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mario cuenca sandoval

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El ladrón de morfina, en el blog de Mundodona

El ladrón de morfina, en el blog de Mundodona

(Reseña en el blog de libros El mundo según yo)

Esta, digámoslo ya, es una excelente novela bélica, una excelente novela sin distinción de género. Pareciera que el posmoderno juego de autoría que recorre el libro fuera literal porque realmente pareciera obra de un autor americano y no español. En España, con una guerra tan espantosa como la civil, nunca hemos cultivado el subgénero bélico, en realidad ningún subgénero con demasiada eficacia. ¿existía antes de ésta alguna novela decente bélica? Pero es que además y a riesgo de ser considerado apátrida esta novela es tan buena que no pareciera española. Sí, hay buenos autores en nuestro país, pero grandes grandes se cuentan con los dedos de una mano, y aquí estamos ante algo grande. Mario Cuenca Sandoval, integrante de segunda fila de la llamada generación nocilla (lo de segunda tiene que ver con la aparente fama) presentó, esta, su segunda novela hace cuatro años, un delirio hermosísimo lleno de bellas y terribles imágenes en torno a la figura de un soldado, mitad ángel mitad humano inmerso en la barbarie de la guerra de Corea. Una guerra que por supuesto podría ser cualquier guerra. Novela lírica, por momentos pareciera un largo poema en prosa donde la acción que es reducida se ve salpicada por hermosísimas imágenes que se abren con la del paracaidista descendienco a los infiernos selváticos con su biblia personal, los cuentos completos de Poe. Hay otros homenajes literarios además de éste, desde Conrad a García Márquez, pues su Wilson Reyes pareciera salido de una de las aldeas del realismo mágico. Pero por encima de los guiños, de los juegos, está la personalísima voz del autor, una voz poderosa y sobre todo derrochadora de belleza. Mientras la mayoría de autores son capaces de escribir cuentos, incluso novelas, en torno a una imagen, a una reflexión, en la prosa de Sandoval, las imágenes se empujan y se regalan al lector de un modo tan generoso y rico que por momentos no podemos sino sentirnos deslumbrados ante el gozo extático de una literatura tan rica. A pesar de todas las cosas tan terribles que se cuentan, como no puede ser de otro modo en una obra del género, la voz poética siempre se encuentra en las alturas, como uno de esos ángeles de Rilke y nunca se entrega al gusto por lo burdo ni por lo grotesco como hace en ocasiones la mala literatura, el mal arte, con tal de alarmar, de impresionar, de magníficar el horror tratando de conseguir la relevancia a través de la exageración o del feísmo. En Cuenca las cosas son fascinantes, simplemente, aunque sean terribles no se pierde ese halo de misterio o de mirada virgen. Esperaba cosas buenas de este libro y de este autor por la fuente de la recomendación, pero mis expectativas se han visto superadas. Pronto escribiré otras entradas sobre este interesante autor, porque éste es el comienzo de una nueva amistad.
http://mundodena.blogspot.com.es/2014/08/el-ladron-de-morfina-cuenca-sandoval.html

El cielo de Lima, de Juan Gómez Bárcena

El cielo de Lima, de Juan Gómez Bárcena Reseña publicada en Diario Córdoba, Cuadernos del Sur, 15/11/2014
'El cielo de Lima'. Autor: Juan Gómez Bárcena. Editorial: Salto de Página. Madrid, 2014

En 1904, dos jóvenes poetas limeños remitieron a Juan Ramón Jiménez la carta de una fantasmagórica admiradora llamada Georgina Hübner. La tal Georgina nunca existió, la crearon los dos muchachos en una buhardilla, en "un parto lleno de palabras y de risas" (p. 34), con el propósito de conseguir ejemplares autografiados del entonces joven autor de Arias tristes . Esta broma es el pretexto de El cielo de Lima , primera novela del cántabro Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984), que ya había mostrado sus armas en el volumen de relatos Los que duermen (Salto de Página, 2012), y que ahora nos regala esta bella recreación, sostenida sobre un firme andamiaje de recursos y una deliciosa ironía. Gómez Bárcena se recrea en el periplo de esa primera carta hasta llegar a manos del poeta de Moguer, y en las chanzas que por cuenta del futuro premio Nobel se harán los constructores de la musa apócrifa, una mujer cuya vida "está hecha a partir de la única sustancia de las palabras" (p. 182). Por un tiempo, los jóvenes poetas tratarán de extender la broma a otras celebridades literarias, pero ni Galdós, ni Rubén Darío, ni Emilia Pardo Bazán, ni Echegaray ni Yeats se revelan tan corteses como Juan Ramón, con quien establecerán una relación epistolar en un ir y venir de cartas perfumadas que, de una a otra orilla del Atlántico, serán roídas por los ratas.

Muy pronto la gamberrada deviene proyecto literario, e incluso un programa de aprendizaje sobre el significado del amor como quimera y sobre la propia voluntad de escribir, cuyo objetivo será la creación de una musa, que el poeta pique el anzuelo y se enamore de una mujer a la que jamás ha visto, es decir, de un ideal. Lo más irónico es que esta temblorosa proyección oscila a su vez bajo la distinta de sus dos creadores, esos dos jóvenes limeños, que quieren convertirse en poetas, y que sospechan que no podrán escribir versos memorables si no padecen experiencias auténticas como las vividas por Juan Ramón, con sus ingresos en sanatorios mentales y sus tormentosos líos de faldas. En tanto que herederos de familias adineradas --uno de vieja alcurnia y el otro de dinero joven--, están convencidos de que cuanto les falta para ser grandes poetas es viajar a Europa y amar y ser allí profundamente desdichados. En esto se subraya también la ingenuidad de Carlos y José --poetas inéditos, desde luego--, que asumen prejuiciosamente ese sustrato romántico que el ideario modernista cobijó y prolongó varias décadas más allá del programa del romanticismo: el presupuesto de que es el sentimiento el combustible de la palabra, cuando, como les muestra el licenciado don Cristóbal, escribidor de cartas, es la palabra la que genera el sentimiento, la que construye el objeto del amor y, con él, el objeto de la desgracia amorosa. Recordemos que, como aseguraba Barthes, el amor es un discurso, "y si no se escribe en la cabeza, o en el papel, o donde sea, no existe" (p. 141), como nos confirma don Cristóbal.

A varias alturas de la narración, el lector podría sentir que la anécdota se estira en exceso (300 pp.). Pero cada vez que crea reconocer señales de ese agotamiento, el novelista, siguiendo los consejos del apócrifo manual para escribir una novela de Johanes Schneider, introducirá un punto de giro que proyectará la narración hacia otro territorio. Así sucede con el estallido de la huelga obrera (pp. 123 y ss.), y con otras vueltas de tuerca que no sería cortés revelar aquí, de tal modo que el juego metaliterario nos permitirá asistir al nacimiento de una novela dentro de la novela, en estricta observancia de las reglas canónicas del apócrifo Schneider, además de al nacimiento de una elegía, titulada justamente El cielo de Lima , la que Juan Ramón dedicó a la joven Georgina en su poemario de 1913 Laberinto y que rubricará la definitiva victoria de Carlos y José. Amable y lúcida, trufada de momentos de conmovedor lirismo, como esa dura secuencia de la iniciación sexual de Carlos con una prostituta de trece años, El cielo de lima destila un profundo amor por la literatura, que, como todo amor profundo, ni es ciego ni está exento de crítica, de ironía y de ternura hacia los jóvenes poetas y aún hacia el desdichado Juan Ramón, eterno ausente y presente en esta bella fábula.

Joyce Mansour, Islas flotantes

Joyce Mansour, Islas flotantes

(Reseña publicada en Culturamas y La tormenta en un vaso)

 

Islas flotantes. Joyce Mansour. Traducción y postfacio de Antonio Ansón. Periférica, 2012, 114 páginas.

Hay narraciones que fluyen como un delirio consistente y sostenido en el tiempo, auténticas mareas de imágenes cuya espuma se prolonga mucho más allá del punto y final. Islas flotantes, editada por primera vez en España, es un ejemplar impecable de esta concepción de la novela, o de algo que va más allá de la novela, un dispositivo inclasificable de la inclasificable Joyce Mansour, nacida en Inglaterra en 1928 aunque procedente de una familia sefardita de El Cairo, para rizar aún más el rizo de su identidad étnica, escritora en lengua francesa, fallecida en París en 1986.

Pese a su integración en la corte de los surrealistas franceses de Breton, Joyce Mansour, de quien solo habíamos leído en castellano tres poemarios reunidos por Igitur, Gritos, Desgarraduras y Rapaces (2009), no puede ser tomada por una escritora surrealista pese a que el humus de que se alimenta su obra sea el mismo: las disquisiciones ero-tanáticas que fascinaron a los surrealistas de su generación, aunque apuntaladas sobre el análisis del vínculo entre sexualidad y muerte que Bataille estableció en su clásico de 1957 El erotismo, en cuyas primeras páginas el pensador de Billom ponía en valor esta cita de Sade: «No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina».

Como acertadamente nos recuerda Antonio Ansón en su postfacio -merece la pena celebrar, de paso, la musicalidad y fluidez de la traducción-, cada época ha tenido su enfermedad, y cada enfermedad sus escritores (p. 114). Sus circunstancias vitales explican que Joyce Mansour, cuyo primer esposo falleció víctima del cáncer, dedicara sus Islas flotantes, segunda parte del díptico Histoires nocives de 1973, a la gran enfermedad contemporánea -«El cáncer está sujeto a la pesadilla por unas tenazas de cangrejo: (…) es, indudablemente, el hijo de la pesadilla, no el padre» (p. 90)-, desplegando una alucinada y onírica peripecia en un hospital de Ginebra que se convierte en una vorágine de sexo y escatología, todo ello envuelto en un lirismo que hurga en la carne y en el grotesco amontonamiento de los cuerpos.

Servida como un conjunto de asociaciones libres e imágenes de gran ferocidad que parecen talladas con las herramientas de la fiebre, Islas flotantes arranca con la visita de la protagonista a la clínica donde agoniza su padre y desemboca, por un túnel delirante de orina, heces y fluido seminal, en su propio ingreso hospitalario, dejando al lector con «la clara impresión de haber ascendido un escalón en el camino hacia la lucidez: el del asco» (p. 87). El conjunto compone un lienzo orgánico en que la sexualidad aparece como el último y paradójico hilo que comunica a los pacientes con la vida.

Los pacientes aparecen ordenados en varias categorías zoológicas, o incluso botánicas, entre las que descata la categoría de los «grandes enfermos», tendidos en sus camas, que un día serán trasladados a la Morgue, sobre los que la autora se pregunta «si son cuerpos del reino animal o del reino vegetal» (p. 43). Pero también están los que aún caminan, siempre con su miembro fuera de la bragueta, dispuestos a hacer el amor hasta las inmediaciones de la muerte. Los pacientes son islas preocupadas por su propio alivio en medio de la aflicción, cada enfermedad es una isla, y en cuanto a los médicos, a los que Mansour compara con tenistas profesionales, tan saludables y enérgicos, estos, «al igual que los dioses, no se compadecen de los soñadores» (p. 102).

En conjunto, la caracterización del centro médico como una enorme trituradora de miembros y órganos recuerda a la dantesca imagen que de los grandes centros de exclusión nos ofreciera Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, los sifilocomios y las leproserías, depósitos de alienados en observación que obligan al interno a renunciar a su trato con el mundo, a des-prenderse (p. 65), único estado en que puede asumirse el ideal ascético, «la famosa renuncia a sí mismo prescrita con mayor o menor claridad por todas las religiones» (p. 65).

En resumen: un relato perturbador, de enorme tensión lírica, que nos confronta con la pregunta de cuáles son los últimos hilos que unen el cuerpo medicalizado con la vida. Sea bienvenida la narrativa de Joyce Mansour al ecosistema de nuestra lengua.

Medusa, de Ricardo Menéndez Salmón

Medusa, de Ricardo Menéndez Salmón

Reseña publicada en El Cuaderno, La Voz de Asturias, nº38, 2ª quincena de noviembre de 2012)

 

El mal y la belleza. ¿Existe algún otro tema más perturbador que la naturaleza del mal, más impenetrable? El mal y por supuesto la belleza, su única redención posible según el célebre aserto de Dostoievski. Estos son los dos asuntos sobre los que ha pibotado la obra reciente de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971). Tal vez no haya abismos mayores y todo lo demás sean habladurías, en el sentido que le concedía Heidegger a esta fórmula: un habla que no revela nada, que incluso demora la aparición de las auténticas preguntas. La feliz confluencia de ambos motivos en Medusa discurre por el cauce de un poderoso híbrido de narración y ensayo que parece anhelar para el pensamiento discursivo la vivacidad de la ficción, y, para la ficción, la elocuencia del discurso ensayístico, voluntad que se anuncia desde el propio arranque, cuando se nos presentan los arcanos de la Historia y el Mito: la Historia, que querría la donación de sentido que provee el Mito; y el Mito, que querría a su vez la inteligibilidad de la Historia.

