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mario cuenca sandoval

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Reseña en El periódico de Catalunya

Reseña en El periódico de Catalunya

A cargo de Ricard Ruiz

 

Como Manuel Vilas, como Agustín Fernández Mallo ¿y no es casual¿, el cordobés nacido en Sabadell Mario Cuenca Sandoval es un poeta transmutado en novelista posmoderno de referencia. Lo demostró en el 2007 con Boxeo sobre hielo y lo está demostrando de nuevo, lejos del foco nocillero, con El ladrón de morfina, espléndida, hipnótica, exigente y alucinada revisitación del horror de Joseph Conrad, sampleado a partir del Apocalypse Now de Coppola y el Árbol de humo de Denis Johnson; una novela de fondo bélico cuyo tema central es la estructura, sus múltiples juegos estructurales. Un preciso y delirante ejercicio de suplantación, con Cide Hamete Benengeli al fondo, que presenta la novela como la traducción de un soldado elocuentemente llamado Samuel Kurt Caplan, y luego la remata ampliando la mascarada con invitados como Unamuno, Nietzsche, Sloterdijk y hasta Radiohead.

Pero Cuenca Sandoval es poeta, buen poeta. Así que nada de batiburrillos aparentes, de sucedáneos experimentales para dar gato por iPod. Las cinco partes de El ladrón de morfina pueden aparentemente renunciar a la trama, sustituir a personajes en plena peripecia por peripecias que se alimentan de personajes, aprovechar incluso para hablar del nacimiento del gas de la risa o la bombilla de tungsteno que lleva nueve décadas sin apagarse. No importa. La precisión de su ritmo y su lenguaje, sus inusuales recursos, el alcance de sus reflexiones sobre el uso y abuso de las drogas en las guerras o la potencia de pasajes como el dedicado al niño y el herido que se aman tras inyectarse hacen que todo en esta elaboradísima novela encaje de forma insospechada.

Luego podrá decirse que se desarrolla en la guerra de Corea, y que los protagonistas son un colombiano que parece un ángel y el recluta Flaco Bentley, y podrá hablarse del pulp, de la combinación qwerty y de las nieves que no dejan de aparecer en el relato. Podrá debatirse qué hay de bueno y qué de interesante en lo leído, pero el efecto será el mismo en cualquier lector no adicto al simple entretenimiento, el mismo que lleva ¿por citar tres pilares clásicos del texto¿ del síndrome de abstinencia de Poe a los horrores de Kurt y las abismadas razones de Nabokov: la obsesión. En este caso, por seguir leyendo a Cuenca...

 

El ladrón de morfina en Letra Atlántica

El ladrón de morfina en Letra Atlántica

Reseña de Carmen Moreno en el blog Letratlántica

 

"Aunque el encabezado de esta reseña aparece como autor Mario Cuenca Sandoval, lo cierto es que éste sólo es el traductor del manuscrito de Samuel Kurt Caplan (Jericho, Vermont, 1921- Bogotá, 1997), artista plástico y escritor norteamericano.
EL LADRÓN DE MORFINA es una novela-puzzle en cinco piezas que encajan a la perfección. Como en los mejores rompecabezas sabemos cuál es la imagen que va a resultar al finalizar el montaje, pero no somos conscientes de toda su belleza hasta encajar la última pieza.
Mario Kurt Caplan cuenta la historia del horror desde los ojos de varios personajes (occidentales o no) que intentan sobrevivir en una guerra que no les han explicado. 
Con un lenguaje poético que ha creado toda su producción en verso, Mario Cuenca Caplan, no narra, dibuja escenas con el lápiz del carpintero, que traza hasta la más mínima línea para que el decorado sea creíble. 
Entre el sueño y la vigilia, la muerte y la vida, la fiebre que arrastra a madrigueras laberínticas y la salud, los personajes van creciendo; van formando la carne en el esqueleto de alambre y sostienen verdades no compartidas.
Mario Cuenca Sandoval ahonda en la bestia en la que es capaz de convertirse el hombre frente a los de su especie.
Una guerra, y toda la sangre, narrada para acabar como en aquella famosa escena de la novela de Unamuno, Niebla, en un diálogo entre creador y criatura frente a una partida de ajedrez que cuenta la caída de las fichas como hombres muertos, miembros amputados.
Una de las más hermosas novelas sobre el terror que provoca el ser humano sobre el ser humano."

 

Reseña en Calle 20

Reseña en Calle 20

 

ESTo Sí qUE ES ‘pULp fiCTion’

La Guerra de Corea según Mario Cuenca Sandoval

 

El ladrón de morfina es la segunda novela de este escritor entre cervantes y ballard Igual que el pantalón vaquero nos muestra su reverso antes de saltar a la lavadora, igual que el detergente choca contra la mancha en el tambor, también los géneros (y los subgéneros) necesitan airear la otra cara —y necesitan la violencia del centrifugado— para lucir después más vivos.

Con El ladrón de morfina, su segunda novela —su debut fue Boxeo sobre hielo, otra rareza alucinada que pasó de injustas puntillas, y que no estaría de más recuperar ahora—, Mario Cuenca Sandoval agarra un modelo, lo zarandea, nos lo entrega diferente: la novela de entretenimiento con motor bélico queda, en sus manos, mejor que antes. ¿Aseguraba el eslogan que no imites, sino que innoves? Pues innova imitando, entonces, o reinventando, o imita e innova al mismo tiempo, pero el caso: escribe novelas fascinantes, como El ladrón de morfina.

«Esta historia es una mosca en la boca de un camaleón y un camaleón en la boca de una serpiente y una serpiente en la boca de una gruta». ¿Quién es la mosca, quién el camaleón, quién la serpiente, dónde la gruta? En El ladrón de morfina no se pregunta: todo ocurre. Enrólate en el ejército sin motivos, y lucha en el Oriente Lejano de los lejanos años cincuenta. Protagoniza la supuesta novela firmada por un «artista plástico y escritor estadounidense», S. K. Caplan, artista infográfico y cuyas referencias biográficas se confunden con las de sus personajes: un paracaidista de Vermont que sólo encuentra la tranquilidad en la marihuana y la presencia del colombiano Reyes; el susodicho Reyes, que suplica morfina y cuyos temores se le aparecen en forma de amor amarillo; y Qwerty, que es a la vez —en realidad, ¿en realidad?— Caplan, y es a la vez teniente, y artista, y traficante.

Y todos ellos luchan, se esconden y surge una novela de planos sobre planos sobre planos, en la que importa (en el mismo plano) qué ocurre y cómo ocurre y cómo se cuenta: un lector hallará en El ladrón de morfina bombas, drogas, sexo, soldados con buenos y con malos modales; mientras otro asistirá a un entretenido juego de identidades, quién es la mosca, quién el camaleón, «no eres más que una mezcla entre mi biografía y mi imaginación, mi imaginación de políglota, dijo, mi imaginación de monstruo políglota»; y el de más allá disfrutará con una estructura guiada por el delirio. O se quedará con la fuerza poética (la poesía de Cuenca Sandoval está a la altura de su narrativa: asómense, por ejemplo, a su Guerra del fin del sueño) de algunos fragmentos, o con los guiños a Poe, o al hermoso relato de Copo de Nieve Bentley y su empeño inútil en fotografiar la belleza. Mario Cuenca Sandoval se presenta —cervantino— como traductor y editor, escuchamos quizá a Ballard, escuchamos su voz nueva, o reinventada, desde luego diferente, y desde ya necesaria. 

