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mario cuenca sandoval

mi paso por la Semana Negra de Gijón

Resumen, a cargo de Carmen Moreno, de la charla que tuve el gusto de mantener con Ricardo Menéndez Salmón en la Semana Negra 2010, presentando El ladrón de morfina (publicada en Revista de Letras):

 

La de Cuenca Sandoval, como afirma Ricardo Menéndez Salmón, presentador en esta ocasión, es la novela española que mejor crítica ha recibido este año. La presentación transcurrió en un ambiente de conversación entre ambos escritores.

 Ricardo Menéndez: ¿Te esperabas el éxito que ha tenido tu novela?

Mario Cuenca Sandoval: Me ha pillado totalmente por sorpresa. Yo le decía a Chavi Azpeitia: “¿tú sabes lo que vamos a hacer, sabes lo que yo vendo?”. Era una apuesta arriesgada. Pero llegó la crítica y, sí, se ha portado muy bien, aunque debo decir que lo difícil es encajar todas esas buenas críticas porque hay que saber filtrarlas y quedarte con lo que hay de verdad.

R.M.: Hablas de cierta dificultad para encajar el tema del libro porque parece que los españoles debemos ocuparnos de asuntos de nuestro entorno. ¿Qué te llevó a enfocar la mirada en la guerra de Corea?

M.C.S.: Se podía haber desarrollado en cualquier otro conflicto bélico, pero me interesó que en esta guerra intervinieron países de Hispanoamérica, como Colombia. Yo siempre digo que la mía es una novela en la guerra, no de la guerra. Quería hacer que prevaleciera un discurso  literario, no me interesaban los hechos históricos. Hay otro componente que me lleva a la guerra de Corea: la nieve. Mi paraíso es la nieve, el hielo.

R.M.: Uno de los elementos interesantes es cómo has combinado la tradición literaria (el tema del manuscrito encontrado, por ejemplo, que ya se usa en El Quijote) con parte de la tópica posmoderna.

M.C.S.: La poética de mi novela es la relación que hay entre las cosas, la relación simbólica que hay entre los elementos que proviene de la poesía. Si el lector intenta desmenuzar los porqués del comportamiento de los personajes se encontrara con un fracaso en su tarea, porque es una novela que se construye sobre la sucesión de imágenes, no hay un porqué. Este es un componente de la narrativa posmoderna.

Ricardo Menéndez Salmón y Mario Cuenca Sandoval (Foto: Zoe Riudavets)

R.M.: En la novela hay dos ideas fuertes, una de ellas me atrapa especialmente. Creo que existe una reflexión sobre la belleza del horror, o la estética de lo feo. La novela arranca con una imagen inolvidable: un paracaidista que cae, llevando en su bolsillo un libro de Poe.

M.C.S.: La novela sitúa en un plano amoral, un plano estético. Hay un pasaje que es Copo de Nieve Betley que fue la primera persona que fotografió un copo de nieve a través de un microscopio. Hizo fotos a miles de copos. Ese no es un comportamiento científico, sino poético.

R.M.: Otro asunto capital es el lenguaje.

M.C.S.: Creo que es una importanción del mundo de la poesía, lo que resulta peligroso porque puede hacer que pierdas el pulso narrativo.

R.M.: Parece que en la narrativa española actual está habiendo un cambio de paradigma: está soltando el realismo más inmediato. ¿Cómo te sientes tú?

M.C.S.: Se ha hablado mucho de la Generación Nocilla y cuando se habla de una generación nueva, los autores que ya están ahí, se echan a temblar con razón. Pero esa era una visión muy simplista de lo que estaba pasando. En el sustrato lo que había era un grupo de escritores nacidos en los años 70. El fenómeno era el de una transición, pero la clave del cambio se está produciendo en la crítica.

reseña en Ymálaga

reseña en Ymálaga

El traductor del traductor

Carlos Pérez

Curiosa e innovadora obra maestra. Nada más abrir la novela asistimos a la actualización de un recurso clásico utilizado en nuestra literatura para asentar la verosimilitud y asegurar cierto distanciamiento, pero en esta ocasión el autor declara algún mérito propio aparte de simplemente reproducir unos papeles encontrados: dice ser el traductor a Español de la novela publicada en Inglés por uno de los personajes, el teniente Caplan. Cuenca Sandoval, además, va tejiendo una red intertextual de referencias y citas a pie de página que contribuye a disociar realidad y ficción, pero dentro de la ficción, pese a lo cual -y esto es un valor añadido- el lector no intuye que la sorpresa final será de naturaleza metaliteraria.

Transcurren los primeros años cincuenta del siglo XX en la guerra de Corea. La crudeza de las imágenes nos lleva al territorio mítico de sangre, trincheras, odio y muerte que muchos afortunados sólo conocemos a través de las películas norteamericanas. El refugio en sustancias estupefacientes se hace necesario en muchos momentos para poder superar los estados de angustia en base a las dosis de irrealidad que hacen posible la enajenación y la embriaguez. Poco a poco van introduciéndose los personajes centrales, el flaco Bentley, Wilson Reyes, el matrimonio Goh, Han Dong-Sun, Qwerty Caplan. La estructura de avances y retrocesos, con repeticiones y cambio de voces narrativas, nos va presentando situaciones parciales que encontrarán más adelante una explicación más completa, como en una especie de cadena trófica (la mosca, el camaleón, la serpiente...) en la que el peso aplastante de la guerra fuera devorando cada vez más ilusiones y esperanzas.