Safranski ha declarado que “la literatura es una manera de pensar menos reglamentada que las demás disciplinas, por eso tiene una relación muy estrecha con los abismos del ser humano”. No creo que ningún coetáneo de Mendénez Salmón haya fondeado con tanto rigor y hondura en tales abismos, dispensando a cada línea, además, el mimo de aquel Baruch Spinoza, tallador de lentes -Baruch, no en vano, es el nombre de pila de uno de los personajes de Medusa-, que investigó la simetría entre el orden de las ideas y de las cosas. Al aproximarse al mal como laboratorio de la condición humana, Medusa corona la trilogía del autor gigonés -El corrector, La ofensa, Derrumbe- y la completa en tetralogía, forzado a regresar a una de sus obsesiones quizá por su naturaleza escurridiza y su carácter inagotable. Justamente porque el horror es inagotable, y porque, acudiendo a la parodia que Schopenhauer pergeñó del célebre arranque del Discurso del método, “El sufrimiento es la cosa mejor repartida del mundo”, la última novela del gijonés no pretende sentar tesis ni cae en la tentación de un discurso sentencioso, sino que prefiere salpicarnos con las mismas preguntas que el horror suscita y regalarnos una memorable ilustración de los excesos de la razón instrumental y de la dialéctica del Iluminismo diagnosticada por Adorno y Horkheimer.

 

La historia de la infamia. Del mismo modo en que Magrís seguía el caudal del Danubio a través de Europa, Medusa persigue el río del horror vigesimosecular -invento el adjetivo-, arrancando del Berlín que asiste al ascenso de Hitler y pasando por la Blitzkrieg, la Operación Barbarroja, los campos de concentración, la España de la postguerra -desoladora radiografía la de estas páginas-, las dictaduras de América latina de los sesenta y los espantos de la radiación de Hiroshima sobre la carne, en un travelling que nos arrastra de Europa a América y de América a Asia, siempre persiguiendo la puesta de sol, y que recuerda al periplo de aquel Hans Reiter ideado por Bolaño para su monumental 2666. El vehículo es la biografía de un documentalista de la Wehrmacht, pintor, fotógrafo y cineasta, de apellido Prohaska, un representante del arte como notario, testigo e incluso forense de un siglo que, como reza la cita inicial de Benjamin, acompañó cada paso civilizatorio adelantando otro pie en la barbarie, y al que Mendéndez Salmón describe como “uno de los grandes terroristas de la última frontera” (p. 101), uno de los últimos ejecutores de la desmagización o desencanto del mundo que diagnosticara Weber en lo albores de ese mismo siglo del que el esquivo Prohaska, un ojo que quiere desaparecer en lo representado, levanta acta notarial.

La particular catábasis de Prohaska nos coloca ante la pregunta de en qué nos convierte nuestra condición de espectadores del horror, si es posible vivir sin rostro y sin ideolgía (p. 21), reducidos a pura mirada, testimonio o documento aséptico. La elección de las tres disciplinas icónicas a las que consagrará su vida Prohaska, la pintura, la fotografía y el cine, no solo obedece a la centralidad de las mismas en la experiencia estética del siglo xx, sino también a la hegemonía del sentido de la vista en una civilización que ha olvidado, como denunció Heidegger, que lo real es más amplio que lo patente. En este sentido, Medusa funciona también como una genealogía, bien que intuitiva y fragmentaria, de la banalidad de la imagen en nuestro tiempo, como si rastreara en el siglo xx las raíces de sul actual estatuto para una humanidad que, a fuerza de sobreponer al mundo una capa de representaciones cada vez más densa y tramada, terminará por enterrar toda posibilidad de sentido.

 

Voluntad fenomenológica. El siglo xx ha sepultado el mal bajo varios estratos de asfixiantes representaciones que nos salpican una serie de interrogantes, como la responsabilidad del testigo Ante el dolor de los demás -título del clásico de Susan Sontag-. El trabajo de Prohaska “¿Es arte o la reprobable actividad de un voyeur?” (p. 66). En su presunta neutralidad axiológica, ¿no replica a su vez la eficacia descarnada de los funcionarios del Reich que afirmaban cumplir sus obligaciones sin valorar las consignas recibidas, la banalidad de su mal? Y, por otra parte, ¿es posible que una subjetividad se cancele a sí misma? ¿Es posible la mostración sin filtros? El testigo, “presente donde el acontecimiento se hace signo, síntoma, metodología del desastre” (p. 67) ¿puede a su vez inhibirse como sujeto y replicar la realidad sin deformarla con sus apreciaciones?

Quizá lo más interesante del proyecto estético de Prohaska resida en que no elude la naturaleza vicaria de la representación; por el contrario, intenta “mostrar el mundo tal y como sucede pero introduciendo un levísimo desajuste en él (…) que dinamita desde dentro lo que la imagen sugiere y por el contrario ayuda a revelar, con una rara intensidad, lo que la imagen esconde. Ensuciar el velo levemente para transparentar lo que el velo oculta” (p. 35). Existe al menos un grado de separación entre el horror y el testigo, otro más entre el testigo y el artista que ensucia el velo para manifestar que estuvo allí, y otro más que separa al artista del espectador al que la obra interpela, de modo que el espectador queda a dos escalones ontológicos de distancia, y por eso puede -podemos- asomarnos al abismo desde el interior del abismo y arrojarle su reflejo.

 

 

Mario Cuenca Sandoval

Goethe y Schiller

Goethe y Schiller

(publicado en Quimera, nº 337, diciembre de 2011)

 

Rüdiger Safranski, Goethe y Schiller. Historia de una amistad.

Tusquets, Barcelona, 2011.

Traducción de Raúl Gabás.

344 páginas, 22 €

 

 

 

El filósofo Rüdiger Safranski (Rottweil, Alemania, 1945) emprendió con Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (1988) un camino que ha reportado grandes satisfacciones a los amantes del pensamiento contemporáneo: la reconstrucción de aquel momento del espíritu, aquellos años salvajes, que discurren aproximadamente entre Kant y Schopenhauer, atravesando el círculo de Jena, Fichte, Schelling, Hegel, etc.

Más de una década después, tras sus espléndidas biografías de Heidegger (1994) y Nietzsche (2000), nos regaló los dos volúmenes de los que deriva este Goethe y Schiller; me refiero a su Schiller o la invención del idealismo alemán (2004), un estudio sobre el proceso en que se configuró la idea de un espíritu desplegándose en la historia humana, y Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (2007), la brillante radiografía de la época en que saltó a la palestra, en expresión de Goethe, “una masa de jóvenes hombres geniales con toda valentía y arrogancia” para perderse en “lo carente de límites”. Si los alemanes, a diferencia de los franceses, hicieron su revolución en el reino etéreo del sueño -la cita corresponde a Heine-, es precisamente aquella etérea revolución la que Safranski recrea en sus biografías filosóficas, auténticos frescos de la historia de las ideas.

El feliz encuentro entre Goethe y Schiller, acontecido en 1794 en Jena, quedó consignado en la correspondencia de aquel periodo y constituye el big bang de esta palpitante biografía en la que Safranski nos propone “asistir a la escena privilegiada en que dos creadores de máximo rango se unen por encima de los contrastes para estimularse recíprocamente e incluso para producir una obra en común” (p. 11). Los dos colosos, cuyas efigies presiden el pórtico del Teatro Nacional de Weimar y la cubierta de este volumen, no fueron en verdad “uña y carne”, pero su vínculo cobró la peculiar forma de una alianza en la que incrementaron sus respectivas fuerzas creadoras, algo de lo que ambos fueron plenamente conscientes; Schiller se refiere en su correspondencia a una relación construida sobre la base de una “perfectibilidad recíproca” (p. 14), y Goethe emplea la palabra “progreso” para referirse a ella (p. 14).

Pero basta relacionar este volumen con los que citamos más arriba para comprender que el interés de Safranski no se limita a la anécdota biográfica. Lo anecdótico es desmenuzado para encontrar en su seno lo simbólico; y, así, el encuentro de Goethe y Schiller encarna el deseo de unir dos regiones que, en el pensamiento contemporáneo, se habían presentado en franca oposición: experiencia e idea, naturaleza y libertad, lo ambiguo y lo conceptual (p. 15). Pero es que en aquellos años salvajes, asegura Safranski, todo era estimulante, sobre todo las diferencias (p. 293). El propio Schiller oponía, en sus cartas a Goethe, su espíritu especulativo al espíritu intuitivo de su colega, aunque haciendo ver que ambos se hallaban condenados a encontrarse a mitad de camino.

Goethe y Schiller representan, pues, dos acercamientos opuestos a las ideas que presidieron aquel periodo, en especial las de naturaleza y genio, “las dos palabras mágicas de la época” (p. 24). La ambivalencia que el concepto de “naturaleza” cobra en el primero, espejo de un Dios infinito y, a la par, monstruo devorador, no es compartida por un Schiller, médico de formación, que la concibe como contrincante de la libertad, responsable de las “operaciones más secretas”, las que tienen lugar en el organismo y que desafían la autosuficiencia del espíritu. En Schiller, por otra parte, el genio quebranta las reglas existentes y crea reglas propias, por lo que se vincula a la noción de “libertad”. Mientras que en Goethe se vincula a la anterior noción, pues en el genio se articula una teleología cumplida de la naturaleza; de ahí que, tras la lectura de Shakespeare, el autor del Werther exclamara “¡Naturaleza! ¡Naturaleza!”.

A partir del año de la Revolución francesa, los dos genios coinciden en Jena, la villa que en poco tiempo ostentaría el título simbólico de capital del romanticismo y de la filosofía idealista, si bien no llegarían a encontrarse hasta 1794. Incluso sus percepciones del acontecimiento revolucionario son opuestas. Goethe desprecia la politización de la vida pública como una incitación general a la “politiquilla” (p. 82), y como la oportunidad para que irrumpa en escena la figura del hombre-masa, materia dúctil en manos de los agitadores, lo que conduce al autor del Werther a buscar en el arte un asilo contra la historia (p. 90). Para Schiller, la Revolución de un océano de hombres abriéndose paso (p. 81) en la historia, y, aunque el desarrollo posterior de los acontecimientos le repugna -es la tiranía de la mayoría, y no el kantiano “gobierno de las leyes”-, le parece que el hecho puede ser abordado no solo como tema de reflexión para una filosofía de la historia, sino como principio productivo, lo que alumbrará la teoría schilleriana del arte como juego. El arte es el campo de juego de la verdadera revolución (p. 90).

Durante el periodo de Jena, las actitudes de Goethe, y en particular su matrimonio con una muchacha de baja alcurnia, provocan a esa misma buena sociedad a la que comienza a acostumbrarse el joven Schiller (p. 75). Entonces, un Schiller en ascenso se encuentra con un Goethe en crisis. El primero entra en la vida del segundo en una época en que Goethe se halla lejos de su mejor momento como autor. Aún vive de los réditos de su Werther, pero su nueva amistad le resulta tan estimulante que hablará en su correspondencia de “una segunda juventud” (p. 113). Es precisamente el reguero de oposiciones que hemos desgranado, en estos y otros muchos temas, lo que convertirá a ambos autores en las dos mitades complementarias de un mismo círculo, en expresión de Goethe (p. 110). Desde 1794 colaborarán en Las horas, la revista dirigida por Schiller, y, más tarde, en el Almanaque de las musas, encontrando ambos una “concordancia inesperada” (p. 108) en sus puntos de vista y levantando “un castillo defensivo desde el que lanzaban con buen humor sus rayos contra la vida literaria de la época” (p. 12). Ni siquiera la prematura muerte de Schiller, acontecida en 1805, pondrá término a la confluencia de ambas obras.

Aunque, como era su costumbre, Goethe rehusó asistir al entierro, pues no soportaba el culto romántico a la muerte de, por ejemplo, Novalis (p. 83), se propuso ofrecer un último servicio al amigo perdido: dar término a un drama inconcluso de Schiller y, de este modo, continuar su existencia y compensar su pérdida (p. 291), proyecto del que pronto desistió.