 

Reseña en El Cultural de El Mundo

Reseña en El Cultural de El Mundo

por Santos Sanz Villanueva

Algunos de los autores del reciente movimiento modernizador de nuestra novela han logrado cierta repercusión mediática (Agustín Fernández Mallo, Eloy Fernández Porta, Javier Calvo, Juan Robert Cantavella, Jorge Carrión, Juan Francisco Ferré, Manuel Vilas...), pero son solo la punta de un iceberg, al parecer bastante profundo, donde otro buen número de narradores comparten la misma inquietud renovadora. Nada conocía, por ejemplo, de Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), cuya novela El ladrón de morfina lo sitúa en esa órbita innovadora, hoy por hoy de frutos más interesantes que logrados, pero, en cualquier caso, digna de atención. Desde luego, la merece El ladrón de morfinauna novela original por distintos conceptos,especialmente por la anécdota y por el tratamiento. 

El argumento se emplaza en la guerra de Corea (1950-1953), donde, entre otros personajes, conviven un colombiano y un americano que luchan en el ejército estadounidense y que establecen una curiosa relación con un nativo. Ese eje sirve para el previsible o ineludible despliegue de los horrores de la guerra al hilo de un puñado de acciones bélicas más intensas que detalladas, más visionarias que naturalistas. En cualquier caso, Cuenca Sandoval consigue una atmósfera de violencia, irracionalidad, sinsentido, terror o angustia en la línea de las mejores páginas de la literatura antibelicista y antimilitarista. 

Aunque valga por sí misma esta intencionalidad, más bien sirve de soporte a otra línea, la principal, centrada en el despliegue de relaciones humanas que abren exploraciones diversas acerca de la hermandad, la ternura, la compasión, el sexo, la esperanza, la muerte, la culpa, la ideología, la identidad o el ser apócrifo. 

En cierto sentido, El ladrón de morfina es una novela filosófica que, a partir de una situación concreta, despliega observaciones de calado metafísico por medio de formulaciones alegóricas (las figuras del ángel y del idiota) o de intuiciones poéticas (la nieve, las formas de la belleza). 

Esta escritura densa se materializa mediante un sistema narrativo de aliento novedoso en su concepción global, aunque se apoye en procedimientos clásicos, como el manuscrito traducido. Mario Cuenca desarrolla un complejo sistema de puntos de vista en la narración, introduce rasgos vanguardistas (varios dibujos infográficos y notas a pie de página), dispone el texto como lectura de Edgar Allan Poe e incorpora materia ensayística. El resultado es una novela exigente sin lugar a dudas, que requiere esfuerzos excesivos de lectura. Ni siquiera las buenas trazas de narrador ágil del autor amortiguan su dimensión demasiado abstracta, que lastra la anécdota, mortecina, y a los personajes, de insatisfactoria caracterización. Lo mejor de El ladrón de morfina reside en la excepcional capacidad de Cuenca Sandoval para narrar creando constantemente vigorosas y personales imágenes. 

El ladrón de morfina en ABCd

El ladrón de morfina en ABCd

Reseña a cargo de Andrés Ibáñez:

Me fascinó la lectura de la primera novela de Mario Cuenca Sandoval, Boxeo sobre hielo, y también me ha fascinado la lectura de la segunda, El ladrón de morfina, publicada por 451 Editores.

Mario Cuenca Sandoval nació en Sabadell en 1975 y vive en Córdoba. Aparte de sus dos novelas, ha publicado poesía. Es un novelista de gran originalidad. Es uno de los escritores más interesantes de su generación.

Pero no, no seamos tan ceremoniosos. Me arriesgaré a decir de verdad lo que pienso de Mario Cuenca Sandoval. Pienso que posee un talento literario inconmensurable, que escribe como un maestro, que tiene una prosa de altísima calidad, que está al nivel de los mejores (y no hablo de los mejores en España, sino de los mejores, en general), que El ladrón de morfina tiene pasajes francamente geniales como, por citar sólo uno, esa página asombrosa en que el pequeño ladrón decide probar la droga con la que trafica y se ve inundado por una sensación de fantasía y abandono y se deja caer a un río y desciende flotando, flotando río abajo, flotando por entre los soldados, por entre los tanques, por entre los paisajes ardiendo, flotando río abajo como un nenúfar o una hoja de arce y todos le toman por un cadáver que pasa arrastrado por las verdes aguas del río y no le prestan atención, y mientras tanto el niño, lleno de la felicidad de la morfina, contempla embelesado el cielo y las nubes hasta que comienza poco a poco a hundirse en las aguas...

tensión y lirismo. Todo esto es asombroso. Es asombroso el lenguaje de Mario Cuenca, que me recuerda a esa mezcla de tensión y de lirismo, de impersonalidad y de ensueño de Denis Johnson y, en general, de la mejor prosa de ficción norteamericana reciente. ¿Hay ecos de Árbol de humo, de Denis Johnson, en El ladrón de morfina? ¿Habrá leído Mario Cuenca este libro reciente, ambientado en la guerra de Vietnam, durante la composición de esta novela suya ambientada en la guerra de Corea? ¿Será Johnson el origen de esos túneles llenos de humo alucinógeno y de esos ojos que saltan de su órbita? No importa, realmente no importa el problema de las influencias o, quizá, de los homenajes. Lo que importa es que cuando este lector se abismaba en las páginas de la novela de Mario Cuenca se sentía poseído por una prosa y una inventiva de una altura y un poder comparables a las del maestro americano.

trozos de luz. Es asombroso el lenguaje de Mario Cuenca, su madurez, su originalidad, pero también el ritmo implacable y a la vez sinuoso de sus páginas, que uno siente húmedas y como cargadas de acontecimientos y de trozos de luz y de sabores de plantas. Es asombrosa su inventiva, la creación de paisajes y lugares exóticos, la familia del médico coreano que ayuda al soldado angélico Wilson Reyes, el terror sombrío del encierro subterráneo de Bentley, la belleza de las explosiones por encima de los árboles, las luces y los aromas de las bombas, las entrañas transparentes de un avión ardiendo. Esto es la literatura.

Ahora se habla mucho de lo mal que está la literatura, de lo difícil que lo tienen los «autores literarios» (sic). Pero la literatura no está mal. Esto es literatura. Esto es la literatura. Esto es la literatura del siglo XXI. Esta transparencia, esta ligereza, esta mezcla de historias, este entrecruzamiento de la realidad y la ficción, de la enciclopedia y el poema.

Le deseo a Mario Cuenca mucha suerte en esta profesión, una de las más duras y desagradecidas que se conocen. Ojalá tenga mucho éxito y vea reconocidos pronto sus altísimos méritos. Pero si el éxito tarda en llegar, si alguna vez siente desánimo, si considera que lo que logra no está a la altura de lo que él había imaginado que lograría, le pediría que no se desanime y, sobre todo, que no dude de sí mismo.