Se suceden múltiples guiños en esta novela concéntrica que nos dibuja la guerra al igual que el símbolo del tanque queda dibujado con las teclas de la máquina de escribir Remington (su tecleo repetido y lineal persigue al teniente Caplan hasta en su apodo de Qwerty). La miserable y paradójica muerte por inanición que se reserva para el flaco Willard Bentley, encerrado en un implacable refugio que será visitado por turistas en el futuro, nos recuerda la de alguien enterrado en vida, como en un cuento de Poe, ese autor -tan presente en la novela- que supo traducir al lenguaje de la literatura los efectos del éter y el láudano, y que nos trae de la mano la referencia a Baudelaire (otro traductor de un traductor).

 El estilo de Cuenca Sandoval incorpora las reflexiones y las descripciones, las acciones y las disquisiciones, en el flujo de un mismo torrente narrativo. Únicamente aparecen en las páginas 187 y 230 los clásicos guiones para ordenar el diálogo, como vestigios de una convención civilizada, anterior a los desórdenes y la vorágine de la guerra, y un paréntesis de delicadísima belleza se aparece en medio de tanta desolación bélica con el breve capítulo dedicado a Snowflake Bentley. La acción retrocede algunos años para presentarnos a Wilson Bentley, un personaje que se llama igual que Reyes y se apellida igual que Willard, un hombre obsesionado con atrapar la belleza efímera de los copos de nieve y explicarse los designios del universo -es decir, de lo único y lo diverso- , alguien que vive en su remota madriguera entre las nieves de Vermont (su lado Bently) y que sin embargo levanta al cielo su mirada buscando descifrar la perfección de lo celeste (su lado Wilson). Un fragmento en el que Cuenca Sandoval nos muestra sus armas de poeta.

Una novela redonda, que confirma el hallazgo que supuso la aparición en 2006 de ’Boxeo sobre hielo’. Para mi gusto, sólo le sobran los cuatro últimos fragmentos del último capítulo (del 32 al 35), pues la elipsis es un instrumento que permite al escritor dejar al lector saboreando, en efecto, la fuerza del final como un instante único sin tener que destripar las interioridades del laberinto narrativo ideado por él, al igual que el mago puede dejar la estupefacción del público en todo lo alto sin tener que recurrir al final a explicar dónde estaba el truco.

Con todo, si algún personaje queda después de esta lectura, si se afirma algún descubrimiento con voluntad de permanencia y seguimiento, no se trata del flaco Bentley (de Jericho, Vermont), del ángel pelirrojo Wilson Reyes (de Bogotá, Colombia), o de otros igualmente entrañables como la señora Goh o el muchacho Han Dong-Sun (el ladrón de morfina al que se refiere el título), sino del verdadero escritor, el traductor del traductor, Mario Cuenca Sandoval (de Sabadell, Barcelona), todo un personaje que, si se cruzara de pronto con Caplan cualquier noche de estas a la salida de algún tugurio escondido y maloliente, si se topara inesperadamente con ese traficante, ese pederasta, esa momia tramposa, ese superviviente sin moral, no debería desaprovechar la ocasión de acercarse para susurrarle al oído: "Tú tampoco existes".

si andáis por Barcelona...

si andáis por Barcelona...

Loopoesia e Inusual Project siguen colaborando y este mes de agosto os ofrecen lo nunca visto, una velada con seis shows al precio de tres euros. Hay mucha tela que cortar, por lo que recomendamos puntualidad para asistir a los siguientes espectáculos.

1.- 20:15 Recital poético Delaonion con

- Ventura Camacho

- Jordi Corominas i Julián


- Mario Cuenca Sandoval


- Ernesto Escobar Ulloa


- Txus Garcia


- Laia López Manrique

2.- 21:55 Performance Camuflaje Anti mossos de Khalila Ja bour Sine A.K.A+La mujer de papel (Rosa Apablaza)+ Big Prince from Ghana

3.- 22:20 Concierto de Mad Wilson de Free Fall Man

4.- 23:10 Performance Humanos de Maisa Sally-Anna Perk

5.- 23:30 Concierto de The non Catholic Belgian practitioners ( Nathan Ridley de The Lady Sounds+ la mítikisisisisma Sarah ambhac)

6.- 00:15 Loopoesia con Jean Martin du Bruit+Lola Farigola, con música del Anónimo toledano


Abrimos puertas a las 19h 45 minutos, la contribución a los artistas son 3 euros, os esperamos el sábado 14 en Inusual Project!

El ladrón de morfina en La Vanguardia

El ladrón de morfina en La Vanguardia

El ladrón de morfina

Crítica por ÁLVARO COLOMER, La Vanguardia

Seré absolutamente sincero: por primera vez en mi vida he sentido una feroz, malsana envidia por la capacidad narrativa de un coetáneo español. Nunca me había ocurrido. Hasta la fecha había tropezado con autores de mi quinta que me gustaban, incluso que me fascinaban, pero jamás había dado con uno que me hiciera saltar de la silla exclamando: “¡Pero qué pedazo de escritor!”. El susodicho es Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), de quien muchos habían alabado Boxeo sobre hielo (Berenice, 2007) y de quien ahora llega El ladrón de morfina, historia que hunde sus manos en las ciénagas de la literatura bélica para extraer la belleza sumergida en todo campo de batalla, para mostrar la fragilidad de la condición humana parapetada tras el fusil, para replantear el modo en que la narrativa española –Sender, Barea, Pérez-Reverte– se había enfrentado hasta el momento con el concepto de guerra.