La autopsia del autor de la Oda a la alegría reveló que Schiller había sobrevivido un amplio periodo con muchos de sus órganos internos destrozados, una victoria del espíritu sobre el cuerpo que, en el monográfico a él dedicado, Schiller o la invención del idealismo alemán, le permitía a Safranski establecer que “el idealismo actúa cuando alguien, animado por la fuerza del entusiasmo, sigue viviendo a pesar del que el cuerpo ya no lo permite. El idealismo es el triunfo de una voluntad iluminada y clara”. A decir de Goethe, Schiller había llevado tan lejos la idea de la libertad, que ésta lo mató (p. 298). Lo que sigue es la truculenta historia del cráneo apócrifo de Schiller, custodiado por Goethe en su biblioteca durante un año.

Goethe y Schiller. Historia de una amistad no es, por tanto, un libro dirigido solo a los iniciados en la literatura alemana del periodo; se trata más bien de un fresco vivísimo y espléndidamente documentado del periodo más palpitante de la cultura europea contemporánea, de aquella “revolución etérea del sueño” de la que hablara Heine, que sembró lo mejor y lo peor de los dos últimos siglos del espíritu. Añádanse a estas virtudes el habitual cuidado en la edición de Tusquets y la traducción cómoda y fluida de Raúl Gabás.

 

 

 

Mario Cuenca Sandoval

 

La flecha en el aire, de Ismael Grasa

La flecha en el aire, de Ismael Grasa

(reseña publicada en Quimera nº 336, noviembre de 2011)

La enseñanza es una profesión excéntrica, una fuente de situaciones desconcertantes. Y la enseñanza de la filosofía es una de sus más excéntricas modalidades. En este diario desde la trinchera del aula, el novelista Ismael Grasa reflexiona sobre su experiencia como profesor en un centro de secundaria, el modo en que nuestra formación académica se confronta con los prejuicios más extendidos entre los alumnos; se pregunta cuál deba ser el papel del docente en los debates éticos, si una neutralidad que favorecería el relativismo o una toma de partido contra, por ejemplo, la homofobia o la xenofobia, lo que dejaría a algunos alumnos como derrotados o, en el mejor de los casos, como cobayas de una experimento sociológico, sacando de ellos “su lado más siniestro” (p. 28).

Buena parte del volumen reflexiona sobre la democracia, los totalitarismos, la libertad religiosa y la relación de estos asuntos con una disciplina que, como la filosofía, promueve una radical actitud crítica y aún escéptica. Pero atina Ismael Grasa al reflexionar, además, sobre otros asuntos relativos a la cotidiana práctica docente, en apariencia tan banales como el atuendo del profesor y el modo en que éste influye sobre la conducta del grupo en el aula: “quizá no depende tanto de estas cuestiones formales, pero el caso es que he adquirido la costumbre de dar la clase con corbata” (p. 173). O la pregunta de cómo afecta la labor docente a nuestra disposición como lectores, si no leeremos los textos preguntándonos ya por su utilidad en el aula, o qué pensarían nuestros alumnos sobre los mismos, e incluso sobre nuestra propia obra literaria, pues los alumnos “desprenden en conjunto cierta clase de luz (…), de la que los que trabajamos con ellos nos servimos” (p. 127).

El lector oscilará entre la sonrisa y el abatimiento en aquellos pasajes que retratan el desconcierto de los chicos ante preguntas como si se debe ser tolerante incluso con los intolerantes. Y es que la enseñanza de la filosofía tiene un enorme poder perturbador, siempre que se conduzca con talento, y basta leer varios episodios para reconocer en Ismael Grasa a un buen dinamizador del aula. Decía Woody Allen que el sexo solo es sucio cuando se hace bien; la clase de filosofía solo es significativa cuando perturba, cuando provoca conflictos cognitivos, por ejemplo, en la explicación en el aula de la conocida como falacia naturalista, el salto ilegítimo cometen, desde la naturaleza a la moral, quienes justifican opciones morales por naturales y descalifican otras por antinaturales. En ese sentido, Nietzsche se burló del presupuesto estoico de vivir “según la naturaleza” en Más allá del bien y del mal: “Imaginaos un ser como la naturaleza, que es derrochadora sin medida, indiferente sin medida, que carece de intenciones y miramientos, de piedad y justicia (…). Vivir, ¿no es cabalmente un querer-ser-distinto de esa naturaleza?”. Para muchos alumnos, la denuncia de esta falacia parece chocar con años de educación en valores ecológicos, cuando, en rigor, solo desenmascara un argumento en el que se apoyan integrismos y sectarismos de toda suerte: la identificación de lo bueno con lo natural (pp. 31-32). Pero ¿es natural el condón, la medicina, la aviación, la informática, la cirugía...?

Sin embargo los pasajes a más conmovedores son los que se refieren a la incomprensión, por parte de alumnos que se encuentran en edades muy refractarias a los mismos, de reflexiones graves sobre la condición humana. Es en estos momentos, en el énfasis y aun la teatralidad con que intenta subrayarlos, cuando el profesor revela más de sí, cuando más se expone; así, cuando confronta el pesimismo de Schopenhauer (pp. 144-145) con la frivolidad de un alumno que señala: “¡Míralo, cómo lo vive!” (p. 145).

La flecha en el aire –el título remite a la famosa aporía de Zenón– desmenuza estos y otros agotadores dilemas a los que los docentes nos enfrentamos a diario, y que sustancian el carácter desconcertante de la más extraña de las profesiones.

 

Mario Cuenca Sandoval

Misterio y memoria

Misterio y memoria

(Reseña publicada en Quimera, nº 334, septiembre de 2011)

Ana Blandiana, Las cuatro estaciones, Periférica, Cáceres, 2011.

Traducción de Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret

Postfacio de Viorica Patea. 224 pp.

 

Las cuatro estaciones fue el primer libro de prosa de Ana Blandiana (Timosoara, Rumanía, 1942), destacada poetisa traducida a veintitrés lenguas y todo un símbolo de la resistencia al autoritarismo en su país. En realidad, Blandiana es el pseudónimo con el que la autora publicó sus poemas, luego de que fuera censurada en 1959 como hija de un “enemigo del pueblo”, pues su padre fue un represaliado del régimen comunista. Tras Proyectos de pasado, Periférica presenta los cuatro relatos que conforman este ciclo, publicado originalmente en 1977, cuatro espacios oníricos en los que la autora hace valer el territorio de lo fantástico como única posibilidad subversiva para quienes vivieron regímenes totalitarios como los de la Europa del Este.

La protagonista de las cuatro narraciones es una flanêuse, una paseante que asiste a una concatenación de hechos asombrosos y nos expone al “terror lleno de asombro que se deriva de comparar el milagro con la realidad” (pp. 75-76). Al arrastrarnos en una corriente de imágenes alucinadas no es un ejercicio de escapismo lo que se nos propone, sino la revelación del verdadero significado del mundo que describe. Como resume la propia autora: “Lo fantástico no se opone a lo real, es sólo su representación más llena de significados” (p. 55). El ejercicio de simple y pura contemplación -“Yo existía porque podía ver” (p. 137)- se convierte aquí en un ejercicio de libertad, tal vez el único disponible bajo el régimen de la censura: “lo importante es siempre lo que puedes abarcar con la vista” (p. 103)-. Y así, ante la sucesión de visiones oníricas, el lector oscila entre la maravilla y la angustia, porque cada milagro aparece a la sombra de una nueva amenaza, próximo al hedor de la putrefacción, imagen recurrente que remite al modo en que el autoritarismo corrompe la existencia -“Fue un momento de enorme pureza emocional, pero al mismo tiempo sentía que algo maléfico planeaba en el aire, que algo se estaba preparando” (pp. 42-3)-. Arrastrados por la textura onírica y por el denso simbolismo con el que la autora intentaba, de un lado, burlar la censura y, de otro, construir un tejido en el que lo invisible y lo visible se daban la mano, los lectores encontrarán en Las cuatro estaciones el negativo de buena parte de la tradición de la literatura fantástica, esa en la que el misterio abre una brecha en lo real; en Blandiana, de un modo inverso, nos movemos en los dominios del misterio, y en su interior se abren angustiosas interferencias de realidad.

 

En “La capilla con mariposas” (Invierno), la protagonista desemboca en una iglesia ortodoxa en cuyo interior se produce el milagro de la nieve, aun cuando no nieva en el exterior. El retablo de la iglesia ha sido invadido por millares de mariposas que conforman un dibujo con sus intensos colores y reproducen en sus alas las figuras de las vidrieras. El conjunto es de una belleza que al mismo tiempo atrae y repele, pues las mariposas emiten un zumbido inquietante y proporcionan al espectador “una felicidad ambigua” (p. 25), imagen, es posible, del modo en que las utopías esconden la degradación moral bajo sus bienintencionadas apariencias.

A Blandiana no parece interesarle tanto la construcción de personajes y conflictos cuanto la sucesión de maravillas y amenazas, y el modo en que éstas revelan la naturaleza del mundo en que hubo de vivir su infancia y juventud. Resulta revelador en este sentido que Las cuatro estaciones, esta colección de visiones oníricas de un “mundo resbaladizo, que a cada instante olvidaba el aspecto que había tenido hasta entonces” (p. 179), fuera prohibido por sus “tendencias antisociales”.

 

En “Queridos espantapájaros”, la autora trata de localizar el momento detonante de la Primavera, el epicentro de una explosión de vida que se contagia al hormigón de la ciudad, el cual, sorprendido, comienza a germinar (p. 100). Hasta los edificios crecen a imitación de la flora. La primavera asoma incluso en lo fatídico, en las inmediaciones de la muerte, porque hay un parentesco entre ella y la muerte (p. 80), porque incluso la muerte es vista como un algo genuinamente humano y como una victoria del hombre (p. 79). Entre las visiones consecutivas que presenta el relato, se destaca la escena de la comitiva de un entierro, que viene a representar “un elemento inconformista, el único elemento imprevisible e imposible de controlar en un sistema de determinaciones tan perfectas” (p. 79).

Sin embargo, al mismo tiempo se prepara una conspiración (p. 65). Un ejército de espantapájaros impedirá el triunfo de la primavera/vida. La terrible imprecación con la que se cierra este relato puede leerse como una diatriba contra el modo en que los autoritarismos conspiran contra la felicidad: la protagonista se dirige a ese ejército de espantapájaros en una forma en la que, probablemente, no estén acostumbrados, “directa y humana” (p. 104). Al fin y al cabo, un espantapájaros es una farsa, una burda emulación de un hombre. Y eso son exactamente los gerifaltes del régimen, grotescas imitaciones, inmóviles y aterradoras, de un ser humano, hombres, al fin y al cabo, clavados en la realidad, pero no acostumbrados a la irrealidad (p. 105), escribe Blandiana.

La primavera es también el ideal de una pureza original intacta, un estado prístino del mundo aún no contaminado por la ideología, un hilo a la Creación -“Olía a tierra, así como debió de haber olido en el momento de la creación del mundo, un olor a tierra madre” (p. 89)-. No escapa Blandiana a los tópicos románticos relativos a la naturaleza, como la libertad natural frente a lo urbano, la infancia como pureza frente a lo adulto, el sueño como ruptura con las reglas de un mundo deshumanizado. No obstante, tales tópicos deben leerse en su contexto, el de los totalitarismos que asolaron a los países del Este en el siglo xx, de ahí que el sueño aparezca en Blandiana emparentado no tanto con la muerte cuanto con la intensificación de la vida. Así considerado, este imaginario romántico cobra nuevos y perturbadores significados.

 

Como en el aterrador pasaje musical de Vivaldi, el Verano es presentado en “La ciudad derretida” como una agresión de la que el organismo se defiende a un nivel que queda más allá de la conciencia, “una especie de astucia del cuerpo” (p. 114). Como nos recuerda con acierto Viorica Patea en su espléndido postfacio, “En la iconografía comunista, el sol o la rueda roja son emblemas de la nueva ideología que anuncia en la propaganda oficial el ’futuro radiante’ de una nueva era” (p. 216). El corazón de este relato deshumanizado, es decir, sin rastro humano, en el que solo se describen fenómenos atmosféricos, el fluir de nubes y de colores en el cielo, se localiza en el pasaje en que dos soles compiten en el cielo, y el vencedor, el de arriba, ilumina el mundo con crueldad (p. 122) y lo impregna todo de un hedor repugnante, culpable y victorioso (p. 122); de nuevo la metáfora del totalitarismo como corrupción de la vida. “Yo era partidaria del sol muerto” (p. 121), declara la protagonista, quien, ahora, y a diferencia de los relatos anteriores, está sola, última superviviente bajo un calor sobrenatural que hace que los individuos, como los relojes de Dalí, se derritan y fundan en una gran masa informe.