El ladrón de morfina se presenta como la traducción al español de una novela americana, The Morphine Thief, obra de un tal S. K. Caplan (1921-1997), pionero del arte infográfico y cocreador del sistema que utilizan los ordenadores para generar imágenes artísticas. Se preguntarán ustedes si este Caplan (cuyo nombre coincide con el del falso agente del FBI de Con la muerte en los talones) existió realmente. No aparece en Wikipedia, de modo que es evidente que no, que no existió. Quien sí existió, en cambio, es otro de los personajes de este curioso libro, Wilson Snowflake Bentley, que fue el primer hombre que fotografió los cristales de hielo.

Javier Calvo recomienda El ladrón de morfina

Javier Calvo recomienda El ladrón de morfina

...en su blog:

 

Mis recomendaciones literarias para este mes de abril de 2010 no son Dublinesca de Enrique Vila-Matas ni Alba Cromm de Vicente Luis Mora ni siquieraCorona de flores de Javier Calvo, más que nada porque estos tres ya los vais a encontrar en todos lados y yo quiero ser un poco más sofisticado en mi faceta de topógrafo de novedades literarias. Por tanto, voy a recomendar un par de indies que harán feliz a cualquier persona de buen gusto. El primero es Ladrón de morfina de Mario Cuenca Sandoval, un libro que si hubiera justicia en el mundo estaría en lo más alto del ranking de novelas españolas del año (por desgracia, sospecho que este tipo de justicia no es lo que más abunda en el mundo, por las razones que sean). Ladrón de morfina (451 editores) cuenta la historia de tres soldados americanos en la Guerra de Corea: el paracaidista Flaco Bentley, adicto a la marihuana, que sueña que es un roedor que vive a ras de tierra y se especializa en infiltrarse en los túneles de los coreanos para misiones de reconocimiento; Wilson Reyes, un colombiano grande y pelirrojo que parece estar protegido por una buena suerte mágica que hace que Bentley, en sus delirios drogadictos, piense que es un ángel; y el teniente Caplan, un tuerto que hace estraperlo en el campamento y arte con máquinas de escribir, razón por la que lo apodan Qwerty. La novela sigue a los tres por una serie de itinerarios alucinógenos, que incluyen turbadoras relaciones sexuales morfinómanas, apocalipsis en templos budistas, casos de tínito imposibles y reescrituras de El entierro prematuro. Todo ello a través de una secuencia de discontinuidades de perspectiva y voz que nos hunde cada vez más en el discurso alucinado del libro.
Hacer una lista de las virtudes de esta novela me ocuparía más que un simple post de este blog. Si la Guerra de Corea supone el principio del hundimiento de la identidad heroica americana y de las nociones de verdad y justicia que sostienen gran parte de los discursos institucionales de ese país (no es de extrañar que los dos grandes textos sobre la guerra de corea sean The Manchurian Candidate de John Frankenheimer y M*A*S*H de Robert Altman), Mario Cuenca trata la guerra de Corea ya no como absurdo o como guerra falsa, sino como pura sensualidad. Una estética del cuerpo y de la alucinación burroughsiana cuyos elementos centrales son la herida, el sopor de la droga –de la que la novela traza una espléndida genealogía–, la sensualidad del cuerpo (encarnada por el joven y apuesto ladrón de morfina), el horror y la belleza del agente naranja. El cuerpo es el que reina. Las alucinaciones sensoriales, desde el sueño de ser un roedor morador de madrigueras hasta la imagen de pesadilla de los chinos que los americanos matan a miles pero siguen viniendo. La guerra misma como alucinación. El parentesco con Burroughs es obvio, igual que con Poe, Baudelaire, la tradición beat y la literatura de drogas. También con la maravillosa Unlimited Dream Company de Ballard y con la redefinición post-beat de la novela bélica que ha llevado a cabo en las últimas dos décadas gente como Robert Stone y Denis Johnson. Pero como he dicho, todas estas descripciones se quedan cortas. Comprad el libro y formaros vuestra propia opinión.
En una línea mucho menos descarnada, y mucho menos sobria, pero también invocando una sensualidad en estado de trance, el relato Exhumación(Alpha Decay) de Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez construye un Madrid entre la distopía y la sátira para narrar un episodio teofánico con ecos de laPromethea de Alan Moore y de la club lit de Jeff Noon. Amanda y Djuna, amantes de apolineidad vagamente vestal, visitan el submundo de la discotecaRostro expresivo, donde los autores exploran pirotécnicamente el origen ritualístico pagano de la fiesta e invocan al mismo Mefistófeles para desvelar la teofanía que subyace al texto. Magia negra, juegos verbales, cyberpunk y un verdadero festival de alusiones son las coordenadas del debut en la narrativa de estos autores cuya brevedad hace que me dé pudor extenderme más, pero que me sume en un estado de rabia expectante por sus próximas publicaciones. Sin más, y por partida doble, enjoy!

Reseña de El ladrón de morfina, por Pablo Chul

Reseña de El ladrón de morfina, por Pablo Chul

 

Ámbito cultural

04/04/2010

El ladrón de morfina, una falsa historia sobre la guerra de Corea narrada por un autor ficticio que sólo existe en Facebook, es el arriesgado juego literario con el que Mario Cuenca Sandoval aspira a seducir a los lectores exigentes.

Una presentación nos advierte al abrir El ladrón de morfina, de Mario Cuenca Sandoval: "esta historia es una mosca en la boca de un camaleón y un camaleón en la boca de una serpiente y una serpiente en la boca de una gruta". Tomamos nota y pasamos la página, para encontrar una nueva nota introductoria que asegura que el libro es, en realidad, la traducción de "The morphine thief", de S. K. Caplan, novela atípica publicada en 1981, que Cuenca Sandoval asegura haber traducido al castellano. Y así, sospechando un juego tramado por Cide Hamete Benengeli, avanzamos hasta encontrar la primera nota al pie, que trae a Nabokov al terreno de juego. Ya no cabe duda: El ladrón de morfina, como otras novelas posmodernas, esconderá su sentido no en la historia sino en la estructura.

Así sucede. La primera parte, una narración voluntariamente confusa, casi alucinada, sin apenas referencias espaciales o temporales, presenta algunos personajes, situaciones y temas cuyo significado será más adelante desmentido o matizado. Conoceremos al Flaco Bentley y a Wilson Reyes en la guerra de Corea, conoceremos a Caplan y anotamos las pistas donde tal vez se esconda el "truco" del mago: Edgar Allan Poe, el enterramiento prematuro, la máquina de escribir Remington, la bombilla, la morfina, el fotógrafo de cristales de nieve, la fractura entre el mundo a ras de tierra y el cielo, Jericho, Colombia y la sucesión de letras Qwerty.

Pero estamos aún dentro de la boca del camaleón, y seguimos leyendo "de la mosca al camaleón y del camaleón a la serpiente", y así hasta llegar a la gruta. La segunda parte, un breve y engañoso interludio que parece sugerir que en esta novela pudiera haber algo parecido a una narración tradicional, pierde su sentido inicial a la luz de la siguiente, narrada en segunda persona a Wilson Reyes, uno de los protagonistas: "Ahora, meses después de tu llegada al continente de los cara de perro, abriste los ojos y advertiste la presencia familiar de la fiebre, su olor, su textura. Estabas solo otra vez, a solas con ella […]" Bien, nos decimos, si hay un "tú" a quien se dirige el texto, debe haber un "yo".

