stewart vino a Órgiva hace más de veinte años siguiendo la estela de Gerald Brenan, de Richard Ford, de Laurie Lee, con el anhelo de calentarse al mismo sol que tan ilustres compatriotas. Músico, piloto de avioneta, esquilador de ovejas en Suecia, autor de una guía de viaje de China y de la reciente “Los almendros en flor” (Salamandra), este moderno Thoreau entronca con una estirpe a medio camino entre los aventureros victorianos y los hippies, en la convicción de que una vida demasiado cómoda y segura es incompatible con la felicidad. texto MARIO CUENCA SANDOVAL fotos RUIZ DE ALMODÓVAR
El último tramo entre Órgiva y el cortijo de El Valero sólo puede recorrerse a pie. Hay que cruzar un puente construido por el propio Chris Stewart (Crawley, Sussex, 1951), o, más bien, reconstruido: el río Trevélez destrozó los siete que le precedieron y, en los lapsos entre uno y otro, la familia y sus visitantes se ven obligados a cruzar en tirolina. Sonrío al pensar que la fama de Stewart habrá sometido a muchos esforzados periodistas a esta pista americana. Después bordeamos un cercado de ovejas, el primero que se levantó en este valle; fue nuestro anfitrión quien introdujo el pastoreo en este paraje tan quebrado y rocoso, contra el pronóstico de los nativos; y también introdujo en la Alpujarra la esquila con máquina eléctrica, pese al recelo de los pastores de la zona, que temían que la máquina electrocutara al ganado. Ya casi al final del sendero, flanqueado por arbustos de gayombas, nos sobresalta la silueta de Giorgione, el espantapájaros; o, para ser más exactos, el espanta-jabalíes, un maniquí tocado con gorra y gafas de sol que nos apunta con su rifle -incluso la Guardia Civil llegó a tomarlo por un cazador furtivo-. A esta altura, se escuchan los ladridos de Bumble y de Big, los perros de la finca, que anuncian a sus amos nuestra visita. En la puerta no hay timbre, sino un cencerro.
Cuando Chris y Ana nos dan la bienvenida en el porche, pienso que la lectura -y disculpen la digresión- es un maravilloso vínculo. Me he divertido con los libros de Stewart y, al estrechar su mano, es como si me reencontrara con un viejo amigo. Ana nos confirma que muchos lectores peregrinan hasta aquí -“todas las semanas viene gente”- y menciona, apenada, el caso de una admiradora que hizo la ruta desde el Reino Unido y fue incapaz de cruzar el río presa del vértigo.
La esencia de la vida urbana
La casa se alza frente al barranco y el denso pinar de la Serreta. Nos reponemos de la caminata con agua con limón en el porche, mirando de reojo el cielo: las amenazantes nubes no acompañan tan bucólica estampa. Conmovido por la belleza del paisaje, le aseguro a nuestro anfitrión que todos los que vivimos en ciudades nos hemos planteado alguna vez mandarlo todo al cuerno e instalarnos, como él, en el quinto pino. Y le pregunto si nunca ha tenido la tentación inversa: mandar al cuerno la vida rural. “Nunca”, responde. “Lo único que echo de menos es la oferta de ocio, el teatro, el cine, los bares, los cafés”. De vez en cuando, Chris y Ana hacen una escapada a la ciudad, “pero volvemos corriendo a los dos días”. De hecho, la pareja acaba de regresar de la que Chris considera “la esencia de la vida urbana: la Feria de Sevilla”.
Al fondo se divisa la ruidosa confluencia de los ríos Cádiar y Trevélez -una versión en miniatura, asegura Stewart, de la del Min con el Yangtze en China-, la presa y el embalse, la huella del artificio en la naturaleza. Chris reconoce que tales construcciones son necesarias en un país como éste, amenazado por la sequía. No es un naturalista ingenuo, y se confiesa gran admirador de muchas de las obras del hombre: “Somos geniales en algunas cosas. Normalmente estamos puteando el planeta, pero hay cosas que me impresionan mucho”. Y la música debe ser una de esas cosas, ¿no? “El arte, la cultura. Sí. Somos unos bárbaros, pero también somos capaces de actos de nobleza, de dignidad, de generosidad y de genio”. Se diría que la estrella que lo atrajo a estas latitudes no fue la naturaleza, sino la belleza, artificial o natural. “Lo que más me gusta es la mano del hombre en la naturaleza. Cuando llegamos aquí, los pueblos eran preciosos, porque había faldas verdes de olivares, con palacios de piedra bien hechos y, alrededor, la sierra, tan agreste y salvaje. Y para mí lo más impresionante era el contraste entre la naturaleza y la belleza de la agricultura, porque también la agricultura puede ser bella”. A continuación, lamenta que ya nadie se interese por la vida agrícola; se gana muy poco y, para cualquier chico de la España actual, la agricultura no tiene dignidad. El efecto es que se han abandonado muchos pequeños cultivos, “y, entonces, la naturaleza vuelve. Siempre lo hace”.