 

Otoño. No obstante, lo que confiere auténtica emoción y hondura a estos relatos es el modo en que Blandiana combina lo mágico y lo testimonial, el misterio y la memoria, o, si se quiere, la metafísica y la intimidad. Esto se hace patente de manera peculiar en el último -y, sin duda, el más melancólico- relato de la colección, “Recuerdos de la infancia”, donde se equipara el olor de las hojas y raíces otoñales, de la tierra mojada, al del papel quemado en la hoguera, y se evoca la destrucción de libros prohibidos, práctica que, por desgracia, era habitual en la Rumanía de los años cincuenta. Resulta conmovedor el pasaje en que el padre arranca y echa al fuego las páginas de su biblioteca que podrían tomarse por subversivas, dándoles un último y compungido vistazo, como si quisiera memorizarlas antes de entregarlas al fuego. Vemos cómo las páginas se retuercen en las brasas, “contorsionándose como si estuvieran vivas y sufrieran” (p. 190), arrancadas de libros que Ana Blandiana leería mutilados a lo largo de su infancia.

 

Mario Cuenca Sandoval

El ladrón de morfina, según Ariadna G. García

El ladrón de morfina, según Ariadna G. García

reseña publicada en el blog de crítica La tormenta en un vaso:

En el año 2006 la editorial Berenice, que tiene el gusto y el acierto de apostar por autores, a su vez, arriesgados, periféricos e innovadores, publicaba la primera novela de un narrador nato, de un amante de la literatura que escoge, con delicadeza e intuición, las mejores imágenes de su productiva cosecha para ofrecernos libros evocadores, reflexivos y de gran belleza plástica. Mario Cuenca Sandoval se estrenaba en el arte de la prosa con Boxeo sobre hielo, una novela a trazos, a golpes de escritura que impactan en el cuerpo de la historia de sus protagonistas dejando moratones en las páginas, es decir, pequeñas extensiones de amargura, frustración y desencanto. Ya en aquel libro, Cuenca trataba algunas obsesiones que aparecen en su última obra: la violencia, el uso de narcóticos, la pederastia, el sueño; y nos mostraba una forma distinta de relatar, variando las voces, las perspectivas, ramificando las tramas, simultaneando las coordenadas del espacio-tiempo, en la estela, entre otros volúmenes, de Señas de identidad, de Juan Goytisolo. La novela, que narra a ganchos, a directos, la vida de Miguel, El Loco, Larretxi (un violento y laureado boxeador de los años 60), de su esposa (una famosa y anárquica pianista) y del hijo de ambos, obtuvo el Premio Andalucía Joven de Narrativa, compuesto por Javier Hernández, Eduardo Jordá e Hipólito G. Navarro.
En Boxeo sobre hielo los distintos narradores dan musculatura discursiva a personajes fronterizos, complejos, hundidos o encumbrados por la dura relatividad de una mirada, de su lente plana, cóncava o convexa. Llama la atención, también, el cuidadoso empleo de las imágenes, que, como boyas en el mar, iluminan la obra, son como fogonazos que nos alertan de un motivo que requiere meditación y análisis: “Nuestro explorador estaba persuadido de la existencia de primitivas vías abiertas en los mares. Pero el agua arrasa siempre los surcos que los hombres dibujan. A diferencia del recorrido terrestre, la navegación no deja huellas. La espuma oceánica se las lleva a una forma suprema del olvido que se agazapa en el fondo de las aguas” (pág. 45).
En el espléndido Ladrón de morfina, Mario Cuenca Sandoval endulza este lenguaje poético, en violento contraste con el trasfondo bélico del libro. No en vano, el autor es, además, un distinguido poeta galardonado con premios: el Surcos, por Todos los miedos (2005); y el Vicente Nuñez, por El libro de los hundidos (2006). Valga como ejemplo cuando el narrador, a propósito de la obsesión por la caducidad y por las excepciones en la naturaleza que padece Wilson A. Bantley, soldado raso del ejército de los EEUU durante la Guerra de Corea, escribe sobre la nieve: “Le duele tanta belleza desperdiciada […] No es el primer hombre que se ha sentido así, perplejo ante la fugacidad de las cosas, perplejo ante el carácter único y evanescente de cada uno de esos copos de nieve […] Dios debe de invertir buena parte de la eternidad en el diseño de estos minúsculos regalos silenciosos […] Todos tienen la forma de una estrella de seis puntas. Incluso Dios se pliega a un patrón, porque la ley natural les ordena a todos ser iguales y ser distintos al mismo tiempo” (Págs. 170-172). Las novelas de Cuenca Sandoval, como esos cristales de frío, son en parte gemelas y en parte diferentes.
El Ladrón de morfina, al igual que El Quijote, remota el tópico literario del manuscrito encontrado. La autoría de la obra se atribuye a Samuel Kurt Kaplan, veterano de la guerra coreana. El libro se estructura en función de sus personajes protagonistas (el Flaco Bantley, el matrimonio Goh, Wilson Reyes y el teniente Caplan) y tiene cinco partes que no son, sin embargo, compartimentos estancos, sino que están trenzadas. El libro, en ocasiones, establece un diálogo meta-literario con algunos relatos de Edgar Allan Poe, en concreto, con dos: El extraño caso del Señor Valdemar y El entierro prematuro. Cuenca establece un par de niveles de conciencia en la mente de sus criaturas: la conciencia normal y la vigilia, ya sea inducida por el uso de drogas (marihuana, opio, morfina, alcohol) o por una patología de las que produce la guerra (estupor, terror, fiebre). Esta fascinación por el buceo introspectivo permite a Mario Cuenca acceder a la pulpa del inconsciente humano, a los recovecos de la personalidad, al límite acuoso entre la vida y la muerte. En cierto sentido, el Ladrón de morfina no dista demasiado de la película Cisne negro.
Escrito con una prosa ágil y de alta capacidad evocadora, el libro recoge la experiencia militar de varios soldados, todos ellos singulares, extraños invitados a una guerra que habrá de confundirlos, de enajenarlos, hasta olvidar sus nombres; y de una humilde y compasiva familia coreana, a la que el napalm no ha arrasado la grandeza de corazón ni la caridad.
Mario Cuenca Sandoval ha escrito un impecable libro de acción bélica, rasgado por una fina aguja de lirismo. La edición de 451 es preciosa e incluye varias ilustraciones impactantes. Esperemos que Mario finalice pronto su tercera novela. Hasta entonces habrá que conformarse con releer fragmentos, pero qué fragmentos: “Había que detener la hemorragia. Había que detener el derrame del ángel. Había que rasgarse el pantalón y usarlo como venda. La vida era líquida. La vida goteaba sobre la nieve. Vio su vida goteando sobre la nieve y pensó que no era suya, que no podía serlo” (Pág. 72).

Los superhéroes y la filosofía

Los superhéroes y la filosofía

(reseña publicada en Quimera, 328, marzo de 2011)

 

La superescuela de Atenas

AA. VV., Los superhéroes y la filosofía

Blackie Books, 2010.

Trad. De Cecilia Belza y Gonzalo García

427 pp. 22€

 

Prejuicios filosóficos. De un tiempo a esta parte, los libros de divulgación filosófica inspirados en elementos de la cultura popular -Los Simpson y la filosofía, Los soprano y la filosofía, La filosofía de Lost, La filosofía de House, etc.- han tomado el estand de novedades filosóficas, habitualmente esquinado en librerías y en insólita vecindad con los de autoayuda y esoterismo. Todos estos gruesos y exitosos títulos parecen hacer válido el aserto de Popper según el cual “no todo el mundo realiza reflexiones filosóficas, pero todo el mundo tiene prejuicios filosóficos”, incluidos los superhéroes, desde luego. Si la misión ulterior de la filosofía consiste, en expresión de Heidegger, en “arrojar luz sobre los juicios secretos del entendimiento”, el primero de los propósitos de estos lanzamientos editoriales parece ser el de iluminar los presupuestos sobre los que la cultura de masas ha erigido sus espléndidas mitologías, compartidas por miríadas de adeptos. Y, como resulta innegable que los álbumes de superhéroes constituyen uno de los productos más señeros de la “Santa Cultura Pop” (p. 11) –los autores nos recuerdan que “son muy pocos los personajes de ficción que, a lo largo de la historia, han obtenido un reconocimiento similar al de Superman o Batman” (p. 12)-, era de esperar que alguien se lanzara a la empresa de explicitar los prejuicios -tómese la expresión en sentido neutro, como juicios previos- que subyacen a las narraciones superheróicas. A Blackie Books hay que agradecer la exquisita y atractiva edición –sello de la casa-, y a Tom y Mat Morris la coordinación de un volumen que, no obstante, se desenvuelve en la habitual nimiedad de cierta –nótese que no toda- filosofía académica anglosajona: abundan los artículos ramplones y escasamente incisivos, como, verbi gratia, las trece páginas que Loeb y Morris dedican a hacernos ver que los superhéroes son “modelos morales” -no había necesidad-, lo que nos hunde en la melancolía de imaginar qué hubiera escrito sobre estas cuestiones un Roland Barthes, un Gilles Deleuze o un Peter Sloterdijk.

 

Problemas filosóficos. Cabe sin duda interpretar las aventuras de los héroes enmascarados como algo que trasciende el mero entretenimiento y plantea inquietantes cuestiones sobre la identidad, la responsabilidad moral, la fe, el papel de la tecnología en nuestro tiempo, etc.. Sirva como ejemplo el modo en que Taliaferro y Lindahl-Urben, disertando sobre los 4 Fantásticos, ilustran la oposición entre éticas consecuencialistas y éticas deontológicas: la moral de los villanos es siempre un utilitarismo a la inversa -maximizar el sufrimiento ajeno-, mientras que los héroes enmascarados adoptan una ética del deber de cuño kantiano: el imperativo categórico de tratar a los demás no como medios sino como fines en sí mismos. Al hilo de esta cuestión viene el análisis del desenlace de Watchmen, donde el interrogante moral consiste, justamente, en por qué anteponer la dignidad de los pocos a la vida de los muchos; si, al cabo, para una inteligencia superior como la de Ozymandias, primaría el criterio consecuencial sobre el deontológico.

 

Por qué ser moral. ¿Para qué hacer el bien cuando se goza de superpoderes? ¿Por qué individuos que podrían tener cuanto quisieran optan por el altruismo? ¿Por qué el kriptoniano Superman asume la empresa de proteger a una especie que ni siquiera es la suya? Como escribe Mark Waid en su capítulo sobre Superman, los jóvenes de la generación x no perciben el mundo con la inocencia de los lectores del Superman original. El mundo, escribe Waid, “es un lugar en el que siempre se impone el capitalismo sin freno, en el que los políticos siempre mienten, en el que los ídolos deportivos se drogan y pegan a sus mujeres (...)” (p. 24). La conducta altruista parece una extravagancia en la era del crepúsculo del deber, en expresión de Lipovetsky. Por ello no es casual que varios autores de este volumen recreen la fábula del “anillo de Giges” que presentara Glaucón en la República: un don extraordinario, como, por ejemplo, el de la invisibilidad, un don que sustrajera la conducta a la mirada social, convertiría en injusto al más justo de los hombres.

La mayoría de los superhéroes, se concluye, parece hacer falsa la tesis de Glaucón. Son seres dotados de poderes extraordinarios y comprometidos, no obstante, con el bien, es decir, con “la verdad, la justicia y el modo de vida socrático”.

 

Quién vigila al vigilante. Las sociedades reguladas por los principios del Estado de derecho proscriben el derecho de los individuos a tomarse la justicia por su propia mano. El contrato social excluye la posibilidad de la justicia individual, o la parajusticia individual, para ser exactos. Pero, entonces, ¿cuál es la naturaleza moral del vigilante? ¿cuál su condición? La actitud parapolicial de los superhéroes es analizada por Aeon J. Skoble en el, a mi entender, mejor artículo de Los superhéroes y la filosofía, donde se profundiza en el Watchmen de Alan Moore y en The Dark Knight de Frank Miller. La parajusticia que persiguen los héroes enmascarados pone sobre la mesa dilemas morales que, en la “edad de la inocencia” del comicbook, ni siquiera se insinuaron. En volúmenes como estos desemboca el impulso, iniciado por Stan Lee en la década de los sesenta, de humanizar a los superhéroes, lo que implica confrontarlos con preguntas sobre lo que hacen y por qué lo hacen (p. 234), qué deberes comportan sus dotes extraordinarias, qué obligaciones y qué grado de responsabilidad (“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, aseguraba el tío Ben Parker).