Lo hay, y se revelará al abrir la última caja, momento en el que, si hemos leído con atención, seremos recompensados. Sabremos quién es el narrador, cuáles son sus motivos y en qué dirección apunta el sentido último de la narración que tenemos entre manos.

El ladrón de morfina no es una novela sencilla. No lo es su técnica (heredera de Pálido fuego, que Nabokov escribió en 1962), ni lo son las ideas sobre el lenguaje, la palabra, la locura y la ficción que esconden y desvelan el significado global de la novela, en sus capítulos finales. Pero cabe preguntarse si su complejidad obedece a un deseo personal del autor de encontrar una nueva relación entre fondo y forma o si es, sin más, el peaje de los tiempos, que parece haber impuesto el "estilo posmoderno" a una parte de nuestra literatura con cincuenta años de retraso. En otras palabras, cabe preguntarse si el sentido de El ladrón de morfina es muy distinto al de La ópera flotante,de John Barth (1956) o al de las primeras líneas de El hurgón mágico, de Robert Coover (1969): "Deambulo por la isla, inventándola. Le hago un sol, y árboles -pinos y abedules y cornejos y abetos- y hago que el agua lama las guijas de sus costas abandonadas".

Fondo y forma, forma y fondo; no parece haber otro debate más profundo en la historia de la literatura. Cada autor exigente (y Mario Cuenca Sandoval lo es) determina cuál es su posición respecto a la naturaleza esencialmente lúdica de la narración, y decide si quiere mostrar el engranaje de su artificio, como hacen los posmodernos y los "posposmodernos", o si prefiere embaucar al lector contándole lo que había una vez, como hacen los realistas.

Pero eso no es lo importante, y tal vez las reflexiones sobre el alcance y la pertinencia de la forma posmoderna merezcan un debate más profundo. Cada novela, al fin y al cabo, debe defenderse a sí misma, y El ladrón de morfina puede hacerlo sin rubor. Se trata de una obra densa y ambiciosa, meditada e impecablemente construida sobre la convicción de que la literatura puede y debe ser más que entretenimiento.

 

Perú, de Gordon Lish

Perú, de Gordon Lish

(Publicado en Quimera, marzo de 2010)

Los antecedentes: Gordon Lish (Hewlett, 1934), el editor de Carver, Richard Ford o Don DeLillo, entre otros, apodado Capitán Ficción por su olfato para descubrir nuevos talentos, es conocido como el tipo que metió la tijera en los manuscritos de Carver y lubricó (¿armó?) los engranajes de su estilo desnudo y deshumanizado, un asunto que Alessandro Baricco ha investigado en Bloomington, perplejo ante la evidencia de que el Carver que todos hemos leído y admirado no es el de los manuscritos que Lish limpió, fijó y a los que dio esplendor. He ahí su secreto: para inventar a Carver, para escribir una novela tan turbadora como Perú son necesarias grandes habilidades de poda, sabia administración de lo que no se dice. Periférica -magnífica apuesta editorial- nos regalará en los próximos meses el resto de la obra novelística del Capitán Ficción. 

La pregunta: el envés de otra más conocida: «Qué clase de niño puede matar a una persona» (p. 21), una cuestión tan honda sobre la condición humana que, para abordarla, habría que mirar a los hombres con la disposición de un relojero; justo la especialidad de Carver, justo la de Lish, un crimen sobre cuyos motivos el narrador sólo se permite rememorar cierta sensación de caos, de inacabamiento, «de cosas que comienzan y que nunca serás capaz de terminar» (p. 36), una especulación sobre si el clima tuvo algo que ver con todo aquello -el crimen fue en verano-, la pesadez y el cansancio. El crimen como una circunstancia hipnótica, puro sonambulismo: «Resulta verdaderamente increíble que una persona caiga al suelo por algo que tú le acabas de hacer» (p. 171). Si existen causas y efectos, éstos poseen la misma temperatura de la hipnosis y de la poesía: «Debido a que debe haber alguna razón por la que maté a Steven Adinoff en el año 1940, en el pueblo de Woodmere, tengo que decir que, según creo, los poemas son lo más cercano a una razón (…) de por qué lo hice» (p. 146).

      Para el lector urgido por un olfato freudiano, para el rastreador de motivos inconfesados, Lish dispone un núcleo de oscuridad en el relato: la relación del narrador con su padre en la ducha, el hijo como una «dama de compañía». He aquí el principal elemento velado de la novela. Eso y el conjunto de circunstancias que suceden al asesinato, la conversación de la madre de Adinoff con el pequeño asesino. Hubo crimen, pero ¿y el castigo?

      Otros rastreadores, los de condicionamientos sociales, (las diferencias de clase entre el protagonista y los Lieblich, en cuya casa muere el invitado Steven Adinoff), también encontrarán las mimbres para urdir su interpretación. El relojero ha desmontado las piezas y las ha dispuesto sobre el tapete. La maestría de Lish: luz sobre los detalles, sobre las piezas; penumbra sobre el conjunto, sobre lo que el sentido común (adulto) supondría importante: causas, consecuencias, motivos, justicia. 

La víctima: Su nombre aparece en la dedicatoria de la novela para dotar a la narración de la textura de unas memorias, de una confesión: Steven Michael Adinoff (1934-1940), asesinado a los seis años con una azada de juguete dentro de un cajón de arena. El relato recorta la memoria, la encaja en el molde rectangular de la arena: «Lo que recuerdo es el cajón de arena, o a los que yo, siendo niño, relacionara con el cajón» (p. 19). Perú reproduce la estructura reverberante de la memoria, la confusión de las voces y los ecos. Qué sabemos de Adinoff. Poca cosa, reflejos multiplicándose en la conciencia: su labio leporino, su extraña manera de hablar, su mejilla abierta por la azada, el aire entrando por ese hueco, un ojo sin mejilla que conquista la verticalidad absoluta, hacia abajo, claro. El ojo en medio de la carne levantada, como el hueso de un melocotón. 

El asesino: Sólo en una ocasión nos revela su nombre: Gordon. «Yo era el muchacho al que le gustaban los olores» (p. 148), dice de sí. La verosimilitud, amén de a este recurso autoficcional, se fía a la pura sensorialidad, una sensorialidad simple, de los hechos simples, de los hechos atómicos, como si el narrador se propusiera pensar «sólo en términos de oír y tocar»(p. 76). Nos convence Lish; todos hemos sido niños y percibido el mundo de ese modo. En Perú todo está apuntalado con las sensaciones de un niño de seis años -y tus sentimientos a los seis años, asegura Lish, son tus sentimientos para siempre (p. 97)-: el sonido de los pantalones de pana rozándose cuando el protagonista caminaba hacia la escuela, el olor a lilas de la maestra de escuela, el de la mantequilla de cacao, la sensación de la arena dentro de las uñas. Como si el mundo sólo tuviera sentido a través de los sentidos. La infancia como una red de impresiones oblicuas, de tacto, de olores próximos. El hombre de color que lava el Buick de la familia Lieblich, con sus palmas rosadas, el modo en que levanta la esponja de la chapa del automóvil, el agua, que no dejaba de sonar mientras el protagonista asesinaba al pequeño Steven. No deja de sonar ni siquiera ahora, muchos años después. 