La novela narra la extrañísima, psicotrópica historia de tres soldados a quienes han dejado caer sobre la guerra de Corea: el Flaco Bentley, un granjero de Vermont reconvertido en rastreador de túneles subterráneos; Wilson Reyes, un enorme colombiano pelirrojo al que algunos consideran la encarnación de un ángel,y Qwerty Caplan, un oficial norteamericano empeñado en teclear mecánicamente una Remington que, en tiempos de sangre, confunde su condición de máquina de escribir con la de revólver. Los tres personajes irán tropezando unos con otros, así como con otros fantasmas que parecen agonizar en ese purgatorio de dolor, y cada uno quedará tan fascinado con la presencia de los demás que, juntos, formarán una suerte de Santísima Trinidad cuyos vértices, tras haber sido separados por la guerra, se sentirán en todo momento atraídos, necesitados de recomponer la figura geométrica que habrá de devolver la belleza a un mundo desgarrado por el odio. Dicha belleza aparecerá oculta en lugares tan diminutos como los componentes químicos de la morfina o la estructura hexagonal de un copo de nieve.

 

Pero El ladrón de morfina es mucho más que un argumento de corte poético y una historia sobre tres hombres que ansían el amor en un contexto repleto de crueldad. Es también un muestrario de las distintas formas de narrar en nuestra época, el cual se materializa en los diferentes tonos que tiene cada uno de los capítulos y en la reconversión de ciertos referentes indiscutibles dentro de la literatura bélica (Conrad, Bulgakov, Johnson, Mailer...) y de la literatura universal (Poe, Nabokov, Ballard, acaso Burroughs) hasta transformarlos en una composición que podría explicar perfectamente la historia bélica posmoderna, la historia líquida de la condición guerrera, también la historia estética de los avances narrativos que ya copan nuestras librerías. Y todo esto sin ofender a la tradición española, aquí representada por el hecho de que Mario Cuenca finja que este libro es la traducción de la novela de otro autor –ese Caplan que al tiempo es personaje y que hoy existe en las páginas de Facebook–, igual que Cervantes trató de convencernos de que su Quijote provenía deun manuscrito encontrado por casualidad.

Así las cosas, hacia el final de la novela, cuando ya se resuelven algunos interrogantes planteados desde la primera página, el narrador tiene a bien decir una frase harto escuchada de labios de muchos escritores contemporáneos, “la ficción es agotadora”, pero que en este caso no hace alusión al viejo debate sobre la muerte de la novela, sino que referencia el esfuerzo intelectual que actualmente, cuando los autores de éxito usan fórmulas más que agotadas, supone convertir mentiras en verosimilitudes. En definitiva, El ladrón de morfina es una historia perfecta creada por un novelista a quien no puedo más que tildar, corroído por la envidia, de pedazo de escritor.

La vida fácil, de Richard Price

La vida fácil, de Richard Price

(reseña publicada en Quimera, mayo de 2010)

 

Vanidad de vanidades

Richard Price, La vida fácil, Mondadori, 2010.

Trad. De Carlos Milla Soler, 522 pp.

 

La trama, aseguraba Nabokov, es una manía burguesa. De ser cierta esta aseveración que Vila-Matas atribuye al autor de Lolita, la novela negra vendría a ser el género burgués por excelencia y La vida fácil de Richard Price (Nueva York, 1949) se afiliaría a lo que es más una constelación que un género; ideal para ese hipotético lector burgués sin mejor ocupación que distraerse con historias que jamás sucedieron. Los requisitos del género se cumplen en La vida fácil: el protagonismo de una antitética pareja policíal, un inspector de rasgos irlandeses (Matty Clark) y otra de origen latino (Yolonda Bello, con errata incluida que recuerda a la Esmarelda Villalobos de Tarantino), el retablo sociológico, la vertebración del relato en torno a un crimen, el asesinato del joven Ike Marcus a manos de dos pandilleros del Lower East Side, que parece en ocasiones un simple pretexto para los diálogos, en cuya construcción exhibe Price sus talentos de guionista. Vivir es dialogar, intercambiar perplejidades.

Que la narración se abra con un coche patrulla girando en el cruce de tal calle con tal otra no es una casualidad. La vida fácil es justamente eso, una suerte de coche patrulla recorriendo varias decenas de vidas, la diversidad étnica de un Nueva York que funciona como lanzadera hacia sueños y frustraciones. Los policías que viajan en tal coche patrulla precisan de un fino olfato para sacar oro de una imagen, de un solo segundo en la retina, y justo ese es el segundo de los talentos que atesora Richard Price: su habilidad para poner en pie a un personaje en un solo párrafo. A golpe de secuencias y caracterizaciones veloces que recuerdan a las acotaciones de un guión cinematográfico, exhibe Price su habilidad para que toda una existencia pase delante de nuestros ojos en un instante. La cámara de Price, y digo bien, nos ofrece también el duelo de los familiares, el espectáculo circense de los homenajes públicos, más parecidos a una gala de los Óscars que a un acto sentido; la voracidad de la prensa, que convierte en titular las últimas palabras de la víctima, Ike Marcus: «esta noche no, amigo»; la frivolidad de un público que las transforma en un apócrifo testimonio de coraje personal. Todo ello en un revuelo de periodistas y curiosos que recuerda en ocasiones al Tom Wolfe de La hoguera de las vanidades.

No obstante, la adscripción completa de Price al realismo es engañosa. Sabe que una buena metáfora vale más que toda la cháchara naturalista u objetivista. Y las hay excelentes en La vida fácil: la comparación de un rostro que se contrae de desasosiego como una manzana (p. 29), la imagen del café Berkmann como un «palacio en el aire» (p. 31). Pero también las hay que chirrían: «los dedos perdidos en la tumefacción inferior como perritos calientes en hojaldre» (p. 469). Poesía de guionista.

