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mario cuenca sandoval

Soneto a Andrés Iniesta

Soneto a Andrés Iniesta

Puesto que hoy hace un año de la sin par gesta, ahí va este soneto que me encargaron para una antología:

 

Desmarcarse, ofrecerse, andar con ojo,
coloso en miniatura, Sancho altivo,
alado y terrenal blancor furtivo,
imprudente deidad, sensato arrojo.

Vivir de la ocasión y su despojo,
ladrón de flashes, soberano esquivo.
Levantar un retablo fugitivo
donde quepa un clamor blaugrana y rojo.

Apedrear un muro de titanes.
Desgajar la naranja de un zarpazo.
Sembrar la vid entre los tulipanes.

Prender fuego a la vida en un chispazo.
Saber que el grito en un suspiro cabe.
Esto es un gol, quien lo probó lo sabe

Revista EÑE

Revista EÑE

Ya está a la venta el número de verano de EÑE (nº26), Hoteles, mil aventuras, que incluye mi cuento Hotel Mystic. La compañía es de lujo, entre otros: Elvira Navarro, Guillermo Saccomanno, Javier Tomeo, Pedro Zarraluki, etc.

Los oficios del libro

Los oficios del libro

Mañana, sábado 11, a partir de las 12:30, se presenta en la Feria del Libro de Madrid (pabellón de las universidades) la nueva editorial Libros de la ballena, y, con ella, esta antología de cuentos que han preparado los alumnos del Máster de Edición de la Universidad Autónoma titulada Los oficios del libro, y en la que tengo el gusto de participar con mi relato Salvar a Perec.

Reportaje en Qué Leer

Reportaje en Qué Leer

Crónica de mi visita a Chris Stewart en la Alpujarra granadina, en el número de junio de Qué Leer. Ya a la venta.

Caldo de cultivo

Mi cuento Pang! en el último número de la revista Caldo de cultivo. Espectacular el diseño. No os la perdáis.

NEAR FUTURE_DISTOPÍAS POSIBLES from julià panadès julià on Vimeo.

Rayuela en 1500 palabras

Rayuela en 1500 palabras

Una pequeña maldad publicada en Quimera, especial literatura infantil, abril de 2011.

 

"Érase una vez una muchacha que se llamaba Lucía pero a la que todos conocían como La Maga, pese a que no hacía truco de magia alguno. La joven Lucía era uruguaya de nacimiento y uruguaya de profesión, aunque vivía en París, como casi todos los uruguayos y la mayoría los argentinos, y allá, en la ciudad de la luz, había conocido precisamente a un argentino que se llamaba Horacio Oliveira, un tipo mayor que ella que se ganaba algunos francos ordenando correspondencia y que, para ser sinceros, a sus cuarenta años no sabía muy bien lo que quería ser en esta vida. Una cosa sí sabía: que le gustaba aquella Maga sin magia. Pero poco más. Sabía que se llamaba Lucía, que era uruguaya y algo bruta y muy pero que muy divertida, que tenía un bebé llamado Carlos Francisco al que todo el mundo se refería con el apodo de Rocamadour, que es nombre de queso francés, que el padre era militar, que iba de aquí para allá por las calles de París y que, si uno cerraba los ojos y deambulaba por ellas con el propósito de no encontrarse con Lucía, o mejor, con ningún propósito, lo más probable es que se encontrara con Lucía. Así que, para citarse con La Maga, Horacio hacía siempre lo contrario de citarse con ella, es decir: no citarse.

Si esta parte te parece un poco confusa, aguarda un poco.

Cuando por azar se encontraban en alguna calle, en algún puente, Lucía y Horacio se dedicaban a comer hamburguesas en el Carrefour de l’Odeón, ver películas mudas, montar en bicicleta, fabricar juguetes absurdos, escuchar discos de jazz, aprender juegos malabares y charlar sobre el centro, que era una teoría que tenía Horacio según la cual, y por culpa de la geometría -ya sabes, esa parte de las matemáticas que tan poco te gusta, la que habla de pirámides y esferas-, todos andamos buscando el centro de la vida, de la misma forma en que buscamos el centro del tablero del tres en raya para ganar el juego. El problema es que la vida, decía Horacio, no tiene centro. Por ese motivo, sin un centro hacia el que dirigirse, Horacio y Lucía iban de aquí para allá como vagabundos, hablaban con vagabundos, que en Francia se llaman clochards, y se juntaban con gente tan extravagante como ellos dos, como Gregorovius, Etienne, Perico, Roland, etc., junto a los cuales formaron el Club de la Serpiente, aunque serpiente, siento decepcionarte una vez más, no había ninguna, y todos se reunían y charlaban y fumaban y bebían y leían a un escritor llamado Morelli y escuchaban discos y hablaban en glíglico, que era un idioma que se había inventado La Maga, el glíglico. Así que tenemos un Club de la Serpiente sin serpiente, un tipo que buscaba el centro que no existe, una maga sin magia, un idioma inventado y un hijo con nombre de queso.

Si esta parte también te parece confusa, aguarda un poco más.

Un día, Lucía y Horacio decidieron vivir juntos porque ninguno de los dos andaba muy largo de dinero -ya se sabe, no suelen pagar un salario por no hacer nada- y, entonces, Carlos Francisco enfermó de golpe -no queda claro si lo primero guarda alguna relación con lo segundo-. El caso es que Carlos Francisco, o Rocamadour, ya no quería comer, y al mismo tiempo Horacio estaba celoso de Gregorovius porque pensaba que había algo entre él y su maga uruguaya. Y por eso discutieron. Discutieron con el llanto de Rocamadour de fondo, y tras la discusión, Horacio Oliveira se echó a la calle porque necesitaba estar solo, porque necesitaba hacer lo que mejor se le daba, nada, deambular y deambular, y en su paseo tropezó con un viejo al que había atropellado una furgoneta, y lo ayudó a incorporarse, y resultó ser el tal Morelli, y después desembocó en un teatro donde una pianista gorda ofrecía un concierto lamentable, a cuyo término, en un acto de compasión, decidió acompañarla a casa, aunque la pianista lo despechó suponiendo que lo que pretendía Horacio era cortejarla. Y esa misma noche, la noche del concierto de piano más penoso del mundo, el pobre Carlos Francisco empeoró y empeoró y subió al cielo. Sólo Horacio se dio cuenta de que Rocamadour ya no se movía en su cunita, pero no se atrevió a decírselo a La Maga y poco a poco fueron llegando los miembros del Club de la Serpiente, y conociendo la terrible noticia, y Horacio Oliveira, aterrorizado, se marchó del piso para deambular otra vez, y, a su regreso, su querida Lucía, la maga uruguaya, destrozada por el dolor, había desparecido y el Club de la Serpiente había sido disuelto, y Horacio seguiría buscando un centro que no existe.

Si esta parte te parece absurda, espera un poco más.