La poética: La idea que preside Perú es la misma que según Baricco sustenta la poética de Carver (sobreentendidas las reservas que pesen sobre su autoría): que el sufrimiento humano es insignificante. De ahí la brutalidad de la secuencia del crimen, subrayada justamente por la falta de énfasis del narrador y por la actitud de la víctima: «quizá él sólo quería observar cómo es el hecho de que te maten» (p. 38); una coreografía, la de asesino y víctima, transida de estupefacción, o de esa mezcla de familiaridad y extrañeza con que asistimos a los acontecimientos soñados. Mientras el otro niño «cava trincheras» en su rostro con una azada, Adinoff se limita a mirar, y es como si cooperara con lo que está sucediendo. Ni lamentos, ni alaridos, ni nadie que grite «¡detente!». La descripción, incluso en este episodio, se apuntala con sensaciones simples: la forma en que la azada le dobla el pelo a Steven Adinoff (p. 84), encajado en su cabeza, adherido. Es como si el horror no estuviera sucediéndole a una persona, sino a prendas de ropa (p. 90).

      La poética de Lish se parece al propio acontecimiento narrado, está  tejida del mismo estupor, la misma hipnosis. Revelación progresiva de las circunstancias del crimen a través de impresiones pequeñas. Minimalismo progresivo. Valga la pedante fórmula. En la descripción del tejado que Gordon ve en televisión muchas años después del crimen, el de una cárcel de Perú en la que unos presos se amotinan, confiesa no recordar si tenía flecos o no. Pero la diferencia es enorme, asegura. Algo tan pequeño como un fleco puede marcar la diferencia, nos dice: «Cuanto más pequeño sea, mayor puede ser la diferencia. Quizá no enseguida, pero sí si le das tiempo» (p. 204). Hay que dejar tiempo, hay que abrir puntos y aparte para que el párrafo resuene en la conciencia del lector. Maestro de los ecos, me sucede con Lish algo que muy frecuentemente se experimenta con Carver: he de levantar los ojos del papel al término de determinados párrafos, dejar que el silencio los perfeccione con su labor. La belleza glacial de los oraciones breves, de los punto y aparte. Los silencios como trampolín a la conciencia de los lectores. Creedme, asegura Gordon Lish, las palabras nunca son el fin. 

La azotea. En la tercera parte, titulada «La azotea», el relato muta en elipse, los recuerdos se arremolinan y aumenta la angustia en un torbellino de pasado y presente que arrastra las partículas de sentido. El discurso (la memoria) se dispersa y cada punto y aparte remite a un acontecimiento distinto: el asesinato de Steven Adinoff, el motín en una cárcel de Perú, la mañana en que Gordon lleva a su hijo al campamento escolar; aunque todos ellos parecen poseer una sustancia común: la estupefacción, la extrañeza de lo que le sucede a un rostro golpeado con una azada, lo que le sucede a las piernas de un preso acribillado a balazos en el tejado de una cárcel de Perú.

      La precisión de Gordon Lish, su sabiduría (mejor que su técnica) consiste en ser impreciso, oblicuo. Tomar la parte por el todo. Lish escribe con palabras que miran de reojo la sangre y el horror. Y es allí, en esa esquina del ojo, donde las imágenes, sesgadas, cobran toda su potencia emocional. Sólo desde esos ángulos puede construirse un relato tan turbador como Perú. 

Boxeo sobre hielo en el blog de Zeberio Zato

Mario Cuenca - De viaje por la utopía

"Manifiesto psiconauta


Nosotros, los viajeros lisergicos, invitamos a toda la humanidad a trepar hasta estados mas elevados de conciencia. La psicologia y la psiquiatria de nuestro tiempo han demostrado su inutilidad absoluta en el logro de la realizacion humana, que no es otra cosa que el ejercicio de ser feliz. Estas ciencias han fracasado en la consecucion de tal meta, la felicidad, por cuanto han fracasado en el proyecto de urbanizacion de la mente. Las regiones inconscientes siguen trabajando, por lo general, en contra del hombre, dado que es en ellas que se almacenan los terrores primarios del individuo, sus angustias, sus traumas y frustraciones. La experiencia del acido lisergico pone a trabajar el inconsciente al servicio de la felicidad.

Nosotros, los viajeros lisergicos, creemos que la perfecta unidad del mundo, la vivacidad de sus colores y formas, la coherencia y ajuste de todos los seres en un mismo ser solo son experimentables con la ayuda del acido. Solo el acido muestra el autentico ser de las cosas. Al llamar droga alucinogena al LSD-25 se incurre en el malintencionado error de asociarlo con el delirio, el disparate y la perdida del juicio. Nosotros preferimos calificarlo como droga visionaria. Las drogas visionarias, a diferencia de otras, cuidan de nosotros y nos respetan. Han venido para expandir nuestras potencialidades, no para enterrarnos bajo ellas.

Por estos y otros motivos, nosotros, los viajeros lisergicos, creemos en un orden politico mundial basado en la experiencia individual de liberacion de la conciencia, un orden geopolitico de naturaleza lisergica, en el que los odios enquistados, las historicas rivalidades nacionales y los encontronazos directos e indirectos entre los dos bloques politicos en que se divide el orbe caeran a los pies de la droga como cosas sin importancia, como parasitos desprendidos de un tejido, ahora saneado y reluciente, al que llamaremos orgullosamente EL MUNDO. La Revolucion, pues, debe comenzar por el individuo y sus facultades psiquicas.

Nosotros, los viajeros lisergicos, rendimos servicio al socialismo real, por cuanto proponemos un orden no fundamentado en la productividad ciega a la que obliga el capital, sino en la igual disolucion de todos los individuos en lo Uno, poniendo nuestros conocimientos al servicio de la noble causa de la Ilustracion. Somos, pues, Ilustrados, en la medida en que no abogamos por un regreso a un orden prelogico o salvaje, sino a la comunion perdida de todas las facultades humanas, dispuestas al servicio del Bien comun.

Madrid, diciembre de 1970"
Boxeo sobre hielo (2007)
Mario Cuenca Sandoval

Esta ida de olla sin tildes que aparece en mitad de Boxeo sobre hieloilustra tiempos mejores. Aquellos en que, a finales de los sesenta, la juventud pretendía cambiar el mundo mediante unos ideales en que pasaban a segundo plano la responsabilidad y el trabajo, y ascendían hasta la cúspide las ambiciones estéticas o hedonistas. Como si hubieran vuelto Oscar Wilde y sus amigos, pero sin conciencia de clase: todo para todos. Quizás esta revolución que plantea el manifiesto se acerca más a los banquetes y orgías que se hacían en los últimos años del Imperio Romano. Crear un manifiesto que diera las claves de esta revolución mundial era necesario, más en la España de esos años, donde eran cuatro gatos los que tenían ideas que fueran más allá de la simple supervivencia.