La sociología que alimenta el texto es de un consciente atomismo social: Nueva York es sólo un catálogo de comportamientos. Cada personaje, y hay decenas de ellos en La vida fácil, constituye una pequeña isla, náufragos, nadadores que flotan o su hunden: «¿Qué hace falta para sobrevivir aquí?», se pregunta el padre de la víctima, «¿Sobrevive uno por lo que hay dentro de él? ¿O por lo que no hay?» (p. 472). Los delincuentes son presentados como pobres diablos que no están a la altura de su crimen, a la altura de los asesinos bíblicos, preocupados sólo por la promoción personal en el barrio. Tampoco los inocentes están a salvo de esa pulsión de «querer ser alguien»; es el caso de Eric Cash, testigo del asesinato, no por azar escritor en ciernes, un arquetipo que la literatura reciente ha aupado a la constelación de los perdedores. De la ciudad se destaca, sobre todas las cosas, «su inmediatez en el espacio y el tiempo, cuyo mensaje iba directo al verdadero motor de la existencia de Eric, el afán de llegar a ser algo» (p. 24), aleph de todas las vanidades, ávidas de gloria personal en un tiempo en que la gloria se confunde con la fama.

 

Mario Cuenca Sandoval

El ladrón de morfina en Cadena Ser Navarra

Tomo el enlace del blog del gran Javier M., librero a su pesar.

Entrevista en El Correo de Andalucía

Entrevista en El Correo de Andalucía

a cargo de Alejandro Luque

Cuenca Sandoval y la guerra como laboratorio espiritual

 

18/05/2010

Tras la excelente acogida de su primera novela, Boxeo sobre hielo, Mario Cuenca Sandoval vuelve con El ladrón de morfina (451 Editores), una obra inusual en el panorama narrativo español -está ambientada en la guerra de Corea- y que sorprenderá incluso a sus más fieles lectores. "Quería dar un golpe de volante y hacer una novela que, partiendo de un género determinado, degenerara. Y pensé que el bélico me daba muchas posibilidades; para empezar, permitía que el lector se acercara sabiendo que se trata de un artefacto literario, sin propósitos naturalistas o realistas".

Cuenca Sandoval explica que, a la hora de prepararse para este reto, la documentación histórica "fue bastante escasa por voluntad propia, porque no quería que el relato reprodujera con detalle la guerra de Corea, sino transmitir una sensación vaporosa, evanescente", afirma. "Para la atmósfera sí, no dudé en vampirizar a autores como Norman Mailer o Denis Johnson, junto a clásicos como El corazón de las tinieblas. Y mucha información visual de cine bélico, desde películas como La delgada línea roja al cine de los 50, como el de Samuel Fuller", agrega.

El lector que se adentre en las páginas de El ladrón de morfina encontrará, además del recluta Flaco Bentley, a un ángel colombiano, a un oficial-artista que dibuja tanques con una máquina de escribir, y a todo tipo de traficantes de sexo y drogas. "La ideatradicional de la novela es que a un personaje le suceda una serie de peripecias. Yo quería darle la vuelta a ese sistema, e intentar que las peripecias pasaran a través de unos personajes que, de alguna manera, son ellos mismos máscaras, arquetipos", explica este profesor de Filosofía, nacido en Sabadell en 1975 pero afincado en Córdoba.

Asimilado a la llamada Generación Nocilla, Cuenca Sandoval sonríe desde la paradoja de sentirse "distante de esa etiqueta, y al mismo tiempo consciente de que tengo afinidades con los miembros destacados de ese grupo, aunque también las tengo con otros autores ajenos. Al fin y al cabo, todos pertenecemos a una generación educados en unos parámetros similares de la cultura de masas", dice.

Por último, Cuenca Sandoval subraya su deseo de proponer "un enfoque no moral de la guerra" al abordar El ladrón de morfina. "En el relato no hay buenos ni malos, ni virtudes ni vicios. Me interesaba explorar las condiciones psicológicas y espirituales de los personajes, presentar la guerra como laberinto espiritual. Me fascina pensar cómo puede un individuo sobrevivir a una experiencia como esa". 

Semana Negra de Gijón

Semana Negra de Gijón

Programa de la Semana Negra de Gijón, en la que tengo el gusto de participar. El sábado 10, a las 18:30, presentación de El ladrón de morfina.

El ladrón de morfina, según Patricio Pron

 

(reseña en El boomerang)

"En la muerte las voces son una sola voz"

 
 
Unas semanas atrás, el crítico español Santos Sanz Villanueva daba cuenta de la existencia de un "movimiento modernizador de nuestra novela" entre cuyos autores mencionaba a Agustín Fernández Mallo, Manuel Vilas, Robert Juan-Cantavella y otros; también destacaba que ese movimiento es más amplio de lo que creía pero asimismo insinuaba cierta sorpresa por el hecho de no haber sabido "nada" de Mario Cuenca Sandoval, "cuya novela El ladrón de morfina lo sitúa en esa órbita innovadora, hoy por hoy de frutos más innovadores que logrados".
 