Porque la historia prosigue con Horacio en pos de La Maga, pero, en esta ocasión, al revés de lo que acostumbraba a hacer en el pasado, ya no se trata de no buscarla y encontrarla, sino de buscarla y no encontrarla, lo que sin duda es mucho peor. Y en su ir y venir se lía con Emmánuel, que es una vagabunda, que en francés se dice clocharde, y beben bajo un puente, y los arrestan a los dos por escándalo en la vía pública, con lo que a Horacio lo repatrian a la Argentina y, una vez en Buenos Aires, se instala en un piso en frente del de dos viejos amigos que trabajan en un circo: Traveler -que en español significa viajero-, un argentino que no ha viajado nunca -cosa bastante excepcional-, y Talita, su esposa, a quien Horacio confunde con La Maga pues, en parte, es una doble de La Maga de idéntico modo en que Traveler es un doble de Horacio, por eso dice Horacio que la diferencia entre Traveler y él es que los dos son iguales. Entre todos construyen un puente que va de la ventana de Horacio a la de sus vecinos con dos tablones fijados por enciclopedias y libros científicos y varios muebles, y, durante el montaje del puente, a Talita casi le da una insolación, allá arriba, sentada sobre los tablones, uniéndolos con una cuerda, y es gracias a ese puente que pueden pasarse los paquetes de mate de un piso a otro, o cruzar ellos mismos, incluso por la noche, incluso sonámbulos. Ah, se me olvidaba: Horacio vive ahora con su nueva novia, Gekrepten, que es tan tonta que no sabe usar un teléfono y está empeñada en tejerle prendas para el invierno.

Aguarda: viene lo más extraño de todo.

Traveler, quien ahora padece insomnio, le consigue a Horacio un empleo en el circo, pero el dueño, el señor Ferraguto, decide permutar su negocio por un manicomio en el que trabajarán Talita, Traveler y Horacio, si bien el traspaso exige la firma de todos los locos, y allí que van los tres, loco por loco, para conseguir que les firmen el documento, porque están convencidos, quién sabe por qué razón, de que cambiar un circo por un manicomio es prosperar. Una noche, en el depósito de cadáveres de su nueva clínica psiquiátrica, Horacio besa a Talita viendo en ella a La Maga, por lo que podría decirse que besa a La Maga en los labios de Talita, y, cuando se entera Traveler de esta insignificante traición, Horacio, avergonzado, se encierra en su cuarto con un pulóver verde que se va deshilachando según se mueve de un rincón a otro de la estancia, tendiendo el hilo verde de aquí para allá como si Oliveira fuera una araña. Coloca la cama y el escritorio como obstáculos, vuelca sillas, acumula palanganas llenas para impedirle el paso a Traveler, a los enfermeros, a todos los demás. Pasa horas encerrado, volcándolo cosas como un loco y cubriendo el cuarto de hilos que se le van desprendiendo del pulóver. Y cuando Traveler se acerca a parlamentar con él -no creas que no comprende y disculpa a su amiga la araña-, Horacio se asoma a la ventana, desde donde se ve el patio del manicomio y, en el suelo del patio, las casillas de una rayuela de tiza desde donde La Maga, quiero decir, Talita, le pide a voces que no salte. Se encarama a la ventana con la idea de precipitarse sobre la última casilla -es importante que sepas que a la última casilla de las rayuelas se le llama el cielo-. Llega el personal médico, invitan a Traveler a que se aparte, de lo contrario es seguro que Horacio saltará. Traveler obedece y baja donde La Maga, y se colocan sobre las casillas seis y tres respectivamente. Horacio se asoma un poco más; qué fácil sería acabar con todo, qué fácil sería dar otro paso, y... puf. Piensa que podría llegar a la última casilla de un salto, que podría llegar al cielo desde allí. Eso piensa.

Y, colorín colorado, el cuento queda sin terminar."

Nueva antología

Nueva antología

Mi microrrelato Miopía recogido en la III Antología del Relato Negro de Ediciones Irreverentes.

El ladrón de morfina, según Ariadna G. García

El ladrón de morfina, según Ariadna G. García

reseña publicada en el blog de crítica La tormenta en un vaso:

En el año 2006 la editorial Berenice, que tiene el gusto y el acierto de apostar por autores, a su vez, arriesgados, periféricos e innovadores, publicaba la primera novela de un narrador nato, de un amante de la literatura que escoge, con delicadeza e intuición, las mejores imágenes de su productiva cosecha para ofrecernos libros evocadores, reflexivos y de gran belleza plástica. Mario Cuenca Sandoval se estrenaba en el arte de la prosa con Boxeo sobre hielo, una novela a trazos, a golpes de escritura que impactan en el cuerpo de la historia de sus protagonistas dejando moratones en las páginas, es decir, pequeñas extensiones de amargura, frustración y desencanto. Ya en aquel libro, Cuenca trataba algunas obsesiones que aparecen en su última obra: la violencia, el uso de narcóticos, la pederastia, el sueño; y nos mostraba una forma distinta de relatar, variando las voces, las perspectivas, ramificando las tramas, simultaneando las coordenadas del espacio-tiempo, en la estela, entre otros volúmenes, de Señas de identidad, de Juan Goytisolo. La novela, que narra a ganchos, a directos, la vida de Miguel, El Loco, Larretxi (un violento y laureado boxeador de los años 60), de su esposa (una famosa y anárquica pianista) y del hijo de ambos, obtuvo el Premio Andalucía Joven de Narrativa, compuesto por Javier Hernández, Eduardo Jordá e Hipólito G. Navarro.
En Boxeo sobre hielo los distintos narradores dan musculatura discursiva a personajes fronterizos, complejos, hundidos o encumbrados por la dura relatividad de una mirada, de su lente plana, cóncava o convexa. Llama la atención, también, el cuidadoso empleo de las imágenes, que, como boyas en el mar, iluminan la obra, son como fogonazos que nos alertan de un motivo que requiere meditación y análisis: “Nuestro explorador estaba persuadido de la existencia de primitivas vías abiertas en los mares. Pero el agua arrasa siempre los surcos que los hombres dibujan. A diferencia del recorrido terrestre, la navegación no deja huellas. La espuma oceánica se las lleva a una forma suprema del olvido que se agazapa en el fondo de las aguas” (pág. 45).
En el espléndido Ladrón de morfina, Mario Cuenca Sandoval endulza este lenguaje poético, en violento contraste con el trasfondo bélico del libro. No en vano, el autor es, además, un distinguido poeta galardonado con premios: el Surcos, por Todos los miedos (2005); y el Vicente Nuñez, por El libro de los hundidos (2006). Valga como ejemplo cuando el narrador, a propósito de la obsesión por la caducidad y por las excepciones en la naturaleza que padece Wilson A. Bantley, soldado raso del ejército de los EEUU durante la Guerra de Corea, escribe sobre la nieve: “Le duele tanta belleza desperdiciada […] No es el primer hombre que se ha sentido así, perplejo ante la fugacidad de las cosas, perplejo ante el carácter único y evanescente de cada uno de esos copos de nieve […] Dios debe de invertir buena parte de la eternidad en el diseño de estos minúsculos regalos silenciosos […] Todos tienen la forma de una estrella de seis puntas. Incluso Dios se pliega a un patrón, porque la ley natural les ordena a todos ser iguales y ser distintos al mismo tiempo” (Págs. 170-172). Las novelas de Cuenca Sandoval, como esos cristales de frío, son en parte gemelas y en parte diferentes.
El Ladrón de morfina, al igual que El Quijote, remota el tópico literario del manuscrito encontrado. La autoría de la obra se atribuye a Samuel Kurt Kaplan, veterano de la guerra coreana. El libro se estructura en función de sus personajes protagonistas (el Flaco Bantley, el matrimonio Goh, Wilson Reyes y el teniente Caplan) y tiene cinco partes que no son, sin embargo, compartimentos estancos, sino que están trenzadas. El libro, en ocasiones, establece un diálogo meta-literario con algunos relatos de Edgar Allan Poe, en concreto, con dos: El extraño caso del Señor Valdemar y El entierro prematuro. Cuenca establece un par de niveles de conciencia en la mente de sus criaturas: la conciencia normal y la vigilia, ya sea inducida por el uso de drogas (marihuana, opio, morfina, alcohol) o por una patología de las que produce la guerra (estupor, terror, fiebre). Esta fascinación por el buceo introspectivo permite a Mario Cuenca acceder a la pulpa del inconsciente humano, a los recovecos de la personalidad, al límite acuoso entre la vida y la muerte. En cierto sentido, el Ladrón de morfina no dista demasiado de la película Cisne negro.
Escrito con una prosa ágil y de alta capacidad evocadora, el libro recoge la experiencia militar de varios soldados, todos ellos singulares, extraños invitados a una guerra que habrá de confundirlos, de enajenarlos, hasta olvidar sus nombres; y de una humilde y compasiva familia coreana, a la que el napalm no ha arrasado la grandeza de corazón ni la caridad.
Mario Cuenca Sandoval ha escrito un impecable libro de acción bélica, rasgado por una fina aguja de lirismo. La edición de 451 es preciosa e incluye varias ilustraciones impactantes. Esperemos que Mario finalice pronto su tercera novela. Hasta entonces habrá que conformarse con releer fragmentos, pero qué fragmentos: “Había que detener la hemorragia. Había que detener el derrame del ángel. Había que rasgarse el pantalón y usarlo como venda. La vida era líquida. La vida goteaba sobre la nieve. Vio su vida goteando sobre la nieve y pensó que no era suya, que no podía serlo” (Pág. 72).