Pero la de Mario Cuenca no es una novela sobre drogas; no sólo sobre drogas, quiero decir. Tampoco trata sobre viajes, aunque los hay; ni sobre filosofía, que también; ni de idealismos, o de sueños rotos o de grandes proyectos, y mucho menos sobre boxeo. Boxeo sobre hielotrata sobre una búsqueda, la investigación de alguien que quiere reconstruir la vida de su padre, el Loco Larretxi, el boxeador que da título a la novela. El hijo del loco se embarcará en un viaje en el que se encontrará con todos los temores que empujaron al Loco, a Margot y a otros compañeros a huir hacia adelante, sin rumbo fijo. Buscaban una utopía que creían que podría restituir todos sus sueños rotos.

Aquel campeonato mundial de boxeo que el Loco Larretxi perdió en Oslo es el punto en el que comienzan todos los fracasos que ilustra esta novela. Pero este enunciado nos puede llevar a error. No esperemos una novela realista. Mario Cuenca se mueve en un terreno indeterminado entre la realidad de un pasado conocido -la reconstrucción de una época de gran interés antropológico-, el simbolismo de sus motivos -el boxeo, en sí mismo, es utilizado sólo como herramienta estética, como afirmó el propio Cuenca, y no porque se pretenda hacer una radiografía del panorama pugilístico español de la época-, la metáfora con los viajes de los más grandes exploradores -la aventura de Heyerdahl aparece relatada una y otra vez-, y una ecléctica y posmoderna base documental que hace referencia a figuras tan distantes como David Bowie, Nietzsche, Bradbury, Trotski, Céline o Le Corbusier, por citar sólo algunas pocas. Como dijo un librero de Pamplona cuando fui a comprar el libro,Boxeo sobre hielo es una novela que "tiene peso".

Pero no nos imaginemos un collage snob lleno de referencias, al estiloNocilla Dream -libro que nunca he podido terminar-, o una alegoría imposible de comprender para los amantes de la ficción. Mario Cuenca es capaz de engancharnos y emocionarnos a través de una historia en la que engarza con precisión un gran número de elementos. Presenta una novela que en ningún momento parece una ópera prima, por la sencillez y la resolución con que plantea los dilemas. 

Esta novela es una de las que cambió mi forma de leer literatura contemporánea, que me permitió ir un paso más allá de los clásicos. Como rito iniciático, para los que quieran empezar a conocer la novelística española actual, la que pretende avanzar sobre la tradición y lucha por descubrir nuevas vías en la creación literaria, Boxeo sobre hielo es una novela ideal. Para los que quieran pasar un buen rato y sumergirse en la lectura de una historia que engancha de principio a final, también.

Tuvimos la suerte de recibir a Mario Cuenca hace dos años en el taller de literatura del que he hablado más de una vez. Dentro de un par de semanas volverá a Pamplona y yo iré de nuevo a escucharle. Sé que ha vuelto a escribir, y he oído de fuentes bien informadas que su nueva novela es "buenísima" (sic). Daré cuenta de la visita en cuanto haya sucedido, y de la novela que nos espera en cuanto le eche mano en la librería.

¿una nueva poesía social?

¿una nueva poesía social?

En la revista Ágora escribe Juan de Dios García: "No puede evitar Mario Cuenca Sandoval (Barcelona, 1975, residente en Córdoba) que su dedicación a la enseñanza de la Filosofía se filtre en sus obras de creación. Así, El libro de los hundidos se abre con una cita de Spinosa y se cierra con un poema en el que uno de sus dos protagonistas evoca a Epicuro. También se salpican citas de poetas muy respetados y admirados por los filósofos, tales como Rilke, Alejandra Pizarnik o Roberto Juarroz. Estas referencias culturales, sin embargo, no son más que una dosis mínima, el aliño de la sapiencia en forma de grito que encierran poemas como "Autopsia de Beatriz", "Lanzador de cuchillos" o "Los púgiles".

Funcionamos a golpe de prejuicio. De este modo, si ojeásemos sólo el título de algunos poemas, al lector cultivado le atraviesa de inmediato la etiqueta de 
poesía social, tan rancia, tan utilizada y tan malinterpretada por los estetas de este país debido a las condiciones políticohistóricas de los últimos 70 años. Ejemplos: "Tsunami", "La fábrica" o "Fábula sobre el orden mundial". Su poesía mira de forma diferente a la de nombres como Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Agustín Guytisolo o José María Valverde. Es una mirada amarga, en ningún momento tierna. Su lírica indaga, a través de la reflexión y la intuición, en los aspectos más secretos del dolor. Podemos apreciar perfectamente esto en poemas tan distintos como "Chile" o "El derrotado". Desconozco si Cuenca Sandoval ha leído con fruición la obra de esta nómina del compromiso en verso español, pero me temo que, por su edad y por la generación literaria a la que pertenece- Nocilla o Afterpop son las etiquetas que se barajan- sus referentes de transgresión apuntan a otros autores de tradición anglosajona ("Bukowski en los grandes almacenes") o procedentes del mundo cinematográfico: Clint Easwood, Terry George, etc.

El libro está dividido en cuatro partes: la primera toma como punto de partida el maremoto que en diciembre de 2004 arrasó el sudeste asiático; las tres restantes son tres lecciones de los hundidos. El autor, a su modo, les brinda un homenaje continuo en la primera y segunda lección, pero la tercera lección, el final del poemario, es una página en blanco, o sea, la interpretación más libre y coherente después de una desgracia de estas dimensiones. ¿La lucidez del perdedor? ¿Un escupitajo a la retórica de la belleza?

Se trata, por lo general, de poemas con un carácter narrativo, sin signos de puntuación (el autor declara en una entrevista que así las palabras quedan como suspendidas en el aire), con episodios sontenidos por el hilo argumental del luto y la esperanza "dejando en nuestras bocas un dolor de metal". El 
tsunami de nuestra existencia posee una fuerza todopoderosa frente a la que no hay resistencia posible, ¿o sí? Sorprende en esta escritura su ausencia absoluta de barroquismo, de hermético simbolismo, de pedantería floral, de ganas de provocar con piruetas al que lee. Lo que nos comunica esta voz desnuda de imposturas es verdad enferma de escepticismo. Aquí no hay palabras grandilocuentes, aquí la metáfora es un puñetazo en verso para militar no en política sino en vida. En una propuesta definida, con una opción estética afilada, hasta los cantos amorosos se entonan a modo de cantos guerreros ("Morder te va a salir muy caro", "amor en sepultura", "tu forma de repudiar mis manos"). Se canta al no, al final del amor, porque al sí, ¿para qué vamos a cantarle? Realmente, el amor no necesita a la poesía.