El ladrón de morfina tiene lugar durante la Guerra de Corea de 1950 a 1953 y gira en torno a las peripecias prácticamente oníricas de un puñado de personajes entre los que se cuentan un colombiano asalariado en el ejército estadounidense, un médico coreano y su mujer que curan a los participantes en el conflicto sin preguntarles a qué bando pertenecen y finalmente acaban pagando por ello y un niño que roba morfina para el médico. Aunque abundan las páginas en las que el autor describe las acciones bélicas con un lenguaje que debe mucho al tratamiento de la guerra en las artes audiovisuales, la guerra que narra en su obra es más interior que exterior y sus efectos son más terribles y duraderos en la subjetividad de los personajes; allí también, provocan transformaciones importantes y cambios bruscos que tienen poco que ver con la guerra sin sentido que rodea a esos personajes y en la que la conquista de una población insignificante es seguida por su reconquista por parte del bando rival y nada parece cambiar realmente, excepto que algunos mueren y otros viven un tiempo más.
 
Sanz Villanueva sostiene que la obra contiene "exploraciones diversas acerca de la hermandad, la ternura, la compasión, el sexo, la esperanza, la muerte, la culpa, la ideología" pero la principal indagación aquí (también mencionada por el crítico) es la de la identidad y sus juegos de espejos: ¿quién escribe este libro? ¿Quién es realmente su supuesto autor, el artista plástico y escritor S. K. Caplan, creador también de un arte infográfico algunas de cuyas obras son reproducidas en el libro? ¿Quién es el Flaco Bentley? ¿Es William A. Bentley, el fotógrafo de los copos de nieve? ¿Y cuál es su contribución a la escritura de este libro? ¿Quién escarba los túneles en los que se refugian los protagonistas? En la exploración de esos aspectos radica todo el interés que el lector puede encontrar El ladrón de morfina, que Sanz Villanueva califica de "novela exigente", que "requiere esfuerzos excesivos de lectura" y posee una "dimensión demasiado abstracta, que lastra la anécdota, mortecina, y a los personajes, de insatisfactoria caracterización"; contra estas objeciones, que quizás sean excesivas, vale la pena sostener que El ladrón de morfina está narrado con un muy meritorio aliento poético que, aunque no es ajeno a ciertos tópicos, a veces entrega párrafos de gran plasticidad:

La señora Kim le explicó al doctor, mientras él le tomaba la tensión [...], que aquellas tal vez fueran voces de muertos, de soldados fantasma que marchaban hacia la aldea, dispuestos a dar término a alguna misión en la que fracasaron, algo que no pudieron concluir, [...] soldados de cuello larguísimo, soldados cuya cabeza giraba trescientos sesenta grados alrededor de su cuello, con las cuencas de los ojos vacías, cantando al unísono porque en la muerte, aseguró la señora Kim, todas las voces son una sola voz, porque todos los fallecidos piensan con un solo pensamiento [...] (96-97).

Vale la pena mencionar también, pienso, que la de El ladrón de morfina es una apuesta arriesgada y, por lo tanto, valiosa. Quizás su dificultad provenga del hecho de que la primera de las cinco secciones que componen el libro es la más larga y menos interesante; un error que hubiera podido subsanarse desplazando la información narrativa contenida en ese apartado a los otros dos sin que la novela hubiese perdido en unidad. Más allá de esto, y de las objeciones planteadas por Santos Sanz Villanueva, El ladrón de morfina es una obra meritoria, que probablemente lleve al lector a profundizar en la obra de su autor, por ejemplo en sus libros de poesía Todos los miedos(Renacimiento, 2005), El libro de los hundidos (Visor, 2006) y Guerra del fin del sueño (La Garúa, 2008) y sobre todo en su novela Boxeo sobre hielo(Berenice, 2007), una obra valorada por algunos de los lectores más inteligentes del momento. El ladrón de morfina probablemente lleve también al lector a interesarse por el futuro de Mario Cuenca Sandoval, que sospecho que será el futuro de la literatura española.

 

Mario Cuenca Sandoval
El ladrón de morfina
Madrid: 451 Editores, 2010

Entrevista para Culturamas

Entrevista para Culturamas

Clip de vídeo en el que digo algunas cosas sobre El ladrón de morfina para la revista Culturamas.

encuentro en Casa de América

encuentro en Casa de América

Reseña de El ladrón de morfina, por Manuel Moyano

Reseña de El ladrón de morfina, por Manuel Moyano

 

Fiebre y palabras
 

Diario La Verdad

15.05.10 - MANUEL MOYANO

El barcelonés Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975), residente en Córdoba, donde imparte clases de filosofía, tal vez posea una de las voces más sugestivas y rompedoras del panorama narrativo patrio. Lo demostró con su primera novela, ’Boxeo sobre hielo’, y lo confirma ahora con ’El ladrón de morfina’, que comparte con la anterior un modo peculiar de contar y cierta querencia por los personajes desubicados.

En un juego de metaficción, la novela es presentada como obra de un tal Samuel Kurt Caplan y está ambientada en la guerra de Corea, en los inicios de la década de los 50 del pasado siglo. Sus principales protagonistas son Willard Bentley, alias El Flaco, un recluta criado en la bucólica Jericho (Vermont), y el colombiano Wilson Reyes, especie de figura mítica sobre la que descansa el peso de todo el libro: un gigante pelirrojo y semialucinado, con «un perpetuo gesto de estupor ante la realidad», cuya desaparición en combate desencadena la acción.