Los superhéroes y la filosofía

Los superhéroes y la filosofía

(reseña publicada en Quimera, 328, marzo de 2011)

 

La superescuela de Atenas

AA. VV., Los superhéroes y la filosofía

Blackie Books, 2010.

Trad. De Cecilia Belza y Gonzalo García

427 pp. 22€

 

Prejuicios filosóficos. De un tiempo a esta parte, los libros de divulgación filosófica inspirados en elementos de la cultura popular -Los Simpson y la filosofía, Los soprano y la filosofía, La filosofía de Lost, La filosofía de House, etc.- han tomado el estand de novedades filosóficas, habitualmente esquinado en librerías y en insólita vecindad con los de autoayuda y esoterismo. Todos estos gruesos y exitosos títulos parecen hacer válido el aserto de Popper según el cual “no todo el mundo realiza reflexiones filosóficas, pero todo el mundo tiene prejuicios filosóficos”, incluidos los superhéroes, desde luego. Si la misión ulterior de la filosofía consiste, en expresión de Heidegger, en “arrojar luz sobre los juicios secretos del entendimiento”, el primero de los propósitos de estos lanzamientos editoriales parece ser el de iluminar los presupuestos sobre los que la cultura de masas ha erigido sus espléndidas mitologías, compartidas por miríadas de adeptos. Y, como resulta innegable que los álbumes de superhéroes constituyen uno de los productos más señeros de la “Santa Cultura Pop” (p. 11) –los autores nos recuerdan que “son muy pocos los personajes de ficción que, a lo largo de la historia, han obtenido un reconocimiento similar al de Superman o Batman” (p. 12)-, era de esperar que alguien se lanzara a la empresa de explicitar los prejuicios -tómese la expresión en sentido neutro, como juicios previos- que subyacen a las narraciones superheróicas. A Blackie Books hay que agradecer la exquisita y atractiva edición –sello de la casa-, y a Tom y Mat Morris la coordinación de un volumen que, no obstante, se desenvuelve en la habitual nimiedad de cierta –nótese que no toda- filosofía académica anglosajona: abundan los artículos ramplones y escasamente incisivos, como, verbi gratia, las trece páginas que Loeb y Morris dedican a hacernos ver que los superhéroes son “modelos morales” -no había necesidad-, lo que nos hunde en la melancolía de imaginar qué hubiera escrito sobre estas cuestiones un Roland Barthes, un Gilles Deleuze o un Peter Sloterdijk.

 

Problemas filosóficos. Cabe sin duda interpretar las aventuras de los héroes enmascarados como algo que trasciende el mero entretenimiento y plantea inquietantes cuestiones sobre la identidad, la responsabilidad moral, la fe, el papel de la tecnología en nuestro tiempo, etc.. Sirva como ejemplo el modo en que Taliaferro y Lindahl-Urben, disertando sobre los 4 Fantásticos, ilustran la oposición entre éticas consecuencialistas y éticas deontológicas: la moral de los villanos es siempre un utilitarismo a la inversa -maximizar el sufrimiento ajeno-, mientras que los héroes enmascarados adoptan una ética del deber de cuño kantiano: el imperativo categórico de tratar a los demás no como medios sino como fines en sí mismos. Al hilo de esta cuestión viene el análisis del desenlace de Watchmen, donde el interrogante moral consiste, justamente, en por qué anteponer la dignidad de los pocos a la vida de los muchos; si, al cabo, para una inteligencia superior como la de Ozymandias, primaría el criterio consecuencial sobre el deontológico.

 

Por qué ser moral. ¿Para qué hacer el bien cuando se goza de superpoderes? ¿Por qué individuos que podrían tener cuanto quisieran optan por el altruismo? ¿Por qué el kriptoniano Superman asume la empresa de proteger a una especie que ni siquiera es la suya? Como escribe Mark Waid en su capítulo sobre Superman, los jóvenes de la generación x no perciben el mundo con la inocencia de los lectores del Superman original. El mundo, escribe Waid, “es un lugar en el que siempre se impone el capitalismo sin freno, en el que los políticos siempre mienten, en el que los ídolos deportivos se drogan y pegan a sus mujeres (...)” (p. 24). La conducta altruista parece una extravagancia en la era del crepúsculo del deber, en expresión de Lipovetsky. Por ello no es casual que varios autores de este volumen recreen la fábula del “anillo de Giges” que presentara Glaucón en la República: un don extraordinario, como, por ejemplo, el de la invisibilidad, un don que sustrajera la conducta a la mirada social, convertiría en injusto al más justo de los hombres.

La mayoría de los superhéroes, se concluye, parece hacer falsa la tesis de Glaucón. Son seres dotados de poderes extraordinarios y comprometidos, no obstante, con el bien, es decir, con “la verdad, la justicia y el modo de vida socrático”.