Y depués, tras una lectura atenta de 
El libro de los hundios, ese mismo modelo de lector cultivado que imaginábamos al inicio de este artículo se pregunta otra vez: ¿está escribiendo Mario Cuenca Sandoval una nueva poesía social?"

guerra del fin del sueño, reseña de Gómez Toré

guerra del fin del sueño, reseña de Gómez Toré

Si, para hablar de este libro de Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), recurriéramos a las habituales etiquetas críticas, podríamos decir que en este poemario tienden a fundirse la poesía existencial y la poesía social. Sin embargo, como nos recuerda Enrique Falcón, en sus Cuatro tesis de mayo (incluidas en su reciente antología Para un tiempo herido), tal vez ello no sea sino una forma de ahondar la separación entre lo público y lo privado que forma parte del discurso dominante. En el prólogo, Juan Bonilla afirma que "La poesía de Mario Cuenca Sandoval, como toda poesía verdadera, nace de una auténtica perplejidad". En efecto, una misma perplejidad muestra el yo lírico ante una existencia en la que el dolor parece ser "el centro del mundo" y ante la "hipnótica/sociedad del terror y del consumo". Ya poema que abre el libro, el espléndido "Otros", nos sitúa ante la certeza de una incómoda herencia compartida, la hermandad en el dolor que quizá sea uno de los elementos determinantes de nuestra condición humana. De ahí que la abundancia de nombres propios (Nietzsche, Borges, Benjamin, Carver...), completada por un curioso "Índice onomástico", no responda a un juego erudito sino a la certeza de que la historia es una suma común, un movimiento colectivo pero impulsado por individualidades (sin necesidad de señalar ninguna influencia directa sino únicamente a modo de analogía, podríamos decir que el uso de los nombres propios está más cerca del último José Hierro que del culturalismo inicial de los novísimos). Desde esta perspectiva, la herencia cultural no conforma un mundo aparte de la vida sino que se nos muestra como el diálogo (tantas veces monólogo, tanas veces roto) entre voces que todavía forman parte de nosotros.
El poeta, que sabe ser directo cuando es necesario pero que no rehúye tampoco la imagen de poderosa resonancia simbólica, nos acerca a una realidad sobre la que parece pesar la amenaza de una violencia constante, sólo a ratos visible. Parece que estuviéramos siempre en medio de una guerra que no sabemos cuándo comenzó y, por consiguiente, tampoco sabemos cuándo terminará (una guerra que cabe entender tanto en sentido literal como simbólico y a la que hace referencia el enigmático título del poemario). En ocasiones, en poemas como "Consumo" o "Kabul" (cuyo arranque no puede ser más prometedor y que contiene, por otra parte, pasajes memorables), se cae en un subrayado excesivo, como si el poeta necesitara destacar con lente de aumento lo que su poesía ya nos muestra con expresividad suficiente cuando no incurre en la tentación de explicarse a sí misma. Sin embargo, las más de las veces, nos encontramos con una voz que, aun cuando se tiñe de desazón o de rabia, es capaz de encontrar el difícil equilibrio entre lo que debe decirse y lo que debe callarse en cada poema (equilibrio difícil porque no hay ninguna ley escrita al respecto, porque cada poema crea su propia y precaria ley).
Poemas como "Oportunidades", "Minima moralia", "El dolor", "Fin del tiempo reglamentario"... dan cuenta del buen hacer del poeta. A Mario Cuenca Sandoval hay que agradecerle, además, su honestidad para mirar de frente un mundo en el que existe la belleza pero también el crimen. Como dicen estos versos de "Francotirador", "en Gaza y en Bagdad" y en tantos otros lugares del planeta, parece que "la vida es una copia barata de la vida". En sus mejores poemas, puede aplicarse al poeta lo que dice él mismo del gran Carver: "Llueve en la calle y leo a Raymond Carver/ Se está bien en sus versos a pesar del dolor".
En
Pata de gallo, diciembre 2008.

Boxeo sobre hielo en Babelia

Boxeo sobre hielo en Babelia

Con este singular título, tan contradictorio y falto de realismo, publica el poeta nacido en Cataluña y residente en Andalucía Mario Cuenca (Sabadell, 1975) su primera novela, una obra muy apreciable y distinguida cuyos presupuestos estéticos pueden considerarse similares a ese conjunto de escritores a los que se ha dado el nombre de "generación nocilla", con autores como Fernández Mallo o Javier Calvo como elementos destacados. Cuenca es uno de los autores antologados en un libro consagrado al grupo, Mutantes, publicado también por Berenice. La narración se ordena en breves capítulos numerados que junto a los elementos narrativos presentan variados comentarios sobre la vida cotidiana, conflictos psicológicos y asuntos filosóficos. Uno de sus méritos principales es la perspectiva desde la que nos habla el narrador, el cual, si bien permanece indefinido en el primer tercio de la obra, después se manifiesta con explicitud. Quien habla es el hijo de los protagonistas, la extraña pareja constituida por un boxeador que va a luchar por el título europeo y una concertista de piano. Y el objetivo del narrador es hallar a la madre desaparecida y recuperar a un padre ausente. Un tema recurrente que hemos visto en novelas recientes: los hijos perdidos de los años psicodélicos, los sesenta y setenta del pasado siglo. Además, estos sucesos vienen hermoseados por el lenguaje bello y preciso del autor: epifanías líricas como las que muestran la presencia del ácido lisérgico, viñetas sorprendentes como la que describe a Harold Lloyd, el hombre mosca, o esa larga y extraordinaria secuencia en la que ñs Tierra de la Reina Maud en la Antártida y la expedición de Amundsen se convierten en el emblema de la precariedad y el heroísmo de la vida humana." (Lluís Satorras)

el filósofo del ring

el filósofo del ring

Boxeo sobre hielo según Toni Montesinos, en el número de septiembre de la revista Mercurio:

"Entre la oleada de conservadurismo narrativo a la que los jóvenes no son ajenos –sobre todo si disfrutan (padecen en última instancia a efectos de descenso literario) de éxito editorial–, y las propuestas más dadas al experimentalismo o al collage estético, hay una literatura renovadora con bases perfectamente estables. Es el caso de la primera y espléndida novela de Mario Cuenca Sandoval (1975); novela total en cuanto a que presenta tiempos y espacios diversos, un protagonista, el boxeador Larretxi, al que apodan El Loco, y su hijo –fusión de puntos de vista que se complementan hasta confundirse–, desde una disposición textual fragmentaria muy bien entendida a partir de breves capítulos numerados. Libro al fin que coquetea con lo ensayístico y lo humorístico a la vez, con lo filosófico mezclado con lo ordinario, con referencias artísticas universales mientras las fauces de la memoria de los personajes se abren paso hasta ofrecer el pasado común de varias generaciones de españoles.

Ya desde el impactante inicio, que se irá comprendiendo a medida que avancemos en la lectura, con una retahíla de henombres propios que guarda, en realidad, el espíritu del relato al asumir que uno es lo que lee y observa, lo que recuerda y desea, lo que es y no es –«Me llamo Mikel Larretxi Gris Vigeland Barthes (...)»–, y aún antes, desde la cita inicial de Schopenhauer, que el autor rescató de un curiosísimo lugar, Boxeo sobre hielo constituye una narración maravillosamente atípica. Se trata de un relato sobre quién fue Larretxi y su mujer Margot; sobre cómo el hijo en común se pregunta por sus padres; sobre cómo se ven en el filo de la locura y, al mismo tiempo, siguen su instinto sentimental para, a veces mediante la vida de los demás, reencontrarse consigo mismos."

La novela collage

La novela collage

Crítica de Boxeo sobre hielo en La Opinión de Málaga. La firma Guillermo Busutil.