No hablamos, en cualquier caso, de una novela típica, con su principio, nudo y desenlace. El ’modus operandi’ de Cuenca Sandoval no aspira tanto a contar una historia como a crear un estado de ánimo en el lector, una especie de trance como el que alcanzan los derviches en plena danza. Lo sugiere el propio narrador en esta reflexión: «Eso mismo (…) les ocurría a las palabras en el cajón de la fiebre: la fiebre las sacudía como cubiertos, las desbarajustaba, les sacaba brillo. Algunas permanecían en su puesto y otras bailaban de significado, luminosas. Eso les hacía la fiebre a las palabras. La fiebre debería ser objeto de estudio de los gramáticos y no de la medicina».

El tono de ’El ladrón de morfina’ tiene, por tanto, algo de delirio francisfordcoppoliano (si el neologismo es admisible), porque la prosa de Cuenca es poesía, poesía de la pesadilla, de lo atroz, de la extrañeza ante el hecho de ser hombres, «animales que deliran y se creen ángeles».

Entrevista en Radio 3

El ladrón de morfina (Mario Cuenca Sandoval) ( LaLiBéLuLa)

Reseña en El periódico de Catalunya

Reseña en El periódico de Catalunya

A cargo de Ricard Ruiz

 

Como Manuel Vilas, como Agustín Fernández Mallo ¿y no es casual¿, el cordobés nacido en Sabadell Mario Cuenca Sandoval es un poeta transmutado en novelista posmoderno de referencia. Lo demostró en el 2007 con Boxeo sobre hielo y lo está demostrando de nuevo, lejos del foco nocillero, con El ladrón de morfina, espléndida, hipnótica, exigente y alucinada revisitación del horror de Joseph Conrad, sampleado a partir del Apocalypse Now de Coppola y el Árbol de humo de Denis Johnson; una novela de fondo bélico cuyo tema central es la estructura, sus múltiples juegos estructurales. Un preciso y delirante ejercicio de suplantación, con Cide Hamete Benengeli al fondo, que presenta la novela como la traducción de un soldado elocuentemente llamado Samuel Kurt Caplan, y luego la remata ampliando la mascarada con invitados como Unamuno, Nietzsche, Sloterdijk y hasta Radiohead.

Pero Cuenca Sandoval es poeta, buen poeta. Así que nada de batiburrillos aparentes, de sucedáneos experimentales para dar gato por iPod. Las cinco partes de El ladrón de morfina pueden aparentemente renunciar a la trama, sustituir a personajes en plena peripecia por peripecias que se alimentan de personajes, aprovechar incluso para hablar del nacimiento del gas de la risa o la bombilla de tungsteno que lleva nueve décadas sin apagarse. No importa. La precisión de su ritmo y su lenguaje, sus inusuales recursos, el alcance de sus reflexiones sobre el uso y abuso de las drogas en las guerras o la potencia de pasajes como el dedicado al niño y el herido que se aman tras inyectarse hacen que todo en esta elaboradísima novela encaje de forma insospechada.

Luego podrá decirse que se desarrolla en la guerra de Corea, y que los protagonistas son un colombiano que parece un ángel y el recluta Flaco Bentley, y podrá hablarse del pulp, de la combinación qwerty y de las nieves que no dejan de aparecer en el relato. Podrá debatirse qué hay de bueno y qué de interesante en lo leído, pero el efecto será el mismo en cualquier lector no adicto al simple entretenimiento, el mismo que lleva ¿por citar tres pilares clásicos del texto¿ del síndrome de abstinencia de Poe a los horrores de Kurt y las abismadas razones de Nabokov: la obsesión. En este caso, por seguir leyendo a Cuenca...

 

Samuel Eto'o

Samuel Eto'o

El diario El Mundo ha reunido a once autores (entre los que tengo el gusto de contarme) para que retrataran, en una estampa o perfil literario, a once estrellas del Mundial de Sudáfrica 2010. La edición digital del diario cuelga hoy la mía, dedicada al genial goleador camerunés Samuel Eto'o.

El ladrón de morfina en RNE 5

El ladrón de morfina (Literatura en Breve)

El ladrón de morfina, entre los más recomendados por los libreros

El ladrón de morfina, entre los más recomendados por los libreros

Por tercera semana consecutiva, CEGAL, la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros, sitúa El ladrón de morfina en la lista de los diez libros más recomendados por los libreros españoles, en su blog loslibrerosrecomiendan.blogspot.com. Gracias a todos.

El ladrón de morfina en Letra Atlántica

El ladrón de morfina en Letra Atlántica

Reseña de Carmen Moreno en el blog Letratlántica

 

"Aunque el encabezado de esta reseña aparece como autor Mario Cuenca Sandoval, lo cierto es que éste sólo es el traductor del manuscrito de Samuel Kurt Caplan (Jericho, Vermont, 1921- Bogotá, 1997), artista plástico y escritor norteamericano.
EL LADRÓN DE MORFINA es una novela-puzzle en cinco piezas que encajan a la perfección. Como en los mejores rompecabezas sabemos cuál es la imagen que va a resultar al finalizar el montaje, pero no somos conscientes de toda su belleza hasta encajar la última pieza.
Mario Kurt Caplan cuenta la historia del horror desde los ojos de varios personajes (occidentales o no) que intentan sobrevivir en una guerra que no les han explicado. 
Con un lenguaje poético que ha creado toda su producción en verso, Mario Cuenca Caplan, no narra, dibuja escenas con el lápiz del carpintero, que traza hasta la más mínima línea para que el decorado sea creíble. 
Entre el sueño y la vigilia, la muerte y la vida, la fiebre que arrastra a madrigueras laberínticas y la salud, los personajes van creciendo; van formando la carne en el esqueleto de alambre y sostienen verdades no compartidas.
Mario Cuenca Sandoval ahonda en la bestia en la que es capaz de convertirse el hombre frente a los de su especie.
Una guerra, y toda la sangre, narrada para acabar como en aquella famosa escena de la novela de Unamuno, Niebla, en un diálogo entre creador y criatura frente a una partida de ajedrez que cuenta la caída de las fichas como hombres muertos, miembros amputados.
Una de las más hermosas novelas sobre el terror que provoca el ser humano sobre el ser humano."