 

Y aún hay más. Son, desde luego, los problemas morales los que ocupan el grueso de Los superhéroes y la filosofía, pero también tienen cabida otros como la identidad -¿son Bruce Banner y el increíble Hulk la misma persona?-, los cambios en las relaciones de género -ejemplificados con las mujeres de la Patrulla x-, los tipos de amistad -donde se invoca a Aristóteles y la paradigmática soledad de Batman- o cuál sea la auténtica naturaleza de la fe, problema que se ilustra con la figura del católico Daredevil, alguien que, en expresión bíblica, vive “en fe y no en visión”. Matt Murdock, el héroe ciego de Hellskitchen ofrece, además, una vívida presentación de la conocida como apuesta de Pascal: es preferible creer en un Dios que no existe a no creer en un Dios que sí existe. Los 4 Fantásticos, por su parte, ilustran el papel de la institución familiar invocando de nuevo el análisis aristotélico. Spider-Man ofrece una ajustada imagen de la teoría de las “dos dificultades” para amar al prójimo de Kiekergaard: (i) la tendencia a anteponer los propios deseos sobre lo demás y (ii) la incomprensión y desprecio de los demás; en el caso de Spider-Man, (i) su amor por Mary Jane entra en conflicto con su vocación de justiciero enmascarado; (ii) el desprecio de J. J. Jameson alimenta una campaña periodística para manchar la imagen del justiciero arácnido. También la Patrulla x, alumbra peculiarmente este segundo peligro kierkegaardiano: la dificultad de hacer el bien cuando se es despreciado precisamente por aquellos a los que se entrega la vida.

Con todo, el volumen adolece de cierto desequilibrio: algunas de las cuestiones aquí reseñadas se repiten hasta la saciedad, con personajes y ejemplos redundantes, mientras que quedan fuera otras que podrían haber enriquecido el conjunto -clamorosa ausencia de cuestiones relacionadas con la metafísica, la filosofía de la tecnología o la filosofía del hombre, entre otras-. Para mayor desconsuelo de un lector con formación filosófica, tampoco es demasiado amplio el abanico de filósofos a los que se acude. Aristóteles sobrevuela la totalidad, Platón y Kierkeegard asoman en varios artículos, Nietzsche es mencionado en un par de líneas, pero, curiosamente, el resto de los superfilósofos que ocupan la cubierta no tiene cabida en la letra impresa. Revisen, si no, el índice onomástico.

Deseo del deseo

Deseo del deseo

Publico, en la revista Culturamas, esta reseña de Sonría a cámara, de Roberto Valencia. No me había dado cuenta, hasta preparar esta entrada, de que la cubierta del libro ha resultado ser premonitoria.

"Partamos de la premisa de que la pornografía es simulacro. Como otras muchas experiencias generadas en la web, tiene propiedades autónomas, y por eso imaginamos una disyuntiva saturada entre la realidad virtual y otra que sería, a secas, la realidad, la de fuera de la pantalla. Ahora bien: la paradoja reside en que la realidad virtual genera a su vez sensaciones auténticas. Y, al hacerlo, la hiper-realidad devuelve a eso que llamamos la realidad, a secas, la nuestra, un millar de preguntas sobre la identidad, sobre el placer, sobre el cuerpo, sobre el deseo, sobre la experiencia amorosa, sobre la finitud. El llamado sexo frío genera, así, una experiencia cálida. Interviene, para bien o para mal, sobre los afectos del cibernauta.

No estoy seguro de que este primer y espléndido libro de Roberto Valencia (Pamplona, 1972) trate sobre la pornografía o sobre el erotismo. Valencia escoge la pornografía como hilo, o como signo de los tiempos, un perfecto termómetro del mundo en que nos ha tocado vivir, el de la revolución digital, desde cuyo advenimiento el acto de mirar, los afectos y el propio deseo probablemente no signifiquen ya lo mismo; se trata, pues, de la pornografía como trampolín a otras preguntas, o como instrumental médico para tomarle el pulso a este tiempo de perplejidades. Si hay algo que Roberto Valencia pueda lucir con verdadero orgullo, entre otras muchas virtudes -capítulo aparte merecen su precisión evocativa, su capacidad para manejar y sincronizar tiempos-, es su pericia para disparar interrogantes y generar extrañeza. Sonría a cámara, pues, lanza cuestiones que sacuden nuestras creencias sobre lo que significa estar en el mundo hoy, cuestiones relacionadas con la soledad del que mira y la soledad de quien es mirado, sobre la condición de quienes convierten su cuerpo en un un bien público, se desprenden de él, de esos cuerpos más gimnástico que eróticos de actores, actrices y no profesionales cuyo atributo esencial es la extrañeza hacia sí mismos; porque ¿en qué se convierte un cuerpo a uno y otro lado de la pantalla -“Lea de Mae”-? De eso creo que habla Sonría a cámara: de un extrañamiento radical. Y la mejor noticia es que mi propia extrañeza hacia esta colección de cuentos parece confirmar tal aserto, del mismo modo en que la duda cartesiana confirmaba la existencia del que duda.

Hagamos ahora un poco de sociología. Ese extrañamiento es el signo de una cultura, la cultura contemporánea posthumanista, que ya no quiere las moralinas del mundo moderno, las ilustradas invocaciones de Kant a las vidas de santos, pero tampoco se siente colmada con la salida a lo que Habermas llamaba “el páramo de la postmodernidad”. ¿Qué significa desear en las sociedades contemporáneas? ¿Hasta qué punto están interesados en el sexo los protagonistas de Sonría a cámara, si en ocasiones parecen simples prisioneros de la búsqueda, parecen querer trascender la sexualidad, parecen obcecados buscando en ella una gota del espíritu absoluto en medio del desierto, es decir, de aquella triste consolación con la que Hegel recusaba a los románticos. Pero que nadie se llame a engaño; esto es literatura. Y la pericia más destacable, por debajo de los herramientas teóricas, sociológicas u ontológicas, es el propio tono y aún el estatuto del narrador que nos habla en Sonría a cámara. Parece consecuente que a un libro como el de Roberto Valencia, que se cuestiona en qué consiste mirar, qué clase de vínculo se establece entre el que mira y lo mirado, debamos preguntarle por el estatuto de su narrador, ese mirón que cuenta sobre quien mira y lo mirado. Desde dónde escribe Valencia. Dónde coloca su cámara. El tono discursivo dominante, perifrástico, con momentos para la ironía y la ternura, nos revelan la presencia de un narrador que persigue más que un simple acta notarial, alguien que asoma desde un espacio indeterminado, y que, contra todos los tópicos hedonistas, nos presenta el sexo virtual como una experiencia profundamente melancólica. Los actores porno no son afortunados superhéroes a los que se paga por hacer lo que más les gusta, sino más bien gimnastas de una disciplina melancólica. Incluso los hombres y mujeres de a pie (“Cosas que no hacen demasiada falta”) se ven inmersos en la marea virtual, sin entender del todo, como todos nosotros, qué extraños cambios se han operado en eso que llamamos deseo, y que, tal vez hoy más que nunca, deberíamos calificar como puro deseo del deseo. Algunos de los cibernautas que pululan por estas páginas parecen exigir una experiencia lo más auténtica posible, signifique esto lo que signifique, y tratan los archivos informáticos como documentos, se irritan ante la edición, los cortes o las manipulaciones de otros usuarios, como si le exigieran autenticidad a la pornografía (“El mismo accidente, casi”), olvidando que la propia filmación es, ya, editada o no, un simulacro.

En suma, Sonría a cámara es una excelente noticia para el cuento español, una literatura con los pies en el siglo xxi, que se arriesga a tomarle el pulso a nuestro tiempo y a pensar los cambios operados en las relaciones entre lo privado y lo público, consciente de que la intimidad ya no es lo que era y que se coloca más allá de las moralinas, del tópico análisis de la pornografía como cosificación, en un espacio de perplejidad que es el nuestro, el de todos nosotros, hoy mismo."

El ladrón de morfina, según Jorge Díaz Martínez

de su blog Strip Garden Poetry




Todavía me queda menos de un tercio de libro, y no tengo ninguna prisa por acabar de leerlo. Hace tiempo que me libré de ese vicio infantil que devoraba novelas con ansiosa fruición hasta arrancarle el silencio a su última y orgásmica hoja. Ya sabéis de lo que hablo, cuando la novela era buena, después de ese punto y final sucedía una inevitable mezcla de satisfacción y, bueno, melancolía: la de saber que no podríamos volver a revivir el disfrute ingenuo y primitivo de la lectura virgen. Un temor parecido es el que me hace ahora espaciar la lectura de El ladrón de morfina y alternarlo inevitablemente con otras lecturas -otra sarna con gusto de la que jamás me libraré- o retrasar su avance en las franjas vacías de la agenda cotidiana. Y no porque tema su colofón. A estas alturas ya intuyo que ésta es una de esas rayuelas que no tiene final, precisamente porque su adicción no reside tanto en la anécdota -a pesar de la elegante administración del suspense con que nos deleita Mario Cuenca Sandoval- como en el vaho que empaña la retina de sus protagonistas. Ese cristal fotográfico, opiáceo y subterráneo. Esa conjunción de rojo, blanco y negro, que da la nieve, la sangre y la amapola. La certeza de que nuestros humores se derriten y es una locura -bella, pero locura- intentar rescatarlos mediante obturadores o teclados, de que la verdad planea entre la imaginación y la materia sin hacer en ningún árbol su nido.
No hace mucho, a propósito de un reportaje, el autor bromeaba sobre su inclusión en una lista de autores nocilleros. La verdad es que no tengo muy fresca la lectura de Nocilla dream, pero puestos a buscar afinidades algunas saltan a la vista: ambas juegan a la oca con las elipsis engarzadas, ambas revuelven el puzzle caleidoscópico, ambas comparten un marco global y más o menos contemporáneo, ambas destripan el monólogo interior de sus protagonistas, lo condimentan y lo confunden exquisitamente. Yo apreciaría, además, el gusto por un tempo moderato y el enciclopedismo tanto cientificista como pop. Y también la transparencia narratológica. Vamos, que sí. Pero también diferencias, en El ladrón de morfina hay menos disgregación y menos trama, y es en esa mayor saturación de la sustancia donde se hace posible espesar, ahondar, embriagarse, sumirse y suministrarse cuantas dosis apetezcan a nuestra voluntad. Yo lo consumo con moderación, como buen gourmet.

Dog Soldiers, de Robert Stone

Dog Soldiers, de Robert Stone

Reseña publicada en Quimera, nº de diciembre de 2010, de este clásico de la literatura norteamericana.

Puede descargarse el pdf en la web de la editorial Libros del Silencio

 

Es una tarea penosa la de reseñar este clásico de la literatura norteamericana, aparecido en 1974 y vertido por vez primera a nuestra lengua; penosa tras leer el espléndido prólogo de Rodrigo Fresán. El prologuista lo ha dicho todo, y lo ha dicho con una puntería insuperable; Dog Soldiers es un novela-accidente-automovilístico: "no queremos ver lo que allí se nos muestra pero tampoco podemos apartar la mirada o cerrar los ojos de ese montón de hierros retorcidos y de ese hombre cubierto de sangre" (p. 16). Por eso no es casual la imprecación que uno de los personajes dirige a los periodistas, y a nosotros, lectores, en el arranque de la novela: "Por qué no vais a ver morir a otro sitio" (p. 67).

El accidente automovilístico al que alude Fresán es la descomposición de todo un universo: el sueño de la contracultura de los años sesenta, del que América despertó con el golpe mortal de Vietnam y que la no ficción retrató a través del "Nuevo Periodismo" de Norman Mailer, de Hunter S. Thompson, de Tom Wolfe, de Michael Herr. También el cine de la generación del "Nuevo Holywood" - Scorsese, Coppola ... - compuso su peculiar retablo de la era post-Vietnam, un mundo violento, anómico y desengañado al que Estados Unidos trataría de sobreponerse, a la vuelta de la siguiente década, abrazando los ideales patrioteros de Reagan -America is back- y el hedonismo de la sociedad del espectáculo. En Dog Soldiers, Robert Stone (Nueva York, 1937) se propuso "estudiar el modo en que Estados Unidos encajaba ese golpe", levantando acta del accidente y, con él, del agotamiento de un sueño; se trata, como escribió Paul Gray en su crítica para Timedel "epitafio de una era que no ha terminado todavía".