 

Quién vigila al vigilante. Las sociedades reguladas por los principios del Estado de derecho proscriben el derecho de los individuos a tomarse la justicia por su propia mano. El contrato social excluye la posibilidad de la justicia individual, o la parajusticia individual, para ser exactos. Pero, entonces, ¿cuál es la naturaleza moral del vigilante? ¿cuál su condición? La actitud parapolicial de los superhéroes es analizada por Aeon J. Skoble en el, a mi entender, mejor artículo de Los superhéroes y la filosofía, donde se profundiza en el Watchmen de Alan Moore y en The Dark Knight de Frank Miller. La parajusticia que persiguen los héroes enmascarados pone sobre la mesa dilemas morales que, en la “edad de la inocencia” del comicbook, ni siquiera se insinuaron. En volúmenes como estos desemboca el impulso, iniciado por Stan Lee en la década de los sesenta, de humanizar a los superhéroes, lo que implica confrontarlos con preguntas sobre lo que hacen y por qué lo hacen (p. 234), qué deberes comportan sus dotes extraordinarias, qué obligaciones y qué grado de responsabilidad (“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, aseguraba el tío Ben Parker).

 

Y aún hay más. Son, desde luego, los problemas morales los que ocupan el grueso de Los superhéroes y la filosofía, pero también tienen cabida otros como la identidad -¿son Bruce Banner y el increíble Hulk la misma persona?-, los cambios en las relaciones de género -ejemplificados con las mujeres de la Patrulla x-, los tipos de amistad -donde se invoca a Aristóteles y la paradigmática soledad de Batman- o cuál sea la auténtica naturaleza de la fe, problema que se ilustra con la figura del católico Daredevil, alguien que, en expresión bíblica, vive “en fe y no en visión”. Matt Murdock, el héroe ciego de Hellskitchen ofrece, además, una vívida presentación de la conocida como apuesta de Pascal: es preferible creer en un Dios que no existe a no creer en un Dios que sí existe. Los 4 Fantásticos, por su parte, ilustran el papel de la institución familiar invocando de nuevo el análisis aristotélico. Spider-Man ofrece una ajustada imagen de la teoría de las “dos dificultades” para amar al prójimo de Kiekergaard: (i) la tendencia a anteponer los propios deseos sobre lo demás y (ii) la incomprensión y desprecio de los demás; en el caso de Spider-Man, (i) su amor por Mary Jane entra en conflicto con su vocación de justiciero enmascarado; (ii) el desprecio de J. J. Jameson alimenta una campaña periodística para manchar la imagen del justiciero arácnido. También la Patrulla x, alumbra peculiarmente este segundo peligro kierkegaardiano: la dificultad de hacer el bien cuando se es despreciado precisamente por aquellos a los que se entrega la vida.

Con todo, el volumen adolece de cierto desequilibrio: algunas de las cuestiones aquí reseñadas se repiten hasta la saciedad, con personajes y ejemplos redundantes, mientras que quedan fuera otras que podrían haber enriquecido el conjunto -clamorosa ausencia de cuestiones relacionadas con la metafísica, la filosofía de la tecnología o la filosofía del hombre, entre otras-. Para mayor desconsuelo de un lector con formación filosófica, tampoco es demasiado amplio el abanico de filósofos a los que se acude. Aristóteles sobrevuela la totalidad, Platón y Kierkeegard asoman en varios artículos, Nietzsche es mencionado en un par de líneas, pero, curiosamente, el resto de los superfilósofos que ocupan la cubierta no tiene cabida en la letra impresa. Revisen, si no, el índice onomástico.

Dicen...

Dicen...

Alberto Díaz-Villaseñor habla de El ladrón de morfina en Cope Córdoba.

Deseo del deseo

Deseo del deseo

Publico, en la revista Culturamas, esta reseña de Sonría a cámara, de Roberto Valencia. No me había dado cuenta, hasta preparar esta entrada, de que la cubierta del libro ha resultado ser premonitoria.

"Partamos de la premisa de que la pornografía es simulacro. Como otras muchas experiencias generadas en la web, tiene propiedades autónomas, y por eso imaginamos una disyuntiva saturada entre la realidad virtual y otra que sería, a secas, la realidad, la de fuera de la pantalla. Ahora bien: la paradoja reside en que la realidad virtual genera a su vez sensaciones auténticas. Y, al hacerlo, la hiper-realidad devuelve a eso que llamamos la realidad, a secas, la nuestra, un millar de preguntas sobre la identidad, sobre el placer, sobre el cuerpo, sobre el deseo, sobre la experiencia amorosa, sobre la finitud. El llamado sexo frío genera, así, una experiencia cálida. Interviene, para bien o para mal, sobre los afectos del cibernauta.

No estoy seguro de que este primer y espléndido libro de Roberto Valencia (Pamplona, 1972) trate sobre la pornografía o sobre el erotismo. Valencia escoge la pornografía como hilo, o como signo de los tiempos, un perfecto termómetro del mundo en que nos ha tocado vivir, el de la revolución digital, desde cuyo advenimiento el acto de mirar, los afectos y el propio deseo probablemente no signifiquen ya lo mismo; se trata, pues, de la pornografía como trampolín a otras preguntas, o como instrumental médico para tomarle el pulso a este tiempo de perplejidades. Si hay algo que Roberto Valencia pueda lucir con verdadero orgullo, entre otras muchas virtudes -capítulo aparte merecen su precisión evocativa, su capacidad para manejar y sincronizar tiempos-, es su pericia para disparar interrogantes y generar extrañeza. Sonría a cámara, pues, lanza cuestiones que sacuden nuestras creencias sobre lo que significa estar en el mundo hoy, cuestiones relacionadas con la soledad del que mira y la soledad de quien es mirado, sobre la condición de quienes convierten su cuerpo en un un bien público, se desprenden de él, de esos cuerpos más gimnástico que eróticos de actores, actrices y no profesionales cuyo atributo esencial es la extrañeza hacia sí mismos; porque ¿en qué se convierte un cuerpo a uno y otro lado de la pantalla -“Lea de Mae”-? De eso creo que habla Sonría a cámara: de un extrañamiento radical. Y la mejor noticia es que mi propia extrañeza hacia esta colección de cuentos parece confirmar tal aserto, del mismo modo en que la duda cartesiana confirmaba la existencia del que duda.

Hagamos ahora un poco de sociología. Ese extrañamiento es el signo de una cultura, la cultura contemporánea posthumanista, que ya no quiere las moralinas del mundo moderno, las ilustradas invocaciones de Kant a las vidas de santos, pero tampoco se siente colmada con la salida a lo que Habermas llamaba “el páramo de la postmodernidad”. ¿Qué significa desear en las sociedades contemporáneas? ¿Hasta qué punto están interesados en el sexo los protagonistas de Sonría a cámara, si en ocasiones parecen simples prisioneros de la búsqueda, parecen querer trascender la sexualidad, parecen obcecados buscando en ella una gota del espíritu absoluto en medio del desierto, es decir, de aquella triste consolación con la que Hegel recusaba a los románticos. Pero que nadie se llame a engaño; esto es literatura. Y la pericia más destacable, por debajo de los herramientas teóricas, sociológicas u ontológicas, es el propio tono y aún el estatuto del narrador que nos habla en Sonría a cámara. Parece consecuente que a un libro como el de Roberto Valencia, que se cuestiona en qué consiste mirar, qué clase de vínculo se establece entre el que mira y lo mirado, debamos preguntarle por el estatuto de su narrador, ese mirón que cuenta sobre quien mira y lo mirado. Desde dónde escribe Valencia. Dónde coloca su cámara. El tono discursivo dominante, perifrástico, con momentos para la ironía y la ternura, nos revelan la presencia de un narrador que persigue más que un simple acta notarial, alguien que asoma desde un espacio indeterminado, y que, contra todos los tópicos hedonistas, nos presenta el sexo virtual como una experiencia profundamente melancólica. Los actores porno no son afortunados superhéroes a los que se paga por hacer lo que más les gusta, sino más bien gimnastas de una disciplina melancólica. Incluso los hombres y mujeres de a pie (“Cosas que no hacen demasiada falta”) se ven inmersos en la marea virtual, sin entender del todo, como todos nosotros, qué extraños cambios se han operado en eso que llamamos deseo, y que, tal vez hoy más que nunca, deberíamos calificar como puro deseo del deseo. Algunos de los cibernautas que pululan por estas páginas parecen exigir una experiencia lo más auténtica posible, signifique esto lo que signifique, y tratan los archivos informáticos como documentos, se irritan ante la edición, los cortes o las manipulaciones de otros usuarios, como si le exigieran autenticidad a la pornografía (“El mismo accidente, casi”), olvidando que la propia filmación es, ya, editada o no, un simulacro.