Nos servimos otro refresco y aparece en la charla la palabra de moda: la crisis. “Sí, el capitalismo está en crisis y va a empeorar. Creo que vamos a ver cataclismos. Pero no me gusta decirlo, se supone que soy un optimista” -según reza el subtítulo de su libro Entre limones-. “La crisis también ha tenido efectos positivos: ha frenado el urbanismo desbocado que estaba azotando este pobre país y parte de su belleza, aunque al coste de millones de familias perdiendo sus casas y empleos. Es horroroso, el fracaso de un modelo que también tiene sus aspectos positivos, claro; es un privilegio vivir bajo su abrigo, vender muchos libros y tener muchos lectores. Pero el capitalismo siempre necesita putear a alguien en algún sitio, robándole sus recursos”.
Tragedias de la especulación
Muchas de las anécdotas recogidas en Los almendros en flor han sido propiciadas por la colaboración de Chris con ONGs como Oxfam o Granada Acoge; experiencias conmovedoras como su encuentro con unos inmigrantes ilegales a los que refugió en El Valero, jóvenes magrebíes que cruzaban la Alpujarra a pie para buscar trabajo en los invernaderos de Almería. Éstas y otras vivencias parecen haber teñido de tintes políticos su obra: “¿Tú me ves como un radical peligroso?”, bromea. “Tengo la fortuna de escribir libros que se leen, y decir lo que creo que debo decir, pero a veces pienso que debería estar en las barricadas y no aquí, en mi retiro”.
Le pregunto por unas declaraciones en que aseguraba que Marbella y Puerto Banús son como Sodoma y Gomorra para él. “No las recuerdo, pero seguro que lo he dicho”, ríe. “Es lógico que, cuando vives en una ciudad industrial en Inglaterra, y sólo tienes dos semanas de vacaciones al año, Marbella te parezca el cielo. Pero Marbella era un pequeño pueblo pesquero en los años 1950, bellísimo, y la presión urbanística ha destrozado la Costa del Sol. Hay sitios bonitos, aunque cada vez menos. Es una de las tragedias de la especulación”. Lo bueno es que El Valero parece a salvo de esa locura urbanística. Gran parte de la belleza de esta opción de vida radica en que el hogar de los Stewart no es un bien inmobiliario, no un activo, sino lo que siempre ha sido una casa desde la antigüedad: un refugio donde guarecerse. Cuando Chris y Ana adquirieron la finca, no había electricidad ni agua corriente, sólo una acequia abandonada y una manguera que vertía un chorro de agua no potable en un bidón. Para colmo, la confederación hidrográfica planeaba construir una presa en el valle, con la consecuente amenaza de sumergir su vivienda. Hoy disponen de luz eléctrica suministrada por paneles, teléfono, agua corriente y conexión a Internet, y son padres de una hija alpujarreña de veinte años, Chloé, que ha crecido en este vergel. La colonia de animales -dos perros, siete gatos, más de cuarenta ovejas- ha ido ampliándose y, aunque la obra que amenazaba el bucólico proyecto de El Valero fue ejecutada, la casa permanece en pie. Es más, la presa ha propiciado la formación de un fascinante ecosistema pantanoso, rebosante de ranas, pequeñas tortugas, peces de agua dulce y libélulas. Por desgracia, Porca, el loro misántropo que protagonizó El loro en el limonero, falleció el año pasado. “Nosotros no somos nada sin el loro. Y, además, era muy fotogénico”, lamenta nuestro anfitrión.
Acompañamos a Chris a la despensa. Para el almuerzo, ha puesto a enfriar un rosado que Chloé trajo de la Provenza. Su última adquisición es un arcón congelador -“Nos ha cambiado la vida”-. Ahora pueden almacenar carne, habas, pescado y pan. Antes hacían el pan ellos mismos, pero el horno de piedra se ha resquebrajado y deja escapar el calor. Así que compran grandes cantidades y lo congelan.