Stone, que había ejercido como corresponsal en Saigón para medios independientes, conoció de primera mano el escenario en que arrancan las andanzas de su protagonista, John Converse, un periodista que escribe para publicaciones de poca entidad y que proyecta escapar de una existencia mediocre transportando tres kilos de heroína y colocándolos en el mercado a su regreso en los Estados Unidos. El problema, no obstante, reside en si es posible regresar de Vietnam. Dog Soldiers trata, a decir de Fresán, de "ese extraño e inasible sentimiento, de la posibilidad de estar y no estar y de seguir allí tanto tiempo después" (p. 11), o, en palabras de Jonathan Lethem, de la vietnamización de la patria; la guerra que Converse cree dejar en Asia lo persigue hasta California. Los individuos que le pisan los talones, a él, a su socio Hicks y a su esposa Marge, parecen hechos de la misma materia con que se fabrica la abyección en Vietnam. El mundo que Converse encuentra en su país es tan violento y putrefacto como el que dejó en Saigón; la atmósfera, igual de ominosa; incluso las armas que guarda Hicks parecen más propias de una operación paramilitar que de una trama detectivesca.

Cierto que el tema no nos resulta desconocido; el cine americano nos ha regalado grandes crónicas del retorno, como El cazador (Michael Cimino, 1978) o El regreso (Hal Ashby, 1978). Cierto que hunde sus raíces en los orígenes de la literatura clásica greco-latina: se trata del género de los nostoi, los relatos del retorno de los héroes -paradigmático Ulises. Solo que, ahora, el hogar ha devenido un páramo moral, una prolongación de la guerra, los héroes no son héroes y el regreso no es, en modo alguno, completo. Podría decirse que Vietnam es la Troya de los norteamericanos, con la salvedad, nada desdeñable, de que los americanos jamás lograron asaltar su muralla.

Para narrar este nostos, Robert Stone echa mano de un realismo en el que penetran, con gran sutileza, atmósferas y vapores que proceden de la cultura psicodélica, que el novelista había abrazado de la mano de Ken Kesey y su círculo beatnik. Formado en el realismo de Fitzgerald o de Hemingway, el encuentro con la generación beat explica el halo alucinatorio de su poética, la habilidad para generar atmósferas alucinadas que conecta Dog Soldiers, de manera innegable, con la espléndida (y muy posterior) Árbol de humo, de Denis Johnson. Sin embargo, en Dog Soldiers, los hippies, la experimentación con las "drogas de conocimiento", el naturalismo de cuño thoureauniano,aparecen reflejados como anacronismos patéticos. La novela es, también, un carrusel de ex hippies y de hippies venidos a menos, cines porno, tabloides, traficantes de medio pelo, agentes corruptos; el periodo helenístico, la decadencia, de la contracultura norteamericana en la era post-Vietnam. Marge, la particular Penélope del relato, simboliza esa metamorfosis del sueño beat en pesadilla de consumo: cansada de esperar a Converse, asustada y acosada por sus perseguidores, termina por caer en brazos del Dilaudid, de la heroína y de Ray Hicks, el socio de Converse en el asunto del alijo, un auténtico psicópata de la Marina, aficionado a la filosofía oriental, lector de Nietzsche, al que Stone describe como "un hombre como es debido (...), un samurái" (p. 231).

Los recursos narrativos de Stone son casi invisibles, hilos sutiles que parecen inofensivos y para los que se precisa una milagrosa precisión narrativa. No se nos describe una gran explosión en Vietnam, sino a la gente que camina, lenta y aturdida, tras la explosión: "Si uno se quedaba el tiempo suficiente en el país veía a muchas personas moviéndose de aquella manera" (p. 70). Entre los capítulos 11 y 12 se produce una sorprendente elipsis, que deja que el lector complete en su imaginación la violencia que el autor sustrae en parte a su mirada. Los diálogos consisten en lacónicos intercambios de vacuidades, y es en esta propiedad donde, justamente, reside su fuerza expresiva: la laxitud de un mundo anómico, y se podría decir que incluso -valga la cacofonía- anémico, en que se asiste al crepúsculo del deber, en el que sexo y dinero constituyen los únicos fines racionales y los reparos morales se convierten en una especie de ruido de fondo al que los protagonistas deciden no prestar oídos. La última vez que Converse siente algún reparo moral, la última vez que escucha la voz de algo que pudiera denominarse conciencia, tiene lugar en el capítulo 2, cuando manifiesta su horror por una matanza de elefantes por el ejército del sur. Desde ese punto en adelante, no hay moral en Dog Soldiers, sino miedo. La única prueba -more cartesiano- de la existencia de algo así como una conciencia en los protagonistas está relacionada con el miedo: "Tengo miedo -razonó Converse-, luego existo" (p. 77).

Buena parte de la atmósfera ominosa de la narración puede entenderse a partir del temperamento mórbido de Stone, sus tendencias psicóticas, que las drogas debieron sin duda amplificar, y del que hay múltiples testimonios. De él escribió Ken Kesey: "Stone es un paranoico profesional. Detecta fuerzas siniestras detrás de cada galleta Oreo". No en balde, el mundo que sucede a Vietnam es también el mundo del Watergate, de Charles Manson, plagado de conspiraciones, ambición y crímenes truculentos; pero es que la infección que lo pudre todo, mencionada en la novela como un hongo verde que va colonizando el paisaje, nace igualmente en el cabizbajo regreso de los anti-héroes de Vietnam. De ahí que la novela de Stone comience en este país y termine, como si trazara el meridiano del horror -Conrad sobrevuela todo el relato- en el desierto de California, cerca de la frontera con México. Los personajes salen de Vietnam, pero no de la violencia, la encuentran por todas partes, se va multiplicando. "Hay que joderse -protestó ella- con el puñetero viento (...). Escúchalo - dijo Marge-. Es pura crueldad" (p. 230). Es esa misma lógica que invade algunas pesadillas, una progresión geométrica en la que la podredumbre va invadiendo todos los rincones, colonizando el estado mental de los protagonistas del sueño.

El ladrón de morfina, según Luis Gámez

Enlazo el análisis que realiza Luis Gámez de El ladrón de morfina en el número de diciembre de Quimera (especial "lo mejor del año").

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco

Trad. de Verónica Fernández Camarero.

Lengua de Trapo, 2010, 140 pp. 16.50€

(reseña publica en Quimera, octubre 2010)

Cabe preguntarse si el foucaultiano “gran encierro”, la operación moderna de exclusión de los individuos con taras, los locos, los los homosexuales, etc., se extendió también a los enanos. Porque tal vez los enanos corrieran una suerte distinta en el tránsito al mundo contemporáneo: pasaron de juguetes de la nobleza a espectáculo de las clases no privilegiadas. No fueron expulsados a la periferia de lo humano, sino que hubieron de trasladar sus artes de los salones a los escenarios de variedades, pasando de bufones a freaks de feria. En ese mundo en mutación se desarrolló la vida del enano Joseph Boruwlaski, un hombre singular que, en su madurez, medía tres pies y tres pulgadas -99 cms.-, y que goza del dudoso privilegio de aparecer en la Enciclopedia de Diderot.

            Casos como el de Boruwlaski han sido estudiados por el biólogo Armand-Marie Leroi en su libro Mutantes (Anagrama, 2008) en clave genómica, pero en la Modernidad se acudía a las opacas nociones de natura y miraculum; la suya era otra de las admirables extravagancias que la naturaleza alumbra en ocasiones. En las cortes de la Europa pre-revolucionaria, el enano, sobre todo el bien proporcionado, como fue el caso de Boruwlaski, gozó de los favores de una aristocracia ávida de talentos para el recreo. No en balde fue apodado Joujou, “juguetito” -la joven condesa de Thierheim, a los seis años, quiso comprarlo con la promesa de que cuidaría de él, como si se tratara de un peluche-. Los enanos, hombres “que la naturaleza parece no haber podido terminar” (p. 33), rebelan de este modo una contradicción, otra, del programa ilustrado, que extendía las dignidades y derechos a todos los hombres -nótese que no “mujeres”-. Lástima que las memorias estén compuestas a la altura de 1784, poco antes del estallido revolucionario, si bien el prólogo de Víctor D. Zamorano a esta la primera edición española da cuenta de la escasa documentación que sobre el personaje se dispone a partir de estos años.

            Dos terceras partes de estas memorias están consagradas a la tediosa relación de agradecimientos a los mecenas y valedores de tan singular personaje, deuda que rebela su frágil y subsidiaria posición, dado que los fenómenos de la naturaleza como Boruwlaski vivían de la curiosidad de los nobles, relegados “por la naturaleza al rincón de lo maravilloso” (p. 129), siendo aquí lo maravilloso lo que “admira” -“ad miraculum”-, tan del gusto cortesano por las razones que Zamorano expone en su exhaustivo prólogo (p. XIX): las demostraciones de opulencia, o incluso el subrayado de las dimensiones del palacio. No obstante, el otro tercio del relato vale como reedición del discurso humanista de la dignitas, una actualización de las palabras de Pico della Mirandola o del célebre monólogo del judío Shylock en El mercader de Venecia. Al cabo, tal reivindicación se establece, more spinozista, a partir de los afectos: “al escribir estas memorias no es mi talla y sus proporciones lo que quise definir; ante todo quería poner mi empeño en seguir el desarrollo de mis sentimientos, de las afecciones de mi alma” (p. 63).

            Lo más perturbador del relato, y lo que contribuye con singular intensidad a subrayar la dignitas de su protagonista, es la relación de Boruwlaski con el sexo opuesto, su despertar sexual. Las mujeres lo toman en brazos, lo prodigan de mimos como se haría con un niño, no un hombre, ignorantes de las pulsiones que lo atormentan. A hombres como a Joujou, “su corta estatura no les impide experimentar la fuerza de las pasiones” (p. 50). No en vano, el cuerpo central está dedicado a la correspondencia amorosa entre Joseph y su futura esposa, Isaline: “¿Acaso la naturaleza me ha condenado con mi talla a no salir nunca del estrecho círculo de la infancia? ¿Para qué concederme entonces un corazón sensible? (…) ¿Por qué no puso límites a mis afectos del mismo modo que los puso a mis proporciones?” (p. 77).

Homer y Langley, de E. L. Doctorow

Homer y Langley, de E. L. Doctorow

(reseña publicada en Quimera, junio de 2010)

Metafísica de la acumulación

E. L. Doctorow, Homer y Langley, Miscelánea, Barcelona, 2010.

Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla, 208 pp. 18 €

En 1947, los hermanos Homer y Langley Collyer fueron hallados muertos en su mansión neoyorquina, a la sazón convertida en un vertedero de toneladas de periódicos viejos, libros apilados, cajas, máscaras antigás, trenes eléctricos, neumáticos, munición de artillería pesada, basura orgánica –incluidos órganos en formol que pertenecieron al padre, médico de profesión-, una docena de pianos –enteros o desguazados- y hasta un automóvil en medio del salón, imagen de enorme potencia sugestiva, pues un viejo automóvil constituye la más señera momia industrial de la sociedad de consumo.

La noticia, que conmocionó a la sociedad de su tiempo, sirve como pretexto argumental a Edgar Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) para reescribir la historia de América en el siglo xx, un palimpsesto brillante, trenzado con pulso admirable y sabia administración de los tiempos, que nos va adentrando en el corazón de las tinieblas de ese submundo de chatarra y delirio en que se convierte la gran mansión Collyer. Asistimos al proceso en que los dos excéntricos hermanos, huérfanos de una familia adinerada, van, paso a paso, rompiendo sus vínculos con el mundo exterior hasta un desenlace de ratas e infecciones, periplo que comienza con un gesto tan simple como dejar de pagar las facturas. Nos convertimos en asombrados testigos de la obsesión que los impulsa a desengancharse del trenzado de la vida pública, cómo se atrincheran al otro lado del velo de Maya de la sociedad de consumo, el del detritus, el de los materiales indignos y oxidados, la iluminación con lámparas de gas, la ropa extravagante –utilizan prendas militares, excedentes comprados al ejército- y el abandono de la higiene personal. Al cabo, son cinco o seis operaciones de resistencia a los imperativos cotidianos del mundo –desconectar el teléfono, no pagar la hipoteca ni los recibos de luz y agua, cerrar todos los postigos…- los que los conducen a ese otro lado, y el lector asiste al encadenamiento de tales resistencias y a la construcción de un xanadú de escombros con perplejidad y, lo que es más insólito, con aprobación. Ese es el prodigio que consigue Doctorow en Homer y Langley: lo enfermizo se convierte en una opción lícita. El derrumbe del patrimonio de la familia Collyer no es experimentado como una tragedia, sino como un camino, mórbido y cerrado sobre sí mismo, desde luego, pero una senda existencial al cabo.