En suma, Sonría a cámara es una excelente noticia para el cuento español, una literatura con los pies en el siglo xxi, que se arriesga a tomarle el pulso a nuestro tiempo y a pensar los cambios operados en las relaciones entre lo privado y lo público, consciente de que la intimidad ya no es lo que era y que se coloca más allá de las moralinas, del tópico análisis de la pornografía como cosificación, en un espacio de perplejidad que es el nuestro, el de todos nosotros, hoy mismo."

Alrededor de Luis Alberto de Cuenca

Alrededor de Luis Alberto de Cuenca

La editorial Neverland acaba de publicar un volumen de homenaje al poeta Luis Alberto de Cuenca coordinado por el amigo Javier Vázquez Losada. Un gusto haber colaborado con ellos.

Aquí la nómina completa (¡completísima!) de autores participantes:


Agustín Calvo Galán, Agustín Fernández Mallo, Alejandro Céspedes, Álvaro Muñoz Robledano, Amalia Bautista, Ana Martín Puigpelat, Ana Merino, Andrés Amorós, Ángela Vallvey, Antonio Colinas, Antonio Rodríguez Jiménez, Arturo Tendero, Aurelio González Ovies, Beatriz Villacañas Palomo, Carlos Martínez Aguirre, Carlos Marzal, Chus Visor, Clara Sánchez, David Torres, Eduardo García, Eloy Sánchez Rosillo, Elvira Lindo, Emilio Calderón, Emilio Pascual, Emilio Porta, Enrique Gracia Trinidad, Enrique Villagrasa, Espido Freire, Eugenia Rico, Fanny Rubio, Felipe Benítez Reyes, Félix Grande, Fernando Beltrán, Fernando Marías, Fernando Sánchez Dragó, Francisca Aguirre, Francisco Balbuena, Francisco Rico, Francisco José Peña Rodríguez, Francisco Juan Rodríguez Oquendo, Graciela Baquero, Guadalupe Grande, Guillermo Carnero, Irene Zoe Alameda, Javier Lostalé, Javier Puebla, Jesús Cotta Lobato, Jesús Egido, Jesús Marchamalo, Jesús Munárriz, Jesús Urceloy, Jon Juaristi, Jorge de Arco, José Corredor-Matheos, José Luis Gutiérrez, José Luis Morales, José Luis Morante, José Manuel Caballero Bonald, José María Merino, Juana Castro, Juana Vázquez, Juan Carlos Mestre, Juan de Dios García,  Juan Manuel de Prada, Juan Pedro Aparicio, Juan Van-Halen, Julián Díez, Julia Uceda, Julio Martínez Mesanza, León de la Hoz, Lorenzo Silva, Luis Antonio de Villena, Luis Felipe Comendador, Luis García Jambrina, Luis Mateo Díez, Luis Muñoz, Manuel Jurado López, Manuel Vilas, Mario Cuenca Sandoval, Marta Rivera de la Cruz, Martín Casariego, Miguel Losada, Pablo García Casado, Paula Cifuentes, Rafael Herrera Montero, Rafael Reig, Ricardo Virtanen, Rogelio Blanco Martínez, Roger Wolfe, Román Piña, Santos Domínguez Ramos, Túa Blesa, Vanessa Montfort, Vicente Gallego, Vicente Luis Mora, Yolanda Castaño, Yolanda Sáenz de Tejada.

El ladrón de morfina, según Jorge Díaz Martínez

de su blog Strip Garden Poetry




Todavía me queda menos de un tercio de libro, y no tengo ninguna prisa por acabar de leerlo. Hace tiempo que me libré de ese vicio infantil que devoraba novelas con ansiosa fruición hasta arrancarle el silencio a su última y orgásmica hoja. Ya sabéis de lo que hablo, cuando la novela era buena, después de ese punto y final sucedía una inevitable mezcla de satisfacción y, bueno, melancolía: la de saber que no podríamos volver a revivir el disfrute ingenuo y primitivo de la lectura virgen. Un temor parecido es el que me hace ahora espaciar la lectura de El ladrón de morfina y alternarlo inevitablemente con otras lecturas -otra sarna con gusto de la que jamás me libraré- o retrasar su avance en las franjas vacías de la agenda cotidiana. Y no porque tema su colofón. A estas alturas ya intuyo que ésta es una de esas rayuelas que no tiene final, precisamente porque su adicción no reside tanto en la anécdota -a pesar de la elegante administración del suspense con que nos deleita Mario Cuenca Sandoval- como en el vaho que empaña la retina de sus protagonistas. Ese cristal fotográfico, opiáceo y subterráneo. Esa conjunción de rojo, blanco y negro, que da la nieve, la sangre y la amapola. La certeza de que nuestros humores se derriten y es una locura -bella, pero locura- intentar rescatarlos mediante obturadores o teclados, de que la verdad planea entre la imaginación y la materia sin hacer en ningún árbol su nido.
No hace mucho, a propósito de un reportaje, el autor bromeaba sobre su inclusión en una lista de autores nocilleros. La verdad es que no tengo muy fresca la lectura de Nocilla dream, pero puestos a buscar afinidades algunas saltan a la vista: ambas juegan a la oca con las elipsis engarzadas, ambas revuelven el puzzle caleidoscópico, ambas comparten un marco global y más o menos contemporáneo, ambas destripan el monólogo interior de sus protagonistas, lo condimentan y lo confunden exquisitamente. Yo apreciaría, además, el gusto por un tempo moderato y el enciclopedismo tanto cientificista como pop. Y también la transparencia narratológica. Vamos, que sí. Pero también diferencias, en El ladrón de morfina hay menos disgregación y menos trama, y es en esa mayor saturación de la sustancia donde se hace posible espesar, ahondar, embriagarse, sumirse y suministrarse cuantas dosis apetezcan a nuestra voluntad. Yo lo consumo con moderación, como buen gourmet.

Dog Soldiers, de Robert Stone

Dog Soldiers, de Robert Stone

Reseña publicada en Quimera, nº de diciembre de 2010, de este clásico de la literatura norteamericana.