"En 1986 Milan Kundera afirmó que la novela ya no podía vivir en paz con el espíritu de nuestro tiempo. Era necesario entonces indagar otros caminos que impidiesen la defunción de la novela. Esa preocupación ha alimentado siempre la literatura, dando lugar a experimentos sucesivos que han facilitado la evolución y la riqueza del viejo género.  Hagamos un alto y, aunque no se lleve hoy día, mírenos hacia el pasado. Cervantes inauguró con El Quijote la novela moderna. Posteriormente, Magny incorpora la mirada cinematográfica al cine, Proust, Joyce y Kafka, investigan nuevas fórmulas, como el monólogo interior entre otros descubrimientos, Dos Passos emplea los noticieros norteamericanos, Durrell  incorpora la visión estereoscópica en su Cuarteto de Alejandría y, algo más tarde, aparecen en España Tiempo de silencio, La Colmena, Señas de identidad o El Jarama, que dejan atrás el realismo galdosiano, excelente por otra parte, y se adentran en un nuevo sendero. También en Francia aparecen Robbe-Grillet, Perec, Queneau, decididos a contar de otra manera esa exploración de lo que es la vida humana en la trampa en la que se ha convertido el mundo, como dice un personaje de Kundera en La Insoportable levedad del ser. Y más recientemente debemos recordar a Ríos y su célebre Larva.

Desde entonces la narrativa se divide entre quiénes practican el bestsellerismo al uso (la novela negra, la histórica o la guerra civil), los que optan por la fórmula más transgresora y los que prefieren contar bien una buena historia original. Como en botica, el lector encontrará de todo: imposturas, aciertos, artificio, sorpresas, poses, talento, etc.  Pero lo importante es encontrar escritores que sepan conjugarlo todo. Es decir, que indaguen arriesguen y cuenten bien.  Una de esas excepciones actuales y a tener en cuenta es Mario Cuenca Sandoval, autor de la novela Boxeo sobre hielo (Berenice) donde entrelaza la historia de un boxeador, a punto de pelear por el Título Mundial, con la de un estudioso de la poesía oral, un viajero, un escalador y la de su propio hijo. Cada uno de ellos simboliza un antihéroe al que el narrador le sigue la pista, a la vez que los utiliza para tramar un curioso retrato de la derrota, del mundo globalizado, del enigma del yo y del ser humano como problema. 

BOXEO SOBRE HIELO 

La historia del Loco Larretxi, de su esposa Margot, cantante analfabeta musical, y de su hijo Mikel que escribe una guía para odiar algunas ciudades de Europa, es el eje de esta interesante y sorprendente novela collage. En sus páginas, Mario Cuenca entrecruza la filosofía, la novela, la psiquiatría y el relato (ya que las historias de algunos personajes funcionan bien como pequeñas piezas autónomas) para componer sin fisuras una polifónica narración omnívora que se alimenta de todo: las drogas, la psicodelia, el cine porno, la amistad, el miedo, la poesía, los saltos en el tiempo, el viaje, la antropología, la historia de Amumdsen y la conquista del Polo Sur y las alternancias de las voces narrativas, por citar algunos de los temas que utiliza el autor como afluentes del río narrativo principal. Todo ello tramado con un humor inteligente y ácido en ocasiones, con buen ritmo y un formidable elenco de personajes como Larretxi, Parry, Heyerdahl, Farré y Mikel entre otros que en ocasiones asemejan el alter ego o el reflejo distorsionado de los diferentes protagonistas de esta novela que no necesita de los artificios de la postmodernidad para ser innovadora. Y es que Boxeo sobre hielo es un curioso viaje visible e invisible por los rostros de la derrota, el idealismo, la obsesión, la rebeldía, el dolor, la libertad y las relaciones humanas, al mismo tiempo que indaga sobre los diferentes estados de la conciencia y la nueva concepción del mundo."

reseña

reseña Reseña de Boxeo sobre hielo en El Cultural, de El Mundo. La firma Care Santos.

el libro de los hundidos

el libro de los hundidos Reseña de El libro de los hundidos en El Cultural, suplemento del diario El Mundo. La firma Saénz de Zaitegui. Cuelgo también el enlace a la contracrítica, la crítica a esta reseña, que firma bajo pseudónimo Addison de Witt; una curiosa (y por otra parte necesaria) iniciativa de un grupo anónimo de poetas y críticos agrupados en torno al blog http://criticadepoesia.blogspot.com/; la crítica de la crítica, el libro desde varias perspectivas.

en los medios

en los medios

La presentación de El libro de los hundidos se aplaza al 15 de marzo a las 20:30 en la Biblioteca Municipal de Aguilar, pueblo natal de Vicente Núñez. Cuelgo los enlaces a varias reseñas en los medios: El mundo, artículo de Juan Bonilla; Poesía digital, reseña de Elena Medel; La nueva España, reseña de José Luis Argüelles.

Bajo una luz marina, de Raymond Carver

Bajo una luz marina, de Raymond Carver

Raymond Carver (1939-1988) es considerado uno de los grandes maestros  contemporáneos del cuento, es decir, del más exigente de los géneros. Y lo es por su voluntad de precisión, por esa aparente sencillez que sólo se puede extraer de las horas frente al papel, como una piedra preciosa. "Minimalismo" llamó la crítica a este modo sutil y despojado de narrar, en que se opta por la sugerencia, por la suspensión de juicio y por la extrañeza ante la realidad cotidiana.
También el Carver poeta levanta, empleando un lenguaje en apariencia prosaico, ese mismo extrañamiento ante lo cotidiano y nos regala una obra poética que se alimenta de la misma filosofía, en algún punto próxima (por extraño que pueda parecer) a la de aquel Machado que exigía distinguir "las voces de los ecos". No en balde, Carver le dedica el poema "Ondas de radio", de cuya lectura sólo puede extraerse la conclusión de que ambos hubieran sido buenos amigos si hubieran coincidido en el espacio y el tiempo: "Todo es perfecto, Machado está aquí."
Bajo una luz marina, la primera antología de su obra publicada fuera de los Estados Unidos, esgrime esa misma voluntad milimétrica, en apariencia descuidada y banal, del Carver narrador. Sólo que en ella un aliento autobiográfico alcanza nuestra nuca y añade a la lectura el aroma del alcohol y el desengaño, de los hijos a los que no se ha sabido educar (Hija, no puedes beber./ Te matará. Como hizo con tu madre y conmigo.), aunque también breves apuntes de reconciliación con la vida y con la propia actividad poética: "(El cuervo) Estuvo posando allí en la rama durante unos cuantos minutos./ Luego alzó el vuelo y desapareció bellamente/ de mi vida".
Los personajes de Carver afrontan sus sencillas metas y frustraciones, sus tragedias de corto recorrido, en medio de una atmósfera de inquietud y provisionalidad. El mundo es inestable. Incluso en un banquete de boda puede aparecer un cuchillo. La cotidianidad siempre lleva dentro de sí la posibilidad de la tragedia: "(mi padre) Murió justo después de decir: 'Lleva esto/ a la cocina, hijo'./ La palabra hijo saliendo de sus labios./ Colgando en el aire para que todos la oigan.".
Maestro de la distancia corta, Carver no gustará, sobre todo, a quienes se dejan embaucar por fuegos de artificio.