Para que el mosaico americano resulte completo, Doctorow altera, como acostumbra a hacer en sus mal llamadas «novelas históricas postmodernas», algunos datos esenciales. Cambia la localización de la casa -frente a Central Park-, altera el orden de nacimiento de los dos hermanos y, lo que es más importante, prolonga la vida de los Collyer hasta los años setenta. Para subrayar la opacidad de las cosas, el carácter laberíntico del vertedero en que se ha convertido la mansión familiar,  concede el timón narrativo a Homer, el hermano ciego -¿una referencia al bardo de la Ilíada y la Odisea?-, apuntalando el relato a partir del tacto, el oído y el olfato; vemos –y digo bien, porque Doctorow consigue poner en pie imágenes vívidas desde la ceguera de Homer- cómo desaparece de las calles el olor orgánico de los caballos de los carruajes y es reemplazado por la gasolina, asistimos al nacimiento del cine sonoro, la Ley Seca y el hampa, la Gran Depresión, la IIª Guerra Mundial, la Guerra Fría, el advenimiento de la cultura hippie, para la que los hermanos se convierten en gurús, pues la conducta de los Collyer es interpretada como una suerte de resistencia afín por los jóvenes melenudos que se instalan en la mansión. La elección de Homer como narrador, por estos motivos, constituye un acierto pleno: él conoce la casa palmo por palmo, se desenvuelve entre las cosas con el tacto, y el tacto las hace tridimensionales para el lector, volviéndolas en obstáculos también para nosotros, haciéndonos partícipes de «esa sensación de vivir con objetos rotundamente inanimados, y tener que circundarlos» (p. 13). Es la experiencia sensorial de Homer la que levanta la casa ante nuestros ojos -«Siento las formas por el aire que desplazan, o siento el calor de las cosas» (p. 11)-. La sensorialidad constituye, sin duda, uno de los temas nucleares del libro, y Doctorow consigue transferir al lector el horizonte sensorial del narrador, un horizonte en progresivo retroceso, cada vez más mermadas las facultades de Homer.

Al cabo, el de Homer y Langley recuerda al disparatado empeño de las torres de Rodia, que con tan fino bisturí ha diseccionado el filósofo José Luis Pardo. Se trata de dos construcciones levantadas con materiales de desecho, conchas marinas, cascotes, cristales rotos, etc., acumulados sin criterio alguno por Simon Rodia, un inmigrante italiano que, fascinado por los rascacielos de América, empeñó su vida en construir algo grande suponiendo que el conjunto dignificaría finalmente los indignos materiales. Langley, sin embargo, tiene una motivación ontológica -llamémosla así- para apilar diarios viejos en la era anterior a internet: su investigación sobre la conducta humana. Su colosal propósito consiste en la elaboración de un diario que podría leerse eternamente, que reduciría -more axiomatico- todos los acontecimientos a un conjunto limitado de clases de sucesos, una tipología de los «comportamientos humanos seminales» (p. 53). La vida estadounidense quedaría así fijada en una sola edición de cinco centavos, la «Edición Única para Todos los Tiempos de Collyer», que ofrecería una descripción categórica de todas nuestras tendencias como especie (p. 163). El fundamento filosófico de este propósito, o despropósito, se halla en la que Langley denomina Teoría de las Reemplazos, según la cual la historia es una persistente sucesión de arquetipos –siempre hay, por ejemplo, una estrella del béisbol, siempre hay vencedores y vencidos- en la que unos individuos ocupan las vacantes dejadas por otros. La paradoja que enriquece Homer y Langley se encuentra en que la historia de los dos hermanos no encaja en ninguno de esos arquetipos universales, demasiado insólita y extravagante.

Como asegura Langley: «la verdadera noticia es la Forma Universal» (p. 53). Lo peculiar, lo individual, es por lo tanto chatarra, cuyo valor se acrecienta a medida que más se asemeja al universal platónico. Cada objeto que Langley trae a casa es el primero de una serie de ejemplares. Lo que él busca es el espécimen perfecto de cada clase, una obsesión con respecto a la cual Homer parece ir a remolque, con la esperanza de que también un día tenga sentido para él (p. 42). Así el acopio de objetos se constituye en una especie de metafísica en marcha: tal vez el mundo tenga finalmente sentido, tal vez la historia, su cúmulo de datos, peripecias y nombres, se resuelva en un orden final. Para tamaña empresa es preciso enclaustrarse, cerrar puertas y ventanas, romper todo hilo con el mundo, como los ermitaños, precisamente para ordenar el mundo. La pregunta que subyace a Homer y Langley es si la acumulación puede resolverse en una imagen cabal de la realidad, si con esa metafísica operación de huida hacia delante puede aspirarse a un sentido global que dignifique todos los escombros y materiales de derribo de la historia, es decir, la suma de todas las peculiaridades.

Lo más desconcertante del libro orbita en torno a la naturaleza de la relación entre ambos hermanos, lúcidos, a su manera, en sus apreciaciones sobre la historia, el amor y la guerra. Sobre dicha relación, Doctorow se muestra más bien esquivo: «Langley, ¿yo soy tu sombra?», pregunta el narrador (p. 77). A lo que Langley responde: «No, Homer. Soy tu hermano». El problema del doble y la sombra queda sin resolver en Homer y Langley, para enriquecimiento de sus lecturas.

 

Mario Cuenca Sandoval

reseña en Ymálaga

reseña en Ymálaga

El traductor del traductor

Carlos Pérez

Curiosa e innovadora obra maestra. Nada más abrir la novela asistimos a la actualización de un recurso clásico utilizado en nuestra literatura para asentar la verosimilitud y asegurar cierto distanciamiento, pero en esta ocasión el autor declara algún mérito propio aparte de simplemente reproducir unos papeles encontrados: dice ser el traductor a Español de la novela publicada en Inglés por uno de los personajes, el teniente Caplan. Cuenca Sandoval, además, va tejiendo una red intertextual de referencias y citas a pie de página que contribuye a disociar realidad y ficción, pero dentro de la ficción, pese a lo cual -y esto es un valor añadido- el lector no intuye que la sorpresa final será de naturaleza metaliteraria.

Transcurren los primeros años cincuenta del siglo XX en la guerra de Corea. La crudeza de las imágenes nos lleva al territorio mítico de sangre, trincheras, odio y muerte que muchos afortunados sólo conocemos a través de las películas norteamericanas. El refugio en sustancias estupefacientes se hace necesario en muchos momentos para poder superar los estados de angustia en base a las dosis de irrealidad que hacen posible la enajenación y la embriaguez. Poco a poco van introduciéndose los personajes centrales, el flaco Bentley, Wilson Reyes, el matrimonio Goh, Han Dong-Sun, Qwerty Caplan. La estructura de avances y retrocesos, con repeticiones y cambio de voces narrativas, nos va presentando situaciones parciales que encontrarán más adelante una explicación más completa, como en una especie de cadena trófica (la mosca, el camaleón, la serpiente...) en la que el peso aplastante de la guerra fuera devorando cada vez más ilusiones y esperanzas.

Se suceden múltiples guiños en esta novela concéntrica que nos dibuja la guerra al igual que el símbolo del tanque queda dibujado con las teclas de la máquina de escribir Remington (su tecleo repetido y lineal persigue al teniente Caplan hasta en su apodo de Qwerty). La miserable y paradójica muerte por inanición que se reserva para el flaco Willard Bentley, encerrado en un implacable refugio que será visitado por turistas en el futuro, nos recuerda la de alguien enterrado en vida, como en un cuento de Poe, ese autor -tan presente en la novela- que supo traducir al lenguaje de la literatura los efectos del éter y el láudano, y que nos trae de la mano la referencia a Baudelaire (otro traductor de un traductor).

 El estilo de Cuenca Sandoval incorpora las reflexiones y las descripciones, las acciones y las disquisiciones, en el flujo de un mismo torrente narrativo. Únicamente aparecen en las páginas 187 y 230 los clásicos guiones para ordenar el diálogo, como vestigios de una convención civilizada, anterior a los desórdenes y la vorágine de la guerra, y un paréntesis de delicadísima belleza se aparece en medio de tanta desolación bélica con el breve capítulo dedicado a Snowflake Bentley. La acción retrocede algunos años para presentarnos a Wilson Bentley, un personaje que se llama igual que Reyes y se apellida igual que Willard, un hombre obsesionado con atrapar la belleza efímera de los copos de nieve y explicarse los designios del universo -es decir, de lo único y lo diverso- , alguien que vive en su remota madriguera entre las nieves de Vermont (su lado Bently) y que sin embargo levanta al cielo su mirada buscando descifrar la perfección de lo celeste (su lado Wilson). Un fragmento en el que Cuenca Sandoval nos muestra sus armas de poeta.

Una novela redonda, que confirma el hallazgo que supuso la aparición en 2006 de ’Boxeo sobre hielo’. Para mi gusto, sólo le sobran los cuatro últimos fragmentos del último capítulo (del 32 al 35), pues la elipsis es un instrumento que permite al escritor dejar al lector saboreando, en efecto, la fuerza del final como un instante único sin tener que destripar las interioridades del laberinto narrativo ideado por él, al igual que el mago puede dejar la estupefacción del público en todo lo alto sin tener que recurrir al final a explicar dónde estaba el truco.

Con todo, si algún personaje queda después de esta lectura, si se afirma algún descubrimiento con voluntad de permanencia y seguimiento, no se trata del flaco Bentley (de Jericho, Vermont), del ángel pelirrojo Wilson Reyes (de Bogotá, Colombia), o de otros igualmente entrañables como la señora Goh o el muchacho Han Dong-Sun (el ladrón de morfina al que se refiere el título), sino del verdadero escritor, el traductor del traductor, Mario Cuenca Sandoval (de Sabadell, Barcelona), todo un personaje que, si se cruzara de pronto con Caplan cualquier noche de estas a la salida de algún tugurio escondido y maloliente, si se topara inesperadamente con ese traficante, ese pederasta, esa momia tramposa, ese superviviente sin moral, no debería desaprovechar la ocasión de acercarse para susurrarle al oído: "Tú tampoco existes".

El ladrón de morfina en La Vanguardia

El ladrón de morfina en La Vanguardia

El ladrón de morfina

Crítica por ÁLVARO COLOMER, La Vanguardia

Seré absolutamente sincero: por primera vez en mi vida he sentido una feroz, malsana envidia por la capacidad narrativa de un coetáneo español. Nunca me había ocurrido. Hasta la fecha había tropezado con autores de mi quinta que me gustaban, incluso que me fascinaban, pero jamás había dado con uno que me hiciera saltar de la silla exclamando: “¡Pero qué pedazo de escritor!”. El susodicho es Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), de quien muchos habían alabado Boxeo sobre hielo (Berenice, 2007) y de quien ahora llega El ladrón de morfina, historia que hunde sus manos en las ciénagas de la literatura bélica para extraer la belleza sumergida en todo campo de batalla, para mostrar la fragilidad de la condición humana parapetada tras el fusil, para replantear el modo en que la narrativa española –Sender, Barea, Pérez-Reverte– se había enfrentado hasta el momento con el concepto de guerra.

La novela narra la extrañísima, psicotrópica historia de tres soldados a quienes han dejado caer sobre la guerra de Corea: el Flaco Bentley, un granjero de Vermont reconvertido en rastreador de túneles subterráneos; Wilson Reyes, un enorme colombiano pelirrojo al que algunos consideran la encarnación de un ángel,y Qwerty Caplan, un oficial norteamericano empeñado en teclear mecánicamente una Remington que, en tiempos de sangre, confunde su condición de máquina de escribir con la de revólver. Los tres personajes irán tropezando unos con otros, así como con otros fantasmas que parecen agonizar en ese purgatorio de dolor, y cada uno quedará tan fascinado con la presencia de los demás que, juntos, formarán una suerte de Santísima Trinidad cuyos vértices, tras haber sido separados por la guerra, se sentirán en todo momento atraídos, necesitados de recomponer la figura geométrica que habrá de devolver la belleza a un mundo desgarrado por el odio. Dicha belleza aparecerá oculta en lugares tan diminutos como los componentes químicos de la morfina o la estructura hexagonal de un copo de nieve.