Puede descargarse el pdf en la web de la editorial Libros del Silencio

 

Es una tarea penosa la de reseñar este clásico de la literatura norteamericana, aparecido en 1974 y vertido por vez primera a nuestra lengua; penosa tras leer el espléndido prólogo de Rodrigo Fresán. El prologuista lo ha dicho todo, y lo ha dicho con una puntería insuperable; Dog Soldiers es un novela-accidente-automovilístico: "no queremos ver lo que allí se nos muestra pero tampoco podemos apartar la mirada o cerrar los ojos de ese montón de hierros retorcidos y de ese hombre cubierto de sangre" (p. 16). Por eso no es casual la imprecación que uno de los personajes dirige a los periodistas, y a nosotros, lectores, en el arranque de la novela: "Por qué no vais a ver morir a otro sitio" (p. 67).

El accidente automovilístico al que alude Fresán es la descomposición de todo un universo: el sueño de la contracultura de los años sesenta, del que América despertó con el golpe mortal de Vietnam y que la no ficción retrató a través del "Nuevo Periodismo" de Norman Mailer, de Hunter S. Thompson, de Tom Wolfe, de Michael Herr. También el cine de la generación del "Nuevo Holywood" - Scorsese, Coppola ... - compuso su peculiar retablo de la era post-Vietnam, un mundo violento, anómico y desengañado al que Estados Unidos trataría de sobreponerse, a la vuelta de la siguiente década, abrazando los ideales patrioteros de Reagan -America is back- y el hedonismo de la sociedad del espectáculo. En Dog Soldiers, Robert Stone (Nueva York, 1937) se propuso "estudiar el modo en que Estados Unidos encajaba ese golpe", levantando acta del accidente y, con él, del agotamiento de un sueño; se trata, como escribió Paul Gray en su crítica para Timedel "epitafio de una era que no ha terminado todavía".

Stone, que había ejercido como corresponsal en Saigón para medios independientes, conoció de primera mano el escenario en que arrancan las andanzas de su protagonista, John Converse, un periodista que escribe para publicaciones de poca entidad y que proyecta escapar de una existencia mediocre transportando tres kilos de heroína y colocándolos en el mercado a su regreso en los Estados Unidos. El problema, no obstante, reside en si es posible regresar de Vietnam. Dog Soldiers trata, a decir de Fresán, de "ese extraño e inasible sentimiento, de la posibilidad de estar y no estar y de seguir allí tanto tiempo después" (p. 11), o, en palabras de Jonathan Lethem, de la vietnamización de la patria; la guerra que Converse cree dejar en Asia lo persigue hasta California. Los individuos que le pisan los talones, a él, a su socio Hicks y a su esposa Marge, parecen hechos de la misma materia con que se fabrica la abyección en Vietnam. El mundo que Converse encuentra en su país es tan violento y putrefacto como el que dejó en Saigón; la atmósfera, igual de ominosa; incluso las armas que guarda Hicks parecen más propias de una operación paramilitar que de una trama detectivesca.

Cierto que el tema no nos resulta desconocido; el cine americano nos ha regalado grandes crónicas del retorno, como El cazador (Michael Cimino, 1978) o El regreso (Hal Ashby, 1978). Cierto que hunde sus raíces en los orígenes de la literatura clásica greco-latina: se trata del género de los nostoi, los relatos del retorno de los héroes -paradigmático Ulises. Solo que, ahora, el hogar ha devenido un páramo moral, una prolongación de la guerra, los héroes no son héroes y el regreso no es, en modo alguno, completo. Podría decirse que Vietnam es la Troya de los norteamericanos, con la salvedad, nada desdeñable, de que los americanos jamás lograron asaltar su muralla.

Para narrar este nostos, Robert Stone echa mano de un realismo en el que penetran, con gran sutileza, atmósferas y vapores que proceden de la cultura psicodélica, que el novelista había abrazado de la mano de Ken Kesey y su círculo beatnik. Formado en el realismo de Fitzgerald o de Hemingway, el encuentro con la generación beat explica el halo alucinatorio de su poética, la habilidad para generar atmósferas alucinadas que conecta Dog Soldiers, de manera innegable, con la espléndida (y muy posterior) Árbol de humo, de Denis Johnson. Sin embargo, en Dog Soldiers, los hippies, la experimentación con las "drogas de conocimiento", el naturalismo de cuño thoureauniano,aparecen reflejados como anacronismos patéticos. La novela es, también, un carrusel de ex hippies y de hippies venidos a menos, cines porno, tabloides, traficantes de medio pelo, agentes corruptos; el periodo helenístico, la decadencia, de la contracultura norteamericana en la era post-Vietnam. Marge, la particular Penélope del relato, simboliza esa metamorfosis del sueño beat en pesadilla de consumo: cansada de esperar a Converse, asustada y acosada por sus perseguidores, termina por caer en brazos del Dilaudid, de la heroína y de Ray Hicks, el socio de Converse en el asunto del alijo, un auténtico psicópata de la Marina, aficionado a la filosofía oriental, lector de Nietzsche, al que Stone describe como "un hombre como es debido (...), un samurái" (p. 231).

Los recursos narrativos de Stone son casi invisibles, hilos sutiles que parecen inofensivos y para los que se precisa una milagrosa precisión narrativa. No se nos describe una gran explosión en Vietnam, sino a la gente que camina, lenta y aturdida, tras la explosión: "Si uno se quedaba el tiempo suficiente en el país veía a muchas personas moviéndose de aquella manera" (p. 70). Entre los capítulos 11 y 12 se produce una sorprendente elipsis, que deja que el lector complete en su imaginación la violencia que el autor sustrae en parte a su mirada. Los diálogos consisten en lacónicos intercambios de vacuidades, y es en esta propiedad donde, justamente, reside su fuerza expresiva: la laxitud de un mundo anómico, y se podría decir que incluso -valga la cacofonía- anémico, en que se asiste al crepúsculo del deber, en el que sexo y dinero constituyen los únicos fines racionales y los reparos morales se convierten en una especie de ruido de fondo al que los protagonistas deciden no prestar oídos. La última vez que Converse siente algún reparo moral, la última vez que escucha la voz de algo que pudiera denominarse conciencia, tiene lugar en el capítulo 2, cuando manifiesta su horror por una matanza de elefantes por el ejército del sur. Desde ese punto en adelante, no hay moral en Dog Soldiers, sino miedo. La única prueba -more cartesiano- de la existencia de algo así como una conciencia en los protagonistas está relacionada con el miedo: "Tengo miedo -razonó Converse-, luego existo" (p. 77).

Buena parte de la atmósfera ominosa de la narración puede entenderse a partir del temperamento mórbido de Stone, sus tendencias psicóticas, que las drogas debieron sin duda amplificar, y del que hay múltiples testimonios. De él escribió Ken Kesey: "Stone es un paranoico profesional. Detecta fuerzas siniestras detrás de cada galleta Oreo". No en balde, el mundo que sucede a Vietnam es también el mundo del Watergate, de Charles Manson, plagado de conspiraciones, ambición y crímenes truculentos; pero es que la infección que lo pudre todo, mencionada en la novela como un hongo verde que va colonizando el paisaje, nace igualmente en el cabizbajo regreso de los anti-héroes de Vietnam. De ahí que la novela de Stone comience en este país y termine, como si trazara el meridiano del horror -Conrad sobrevuela todo el relato- en el desierto de California, cerca de la frontera con México. Los personajes salen de Vietnam, pero no de la violencia, la encuentran por todas partes, se va multiplicando. "Hay que joderse -protestó ella- con el puñetero viento (...). Escúchalo - dijo Marge-. Es pura crueldad" (p. 230). Es esa misma lógica que invade algunas pesadillas, una progresión geométrica en la que la podredumbre va invadiendo todos los rincones, colonizando el estado mental de los protagonistas del sueño.