 

Entrevista para Letras Libres

Entrevista para Letras Libres

 

“En España hay mercado para lectores que rehúyen de la perspectiva realista o naturalista dominante”

por Feliciano Tisera

En El ladrón de morfina (su segunda novela tras Boxeo sobre hielo), Mario Cuenca Sandoval utiliza la técnica narrativa del manuscrito encontrado para contar experiencias de la Guerra de Corea de una manera muy particular, alejada del realismo formalmente conservador dominante en la literatura española. La novela se presenta como una traducción del manuscrito original en inglés de Samuel Kurt Caplan (personaje-narrador de la novela), y el autor habla aquí sobre los desafíos a los que se ha enfrentado en la construcción de su obra y sobre las técnicas mediante las que ha sabido salir airoso de tan exigente tarea.

¿Cómo resolviste en esta novela el desafío de la prosa, teniendo que escribir en un español, digamos, no natural, sino que sonara a traducción?
Ha sido la parte más difícil de la escritura, porque la construcción de la novela como tal no me llevó más de nueve meses, pero al final han sido tres años de revisión de la voz hasta colocarla en un punto que pudiera parecer verosímil, como si fuera un libro procedente de una tradición distinta. Tenía que intentar anglosajonizar mi voz, pero al final, y para eso eché mano de referentes literarios de lengua inglesa como Don DeLillo o Denis Johnson, tratando de emular un poco la manera de construir sintácticamente en una lengua extranjera. También hay varios personajes hispanohablantes: ésa es la principal razón por la que elegí la Guerra de Corea, porque participaron en ella colombianos, puertorriqueños, lo cual me permitía introducir voces hispanohablantes y contrastar con la voz anglosajona.

¿Tu método de escritura en esta novela ha diferido, por sus características particulares, a tu forma de escribir normalmente?
Sí, absolutamente. Me he visto en la necesidad de importar una voz que no era mía y he tardado bastante tiempo en darme cuenta de que era yo el que se tenía que plegar a las exigencias del relato y no al revés. El relato me imponía una serie de condiciones que me ha llevado mucho tiempo ir descubriendo. He tenido que jugar a la contra, incluso desde el punto de vista de la respiración, del ritmo, de la prosa, como haría un actor cuando intenta reconstruir el acento o la dicción de un personaje.

¿Contabas con la colaboración de colegas de profesión que te daban recomendaciones en este sentido?
Debo reconocer que tengo la fortuna de tener entre mis amigos algunos buenos escritores y críticos, y me apuntaban hacia libros o escritores que podían darme la solución: “Léete esto o mira aquello, y verás como fulano construye el ritmo de su prosa”, etc. Así que debo agradecer la ayuda de la gente que tenía cerca.

¿Cómo se te ha ocurrido el tema del manuscrito encontrado?
Precisamente porque me parecía que era un recurso que le podía dar mucha verosimilitud al relato. Aunque parezca un juego o un artificio que a algunos lectores les podría hacer enarcar la ceja, yo creo que es un recurso de una tremenda honestidad, porque le está diciendo al lector que lo que se va a encontrar en las siguientes páginas es literatura: no se va a encontrar con Guerra de Corea histórica, sino con un artefacto literario. Y se me ocurrió recordando a los escritores de esas novelas que creo que en algunos lugares de América Latina llaman bolsilibro, aquí llaman novelas de kiosco y los estadounidenses llaman pulp, esas novelas que gente como Francisco González Ledesma firmaba con seudónimos como Silver Kane.

¿Hay una relación de alter ego entre Samuel Kurt Caplan y Mario Cuenca Sandoval?
No, porque es un personaje. Si lo juzgáramos desde un punto de vista moral, sería un personaje bastante despreciable. Sin embargo, la óptica que adopto en el libro es una óptica no moral, me sitúo más allá del bien y del mal, no hay juicio sobre los personajes, que lo único que intentan es salvarse, como náufragos que intentar salvarse psicológicamente del contexto en el que se desenvuelven. Si acaso hay un elemento en el que me siento identificado con varios personajes, es el carácter obsesivo de éstos. Por ejemplo, uno de ellos, Bentley, se dedica a fotografiar copos de nieve y tiene una colección inmensa de esas fotografías. Me parece que esa obsesión de Bentley no es muy distinta de la obsesión de un escritor con su obra.

Complementas el libro con cosas como el perfil de Facebook de Samuel Kurt Caplan, con el blog en el que pones fragmentos recitados de la obra en vídeos… ¿Crees que son éstos elementos importantes para la literatura hoy?
Son herramientas que están en manos del autor. Como autor, me gusta controlar todos los aspectos del libro, desde su creación hasta la edición y, de alguna manera, un blog o un perfil de Facebook es una manera de mantener vivo un libro y seguir ampliando o enriqueciendo el mundo que se ha generado. Por ejemplo, la idea del blog no era sencillamente crear un blog promocional, sino que fuera un complemento literario al libro y que, a quien le interese el mundo que se propone en él, pueda de alguna forma continuarlo, seguir sus pistas en Internet o incluso encontrar los referentes fundamentales del libro.