 

Pero El ladrón de morfina es mucho más que un argumento de corte poético y una historia sobre tres hombres que ansían el amor en un contexto repleto de crueldad. Es también un muestrario de las distintas formas de narrar en nuestra época, el cual se materializa en los diferentes tonos que tiene cada uno de los capítulos y en la reconversión de ciertos referentes indiscutibles dentro de la literatura bélica (Conrad, Bulgakov, Johnson, Mailer...) y de la literatura universal (Poe, Nabokov, Ballard, acaso Burroughs) hasta transformarlos en una composición que podría explicar perfectamente la historia bélica posmoderna, la historia líquida de la condición guerrera, también la historia estética de los avances narrativos que ya copan nuestras librerías. Y todo esto sin ofender a la tradición española, aquí representada por el hecho de que Mario Cuenca finja que este libro es la traducción de la novela de otro autor –ese Caplan que al tiempo es personaje y que hoy existe en las páginas de Facebook–, igual que Cervantes trató de convencernos de que su Quijote provenía deun manuscrito encontrado por casualidad.

Así las cosas, hacia el final de la novela, cuando ya se resuelven algunos interrogantes planteados desde la primera página, el narrador tiene a bien decir una frase harto escuchada de labios de muchos escritores contemporáneos, “la ficción es agotadora”, pero que en este caso no hace alusión al viejo debate sobre la muerte de la novela, sino que referencia el esfuerzo intelectual que actualmente, cuando los autores de éxito usan fórmulas más que agotadas, supone convertir mentiras en verosimilitudes. En definitiva, El ladrón de morfina es una historia perfecta creada por un novelista a quien no puedo más que tildar, corroído por la envidia, de pedazo de escritor.

La vida fácil, de Richard Price

La vida fácil, de Richard Price

(reseña publicada en Quimera, mayo de 2010)

 

Vanidad de vanidades

Richard Price, La vida fácil, Mondadori, 2010.

Trad. De Carlos Milla Soler, 522 pp.

 

La trama, aseguraba Nabokov, es una manía burguesa. De ser cierta esta aseveración que Vila-Matas atribuye al autor de Lolita, la novela negra vendría a ser el género burgués por excelencia y La vida fácil de Richard Price (Nueva York, 1949) se afiliaría a lo que es más una constelación que un género; ideal para ese hipotético lector burgués sin mejor ocupación que distraerse con historias que jamás sucedieron. Los requisitos del género se cumplen en La vida fácil: el protagonismo de una antitética pareja policíal, un inspector de rasgos irlandeses (Matty Clark) y otra de origen latino (Yolonda Bello, con errata incluida que recuerda a la Esmarelda Villalobos de Tarantino), el retablo sociológico, la vertebración del relato en torno a un crimen, el asesinato del joven Ike Marcus a manos de dos pandilleros del Lower East Side, que parece en ocasiones un simple pretexto para los diálogos, en cuya construcción exhibe Price sus talentos de guionista. Vivir es dialogar, intercambiar perplejidades.

Que la narración se abra con un coche patrulla girando en el cruce de tal calle con tal otra no es una casualidad. La vida fácil es justamente eso, una suerte de coche patrulla recorriendo varias decenas de vidas, la diversidad étnica de un Nueva York que funciona como lanzadera hacia sueños y frustraciones. Los policías que viajan en tal coche patrulla precisan de un fino olfato para sacar oro de una imagen, de un solo segundo en la retina, y justo ese es el segundo de los talentos que atesora Richard Price: su habilidad para poner en pie a un personaje en un solo párrafo. A golpe de secuencias y caracterizaciones veloces que recuerdan a las acotaciones de un guión cinematográfico, exhibe Price su habilidad para que toda una existencia pase delante de nuestros ojos en un instante. La cámara de Price, y digo bien, nos ofrece también el duelo de los familiares, el espectáculo circense de los homenajes públicos, más parecidos a una gala de los Óscars que a un acto sentido; la voracidad de la prensa, que convierte en titular las últimas palabras de la víctima, Ike Marcus: «esta noche no, amigo»; la frivolidad de un público que las transforma en un apócrifo testimonio de coraje personal. Todo ello en un revuelo de periodistas y curiosos que recuerda en ocasiones al Tom Wolfe de La hoguera de las vanidades.

No obstante, la adscripción completa de Price al realismo es engañosa. Sabe que una buena metáfora vale más que toda la cháchara naturalista u objetivista. Y las hay excelentes en La vida fácil: la comparación de un rostro que se contrae de desasosiego como una manzana (p. 29), la imagen del café Berkmann como un «palacio en el aire» (p. 31). Pero también las hay que chirrían: «los dedos perdidos en la tumefacción inferior como perritos calientes en hojaldre» (p. 469). Poesía de guionista.

La sociología que alimenta el texto es de un consciente atomismo social: Nueva York es sólo un catálogo de comportamientos. Cada personaje, y hay decenas de ellos en La vida fácil, constituye una pequeña isla, náufragos, nadadores que flotan o su hunden: «¿Qué hace falta para sobrevivir aquí?», se pregunta el padre de la víctima, «¿Sobrevive uno por lo que hay dentro de él? ¿O por lo que no hay?» (p. 472). Los delincuentes son presentados como pobres diablos que no están a la altura de su crimen, a la altura de los asesinos bíblicos, preocupados sólo por la promoción personal en el barrio. Tampoco los inocentes están a salvo de esa pulsión de «querer ser alguien»; es el caso de Eric Cash, testigo del asesinato, no por azar escritor en ciernes, un arquetipo que la literatura reciente ha aupado a la constelación de los perdedores. De la ciudad se destaca, sobre todas las cosas, «su inmediatez en el espacio y el tiempo, cuyo mensaje iba directo al verdadero motor de la existencia de Eric, el afán de llegar a ser algo» (p. 24), aleph de todas las vanidades, ávidas de gloria personal en un tiempo en que la gloria se confunde con la fama.

 

Mario Cuenca Sandoval

El ladrón de morfina, según Patricio Pron

 

(reseña en El boomerang)

"En la muerte las voces son una sola voz"

 
 
Unas semanas atrás, el crítico español Santos Sanz Villanueva daba cuenta de la existencia de un "movimiento modernizador de nuestra novela" entre cuyos autores mencionaba a Agustín Fernández Mallo, Manuel Vilas, Robert Juan-Cantavella y otros; también destacaba que ese movimiento es más amplio de lo que creía pero asimismo insinuaba cierta sorpresa por el hecho de no haber sabido "nada" de Mario Cuenca Sandoval, "cuya novela El ladrón de morfina lo sitúa en esa órbita innovadora, hoy por hoy de frutos más innovadores que logrados".
 
El ladrón de morfina tiene lugar durante la Guerra de Corea de 1950 a 1953 y gira en torno a las peripecias prácticamente oníricas de un puñado de personajes entre los que se cuentan un colombiano asalariado en el ejército estadounidense, un médico coreano y su mujer que curan a los participantes en el conflicto sin preguntarles a qué bando pertenecen y finalmente acaban pagando por ello y un niño que roba morfina para el médico. Aunque abundan las páginas en las que el autor describe las acciones bélicas con un lenguaje que debe mucho al tratamiento de la guerra en las artes audiovisuales, la guerra que narra en su obra es más interior que exterior y sus efectos son más terribles y duraderos en la subjetividad de los personajes; allí también, provocan transformaciones importantes y cambios bruscos que tienen poco que ver con la guerra sin sentido que rodea a esos personajes y en la que la conquista de una población insignificante es seguida por su reconquista por parte del bando rival y nada parece cambiar realmente, excepto que algunos mueren y otros viven un tiempo más.
 
Sanz Villanueva sostiene que la obra contiene "exploraciones diversas acerca de la hermandad, la ternura, la compasión, el sexo, la esperanza, la muerte, la culpa, la ideología" pero la principal indagación aquí (también mencionada por el crítico) es la de la identidad y sus juegos de espejos: ¿quién escribe este libro? ¿Quién es realmente su supuesto autor, el artista plástico y escritor S. K. Caplan, creador también de un arte infográfico algunas de cuyas obras son reproducidas en el libro? ¿Quién es el Flaco Bentley? ¿Es William A. Bentley, el fotógrafo de los copos de nieve? ¿Y cuál es su contribución a la escritura de este libro? ¿Quién escarba los túneles en los que se refugian los protagonistas? En la exploración de esos aspectos radica todo el interés que el lector puede encontrar El ladrón de morfina, que Sanz Villanueva califica de "novela exigente", que "requiere esfuerzos excesivos de lectura" y posee una "dimensión demasiado abstracta, que lastra la anécdota, mortecina, y a los personajes, de insatisfactoria caracterización"; contra estas objeciones, que quizás sean excesivas, vale la pena sostener que El ladrón de morfina está narrado con un muy meritorio aliento poético que, aunque no es ajeno a ciertos tópicos, a veces entrega párrafos de gran plasticidad:

La señora Kim le explicó al doctor, mientras él le tomaba la tensión [...], que aquellas tal vez fueran voces de muertos, de soldados fantasma que marchaban hacia la aldea, dispuestos a dar término a alguna misión en la que fracasaron, algo que no pudieron concluir, [...] soldados de cuello larguísimo, soldados cuya cabeza giraba trescientos sesenta grados alrededor de su cuello, con las cuencas de los ojos vacías, cantando al unísono porque en la muerte, aseguró la señora Kim, todas las voces son una sola voz, porque todos los fallecidos piensan con un solo pensamiento [...] (96-97).

Vale la pena mencionar también, pienso, que la de El ladrón de morfina es una apuesta arriesgada y, por lo tanto, valiosa. Quizás su dificultad provenga del hecho de que la primera de las cinco secciones que componen el libro es la más larga y menos interesante; un error que hubiera podido subsanarse desplazando la información narrativa contenida en ese apartado a los otros dos sin que la novela hubiese perdido en unidad. Más allá de esto, y de las objeciones planteadas por Santos Sanz Villanueva, El ladrón de morfina es una obra meritoria, que probablemente lleve al lector a profundizar en la obra de su autor, por ejemplo en sus libros de poesía Todos los miedos(Renacimiento, 2005), El libro de los hundidos (Visor, 2006) y Guerra del fin del sueño (La Garúa, 2008) y sobre todo en su novela Boxeo sobre hielo(Berenice, 2007), una obra valorada por algunos de los lectores más inteligentes del momento. El ladrón de morfina probablemente lleve también al lector a interesarse por el futuro de Mario Cuenca Sandoval, que sospecho que será el futuro de la literatura española.

 

Mario Cuenca Sandoval
El ladrón de morfina
Madrid: 451 Editores, 2010

Reseña de El ladrón de morfina, por Manuel Moyano

Reseña de El ladrón de morfina, por Manuel Moyano

 

Fiebre y palabras
 

Diario La Verdad

15.05.10 - MANUEL MOYANO

El barcelonés Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), residente en Córdoba, donde imparte clases de filosofía, tal vez posea una de las voces más sugestivas y rompedoras del panorama narrativo patrio. Lo demostró con su primera novela, ’Boxeo sobre hielo’, y lo confirma ahora con ’El ladrón de morfina’, que comparte con la anterior un modo peculiar de contar y cierta querencia por los personajes desubicados.

En un juego de metaficción, la novela es presentada como obra de un tal Samuel Kurt Caplan y está ambientada en la guerra de Corea, en los inicios de la década de los 50 del pasado siglo. Sus principales protagonistas son Willard Bentley, alias El Flaco, un recluta criado en la bucólica Jericho (Vermont), y el colombiano Wilson Reyes, especie de figura mítica sobre la que descansa el peso de todo el libro: un gigante pelirrojo y semialucinado, con «un perpetuo gesto de estupor ante la realidad», cuya desaparición en combate desencadena la acción.

No hablamos, en cualquier caso, de una novela típica, con su principio, nudo y desenlace. El ’modus operandi’ de Cuenca Sandoval no aspira tanto a contar una historia como a crear un estado de ánimo en el lector, una especie de trance como el que alcanzan los derviches en plena danza. Lo sugiere el propio narrador en esta reflexión: «Eso mismo (…) les ocurría a las palabras en el cajón de la fiebre: la fiebre las sacudía como cubiertos, las desbarajustaba, les sacaba brillo. Algunas permanecían en su puesto y otras bailaban de significado, luminosas. Eso les hacía la fiebre a las palabras. La fiebre debería ser objeto de estudio de los gramáticos y no de la medicina».

El tono de ’El ladrón de morfina’ tiene, por tanto, algo de delirio francisfordcoppoliano (si el neologismo es admisible), porque la prosa de Cuenca es poesía, poesía de la pesadilla, de lo atroz, de la extrañeza ante el hecho de ser hombres, «animales que deliran y se creen ángeles».