El ladrón de morfina, según Luis Gámez

Enlazo el análisis que realiza Luis Gámez de El ladrón de morfina en el número de diciembre de Quimera (especial "lo mejor del año").

El ladrón de morfina, entre los 10 de 2010, según Quimera

El ladrón de morfina, entre los 10 de 2010, según Quimera

La revista Quimera ha escogido, mediante votación de sus críticos, los diez libros del 2010. Un honor aparecer en la lista, que copio a continuación:

 

El ladrón de morfina, Mario Cuenca Sandoval (451 Editores)

El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, Patricio Pron (Mondadori). Cuento

La luz es más antigua que el amor, Ricardo Menénez Salmón (Seix Barral)

Bajo el influjo del cometa, Jon Bilbao (Salto de Página). Cuento.

Las teorías salvajes, Pola Oloixarac (Alpha Decay)

Los muertos, Jorge Carrión (Mondadori)
Eros, Eloy Fernández Porta (Anagrama). Ensayo
Mejorando lo presente. Poesía española última: postmodernidad, humanismo y redes, de Martín Rodríguez-Gaona (Caballo de Troya). Poesía

Autoría, Julieta Valero (DVD). Poesía

Diario de un escritor. Crónicas, artículos, críticas y apuntes, de Dovstoievski, edición de Paul Viejo (Páginas de Espuma)

 

Además, la revista selecciona lo mejor en otras categorías:

CÓMIC: Duelo de caracoles, de Breixo Arguindei

PERFORMANCE: Suomenlinna, de Javier Calvo

LITERATURA DIGITAL: La incubadora

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco

Memorias del célebre enano Joseph Boruwlaski, gentilhombre polaco

Trad. de Verónica Fernández Camarero.

Lengua de Trapo, 2010, 140 pp. 16.50€

(reseña publica en Quimera, octubre 2010)

Cabe preguntarse si el foucaultiano “gran encierro”, la operación moderna de exclusión de los individuos con taras, los locos, los los homosexuales, etc., se extendió también a los enanos. Porque tal vez los enanos corrieran una suerte distinta en el tránsito al mundo contemporáneo: pasaron de juguetes de la nobleza a espectáculo de las clases no privilegiadas. No fueron expulsados a la periferia de lo humano, sino que hubieron de trasladar sus artes de los salones a los escenarios de variedades, pasando de bufones a freaks de feria. En ese mundo en mutación se desarrolló la vida del enano Joseph Boruwlaski, un hombre singular que, en su madurez, medía tres pies y tres pulgadas -99 cms.-, y que goza del dudoso privilegio de aparecer en la Enciclopedia de Diderot.

            Casos como el de Boruwlaski han sido estudiados por el biólogo Armand-Marie Leroi en su libro Mutantes (Anagrama, 2008) en clave genómica, pero en la Modernidad se acudía a las opacas nociones de natura y miraculum; la suya era otra de las admirables extravagancias que la naturaleza alumbra en ocasiones. En las cortes de la Europa pre-revolucionaria, el enano, sobre todo el bien proporcionado, como fue el caso de Boruwlaski, gozó de los favores de una aristocracia ávida de talentos para el recreo. No en balde fue apodado Joujou, “juguetito” -la joven condesa de Thierheim, a los seis años, quiso comprarlo con la promesa de que cuidaría de él, como si se tratara de un peluche-. Los enanos, hombres “que la naturaleza parece no haber podido terminar” (p. 33), rebelan de este modo una contradicción, otra, del programa ilustrado, que extendía las dignidades y derechos a todos los hombres -nótese que no “mujeres”-. Lástima que las memorias estén compuestas a la altura de 1784, poco antes del estallido revolucionario, si bien el prólogo de Víctor D. Zamorano a esta la primera edición española da cuenta de la escasa documentación que sobre el personaje se dispone a partir de estos años.

            Dos terceras partes de estas memorias están consagradas a la tediosa relación de agradecimientos a los mecenas y valedores de tan singular personaje, deuda que rebela su frágil y subsidiaria posición, dado que los fenómenos de la naturaleza como Boruwlaski vivían de la curiosidad de los nobles, relegados “por la naturaleza al rincón de lo maravilloso” (p. 129), siendo aquí lo maravilloso lo que “admira” -“ad miraculum”-, tan del gusto cortesano por las razones que Zamorano expone en su exhaustivo prólogo (p. XIX): las demostraciones de opulencia, o incluso el subrayado de las dimensiones del palacio. No obstante, el otro tercio del relato vale como reedición del discurso humanista de la dignitas, una actualización de las palabras de Pico della Mirandola o del célebre monólogo del judío Shylock en El mercader de Venecia. Al cabo, tal reivindicación se establece, more spinozista, a partir de los afectos: “al escribir estas memorias no es mi talla y sus proporciones lo que quise definir; ante todo quería poner mi empeño en seguir el desarrollo de mis sentimientos, de las afecciones de mi alma” (p. 63).

            Lo más perturbador del relato, y lo que contribuye con singular intensidad a subrayar la dignitas de su protagonista, es la relación de Boruwlaski con el sexo opuesto, su despertar sexual. Las mujeres lo toman en brazos, lo prodigan de mimos como se haría con un niño, no un hombre, ignorantes de las pulsiones que lo atormentan. A hombres como a Joujou, “su corta estatura no les impide experimentar la fuerza de las pasiones” (p. 50). No en vano, el cuerpo central está dedicado a la correspondencia amorosa entre Joseph y su futura esposa, Isaline: “¿Acaso la naturaleza me ha condenado con mi talla a no salir nunca del estrecho círculo de la infancia? ¿Para qué concederme entonces un corazón sensible? (…) ¿Por qué no puso límites a mis afectos del mismo modo que los puso a mis proporciones?” (p. 77).

Reportaje en Babylon Magazine

Reportaje en Babylon Magazine

Babylon Magazine, revista especializada en cultura hispánica, ofrece un reportaje en su número de otoño sobre la presunta generación Afterpop o Nocilla. Se puede descargar aquí

Entrevista en Cadena Ser Córdoba

Entrevista en Cadena Ser Córdoba

Homer y Langley, de E. L. Doctorow

Homer y Langley, de E. L. Doctorow

(reseña publicada en Quimera, junio de 2010)

Metafísica de la acumulación

E. L. Doctorow, Homer y Langley, Miscelánea, Barcelona, 2010.

Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla, 208 pp. 18 €

En 1947, los hermanos Homer y Langley Collyer fueron hallados muertos en su mansión neoyorquina, a la sazón convertida en un vertedero de toneladas de periódicos viejos, libros apilados, cajas, máscaras antigás, trenes eléctricos, neumáticos, munición de artillería pesada, basura orgánica –incluidos órganos en formol que pertenecieron al padre, médico de profesión-, una docena de pianos –enteros o desguazados- y hasta un automóvil en medio del salón, imagen de enorme potencia sugestiva, pues un viejo automóvil constituye la más señera momia industrial de la sociedad de consumo.