El dinero y la felicidad
Para los lugareños, Chris Stewart es Cristóbal Valero. Y su presencia en la baja Alpujarra ya no resulta exótica: la Alpujarra es, de suyo, un espacio exótico en el que conviven los monjes budistas con los agricultores nativos, los ecologistas británicos con los pastores. Por lo demás, uno percibe muy pronto que el mundo de Stewart es un todo coherente: adentrarse en él, como lector o como visitante de El Valero, abre un paréntesis lleno de fragancias y de aire limpio. No deben existir muchos autores en quienes confluyan de manera tan armoniosa vida, obra y paisaje. Ni tantos hombres que hayan encontrado tan pronto su lugar en el mundo. Le pregunto cómo sabe uno que lo ha encontrado, con qué señales podría reconocerlo: “Nunca olvidaré la excitación que sentí cuando llegué aquí. Estaba emocionado por las mil posibilidades que me ofrecía este lugar. Yo había viajado mucho, pero en realidad viajaba para encontrar un sitio donde instalarme”. Mi siguiente pregunta es más íntima: ¿hubiera sido tan sólida la relación entre Chris y Ana en una vida urbana convencional, con quince días de vacaciones al año para veranear en Marbella? “No hubiéramos sido felices así. Ya en los primeros años en El Valero éramos bastante pobres pero muy felices, y la relación entre nosotros -y después con Chloé- se ha fortalecido con las dificultades”. Le digo que tal vez haya cierto placer en la dificultad, que tal vez las comodidades de la sociedad de consumo no sean tan cómodas. “Sí. Buscamos la seguridad y la comodidad, y nos perdemos la riqueza de la vida, arriesgar y aventurarse”. Cierto que Chris ha hecho dinero con sus libros, y reconoce que no es posible escapar del todo a ese modelo del consumo -“También tenemos una tostadora”, bromea-. Pero no es millonario y su vida no ha cambiado en lo sustancial: “Con mucho dinero”, asegura, “es muy difícil mantener la felicidad”.
Ana duda si poner la mesa fuera o dentro. El clima resuelve de inmediato su dilema: un viento huracanado sacude los adornos del porche, el sillón de mimbre que cuelga de una rama, la ducha de verano, una placa donde puede leerse la divisa “Carpe Diem”. Cae una tromba de lluvia fría que amenaza con convertirse en granizo. Así que almorzamos en el interior, frente a una chimenea con dintel de madera de olivo. Harry -una amiga de Chloé que pasa unos días en la finca- ha preparado un menú muy árabe, “poco guiri”, bromea Ana: humus, tabulé, huevos en salsa y ensalada. El español de Ana es más limitado que el de Chris; por fortuna, Chloé, su hija alpujarreña, una perfecta bilingüe que estudia Traducción e Interpretación en Granada, siempre encuentra el equivalente para las expresiones que sus padres no aciertan a traducir. Descorchamos el vino. “A los españoles no os gusta el rosado, pero éste os va a encantar”. Charlamos sobre su percepción de los españoles, ¿en qué habremos cambiado durante todos estos años? “Como cualquier otro país, España ha perdido parte de su identidad al ser europeízada. España es todavía innegablemente española, pero hay muchos aspectos que se han erosionado. Esto me da mucha pena”. Asegura que antes pasaba mucha gente por el valle. El campo se ha despoblado justo ahora que, en el norte de Europa, prospera una corriente de retorno al medio rural, la llamada Ola verde.
Tras descorchar la segunda botella, la conversación va deslizándose hacia temas filosóficos. Vistos los cambios experimentados por el país, pregunto qué significará la palabra progreso para un hombre como Stewart. Él medita su respuesta largo rato -“Es un cuestión muy difícil”-, hasta que decide colocarla en el tejado de Ana. “¿Qué sería el auténtico progreso? -se pregunta ella-. No creo que exista una respuesta, porque todo progreso de unos perjudica a otros. Pero tal vez sería un gobierno mundial, algo que regulara las relaciones entre los países, tan injustas”. Como postre, Harry ha preparado un revuelto de naranjas y plátanos con canela. Es inevitable comentar la diferencia con la fruta de invernadero. “El progreso”, ironiza Chris, “es hacer frutas y verduras sin sabor”.
Después del café, continuamos la charla en el porche. La tarde ha aclarado. Observo el rincón en que Big y Bumble dormitan, el limonero empapado, las gotas de lluvia que se escurren por las buganvillas y por las hojas de una palmera. Recuerdo que Baudelaire se burlaba de la admiración que provocaban la naturaleza y sus “legumbres santificadas”. Sin embargo, el rugido del agua sube hasta aquí, el sol brilla sobre la superficie de los ríos y la brisa trae aroma de romero. Me quedo hipnotizado por el imponente manto de pinos de la Serreta, que se despliega frente a nosotros, cuando la voz de Chris me saca del ensimismamiento. “Entonces, ¿qué hacemos? ¿Dónde ponemos la barricada?”.