La noticia, que conmocionó a la sociedad de su tiempo, sirve como pretexto argumental a Edgar Lawrence Doctorow (Nueva York, 1931) para reescribir la historia de América en el siglo xx, un palimpsesto brillante, trenzado con pulso admirable y sabia administración de los tiempos, que nos va adentrando en el corazón de las tinieblas de ese submundo de chatarra y delirio en que se convierte la gran mansión Collyer. Asistimos al proceso en que los dos excéntricos hermanos, huérfanos de una familia adinerada, van, paso a paso, rompiendo sus vínculos con el mundo exterior hasta un desenlace de ratas e infecciones, periplo que comienza con un gesto tan simple como dejar de pagar las facturas. Nos convertimos en asombrados testigos de la obsesión que los impulsa a desengancharse del trenzado de la vida pública, cómo se atrincheran al otro lado del velo de Maya de la sociedad de consumo, el del detritus, el de los materiales indignos y oxidados, la iluminación con lámparas de gas, la ropa extravagante –utilizan prendas militares, excedentes comprados al ejército- y el abandono de la higiene personal. Al cabo, son cinco o seis operaciones de resistencia a los imperativos cotidianos del mundo –desconectar el teléfono, no pagar la hipoteca ni los recibos de luz y agua, cerrar todos los postigos…- los que los conducen a ese otro lado, y el lector asiste al encadenamiento de tales resistencias y a la construcción de un xanadú de escombros con perplejidad y, lo que es más insólito, con aprobación. Ese es el prodigio que consigue Doctorow en Homer y Langley: lo enfermizo se convierte en una opción lícita. El derrumbe del patrimonio de la familia Collyer no es experimentado como una tragedia, sino como un camino, mórbido y cerrado sobre sí mismo, desde luego, pero una senda existencial al cabo.

Para que el mosaico americano resulte completo, Doctorow altera, como acostumbra a hacer en sus mal llamadas «novelas históricas postmodernas», algunos datos esenciales. Cambia la localización de la casa -frente a Central Park-, altera el orden de nacimiento de los dos hermanos y, lo que es más importante, prolonga la vida de los Collyer hasta los años setenta. Para subrayar la opacidad de las cosas, el carácter laberíntico del vertedero en que se ha convertido la mansión familiar,  concede el timón narrativo a Homer, el hermano ciego -¿una referencia al bardo de la Ilíada y la Odisea?-, apuntalando el relato a partir del tacto, el oído y el olfato; vemos –y digo bien, porque Doctorow consigue poner en pie imágenes vívidas desde la ceguera de Homer- cómo desaparece de las calles el olor orgánico de los caballos de los carruajes y es reemplazado por la gasolina, asistimos al nacimiento del cine sonoro, la Ley Seca y el hampa, la Gran Depresión, la IIª Guerra Mundial, la Guerra Fría, el advenimiento de la cultura hippie, para la que los hermanos se convierten en gurús, pues la conducta de los Collyer es interpretada como una suerte de resistencia afín por los jóvenes melenudos que se instalan en la mansión. La elección de Homer como narrador, por estos motivos, constituye un acierto pleno: él conoce la casa palmo por palmo, se desenvuelve entre las cosas con el tacto, y el tacto las hace tridimensionales para el lector, volviéndolas en obstáculos también para nosotros, haciéndonos partícipes de «esa sensación de vivir con objetos rotundamente inanimados, y tener que circundarlos» (p. 13). Es la experiencia sensorial de Homer la que levanta la casa ante nuestros ojos -«Siento las formas por el aire que desplazan, o siento el calor de las cosas» (p. 11)-. La sensorialidad constituye, sin duda, uno de los temas nucleares del libro, y Doctorow consigue transferir al lector el horizonte sensorial del narrador, un horizonte en progresivo retroceso, cada vez más mermadas las facultades de Homer.

Al cabo, el de Homer y Langley recuerda al disparatado empeño de las torres de Rodia, que con tan fino bisturí ha diseccionado el filósofo José Luis Pardo. Se trata de dos construcciones levantadas con materiales de desecho, conchas marinas, cascotes, cristales rotos, etc., acumulados sin criterio alguno por Simon Rodia, un inmigrante italiano que, fascinado por los rascacielos de América, empeñó su vida en construir algo grande suponiendo que el conjunto dignificaría finalmente los indignos materiales. Langley, sin embargo, tiene una motivación ontológica -llamémosla así- para apilar diarios viejos en la era anterior a internet: su investigación sobre la conducta humana. Su colosal propósito consiste en la elaboración de un diario que podría leerse eternamente, que reduciría -more axiomatico- todos los acontecimientos a un conjunto limitado de clases de sucesos, una tipología de los «comportamientos humanos seminales» (p. 53). La vida estadounidense quedaría así fijada en una sola edición de cinco centavos, la «Edición Única para Todos los Tiempos de Collyer», que ofrecería una descripción categórica de todas nuestras tendencias como especie (p. 163). El fundamento filosófico de este propósito, o despropósito, se halla en la que Langley denomina Teoría de las Reemplazos, según la cual la historia es una persistente sucesión de arquetipos –siempre hay, por ejemplo, una estrella del béisbol, siempre hay vencedores y vencidos- en la que unos individuos ocupan las vacantes dejadas por otros. La paradoja que enriquece Homer y Langley se encuentra en que la historia de los dos hermanos no encaja en ninguno de esos arquetipos universales, demasiado insólita y extravagante.

Como asegura Langley: «la verdadera noticia es la Forma Universal» (p. 53). Lo peculiar, lo individual, es por lo tanto chatarra, cuyo valor se acrecienta a medida que más se asemeja al universal platónico. Cada objeto que Langley trae a casa es el primero de una serie de ejemplares. Lo que él busca es el espécimen perfecto de cada clase, una obsesión con respecto a la cual Homer parece ir a remolque, con la esperanza de que también un día tenga sentido para él (p. 42). Así el acopio de objetos se constituye en una especie de metafísica en marcha: tal vez el mundo tenga finalmente sentido, tal vez la historia, su cúmulo de datos, peripecias y nombres, se resuelva en un orden final. Para tamaña empresa es preciso enclaustrarse, cerrar puertas y ventanas, romper todo hilo con el mundo, como los ermitaños, precisamente para ordenar el mundo. La pregunta que subyace a Homer y Langley es si la acumulación puede resolverse en una imagen cabal de la realidad, si con esa metafísica operación de huida hacia delante puede aspirarse a un sentido global que dignifique todos los escombros y materiales de derribo de la historia, es decir, la suma de todas las peculiaridades.

Lo más desconcertante del libro orbita en torno a la naturaleza de la relación entre ambos hermanos, lúcidos, a su manera, en sus apreciaciones sobre la historia, el amor y la guerra. Sobre dicha relación, Doctorow se muestra más bien esquivo: «Langley, ¿yo soy tu sombra?», pregunta el narrador (p. 77). A lo que Langley responde: «No, Homer. Soy tu hermano». El problema del doble y la sombra queda sin resolver en Homer y Langley, para enriquecimiento de sus lecturas.

 

Mario Cuenca Sandoval