¿Te consideras una 
rara avis dentro del panorama literario español?
Creo que en el panorama literario español hay un buen grupo de narradores que se pueden considerar rara avis, que hasta la fecha no han tenido un espacio en el mercado editorial, pero eso está cambiando. Siento que, desgraciadamente, la perspectiva mayoritaria de la narrativa española es un realismo trasnochado, y ha sido lo que ha dominado el mercado editorial en los últimos años. Pero yo creo que hay libros que en ese sentido son una buena noticia, empezando por el propio proyecto Nocilla de Agustín Fernández Mallo, o Vicente Luis Mora que acaba de publicar en Seix Barral, o Jordi Carrión… Estos libros sirven para demostrar que hay otro nicho de mercado, que hay otro tipo de lectores que rehuyen de la perspectiva realista o naturalista dominante, y tengo la impresión de que en los próximos años vamos a ver cambios importantes.

El ladrón de Morfina, por ejemplo, no creo que fuera una rareza en otros mercados editoriales, como el norteamericano o anglosajón en general; no aportaría ninguna novedad especial en relación a lo que están haciendo otros autores o lo que han hecho los posmodernos desde hace cincuenta años. Pero en España el mercado editorial no había asimilado, hasta hace poco, esas otras posibilidades narrativas.

Si crees que el realismo está trasnochado, pero las principales ventas en España son las novelas históricas y los policiales de corte más clásico, ¿qué es lo que esta fallando?
Creo que de alguna forma se está trasladando a la lectura la experiencia cinematográfica: muchas de esas novelas están escritas con el ritmo y con la manera de construir de un guión cinematográfico, y en ese sentido enganchan muy fácilmente a la audiencia. ¿Por qué esa perspectiva es la dominante? Quizás porque está hecha para lectores “no literarios”. Igual que se bromea mucho con la fórmula de que hay “escritores literarios”, pues también hay “lectores literarios”, y estas novelas están pensadas para gente que no lee, o para gente que lee un libro al año. Y claro, para leer otro tipo de literatura, como El Ladrón de Morfina, no digo que haya que tener un doctorado en Teoría de la Literatura, pero sí que hay que haber hecho un itinerario de lectura distinto, que se salga del best-sellerismo que se ha impuesto. Creo que el problema de un best-seller es que el relato realista no puede competir en condiciones de igualdad con el cine o con la televisión: desde mi punto de vista, o la novela ofrece una experiencia específica y distinta al lector o está condenada a la desaparición.

¿El nombre de Kurt en Samuel Kurt Caplan tiene inspiración en el Kurtz de Conrad?
Sí, la percepción que hay de la guerra –el colonialismo en El corazón de las tinieblasy luego en Apocalypse Now, en Vietnam, en la película de Ford Coppola– me interesaba mucho porque genera una atmósfera alucinada, hipnótica, que era precisamente la que yo quería generar en El Ladrón de Morfina. Y por otra parte, si el libro de Conrad era una especie de viaje al corazón de la barbarie o del horror, de alguna forma El Ladrón de Morfina también es un viaje hacia el horror, pero es un viaje hacia adentro, un viaje hacia el interior de una conciencia, que es la de este personaje, Caplan.

Me da la sensación de que le das mayor importancia, como creador, a las influencias de productos culturales que has consumido que a lo que podríamos llamar la experiencia de vida, ¿estás de acuerdo?
Estoy totalmente de acuerdo, si se considera que no existe la disyuntiva entre la vida real y la ficción, porque la ficción forma parte de la vida real. Yo creo que pertenezco a una generación de narradores que han crecido en un medio cinematográfico, televisivo, incluso de los videojuegos y que nos interesa eso: no hablamos de las ciudades reales, sino de las ciudades narradas, y no hablamos de la Guerra de Corea real, sino de la guerra narrada. Las cosas que uno ha leído, las películas que uno ha visto, forman parte de su intimidad tanto como cualquier experiencia de la vida cotidiana.

¿De alguna manera te puedes llegar a ver como heredero de alguna tradición literaria española? Quiero decir ¿hay algún autor anterior a tu generación a quien admires y que consideres que haya influido en tu obra? 
Sí, lo que pasa es que no sé hasta qué punto esa presencia es tan evidente. Yo me considero heredero del realismo mágico, porque era la literatura que yo leía cuando era un adolescente o incluso un preadolescente, prácticamente un niño. Pero luego seguimos creciendo con lo que se llamó el post-boom, y después seguimos creciendo prácticamente hasta los autores que destacaron en los ochenta y noventa, como César Aira, Rodrigo Fresán… Yo, curiosamente, me siento más afiliado a la tradición latinoamericana que a la literatura española, donde he encontrado menos referentes, salvando personajes como Vila-Matas o Bolaño (si me lo apropio, considerando que vivía en España cuando falleció).

Utilizas mucho el tema de las drogas en tu narración para hacer que los personajes soporten lo que están viviendo, o para permitirles cometer crímenes horrorosos…
Es un elemento que les sirve efectivamente a los soldados para colocarse a varias cuartas del suelo (es decir, de la experiencia del horror). A mí es un tema que me interesaba personalmente mucho, ¿cómo uno puede sobrevivir a la guerra? Y no me refiero a sólo la supervivencia física, sino cómo puede uno salvarse, espiritual o psicológicamente, en unas condiciones como ésas. Las drogas son uno de los recursos principales del libro, pero también hay una especie de alegoría de fondo, se podría decir incluso de inspiración budista, de personajes que intentan elevarse por encima del deseo, por encima de la obsesión, que es un tema muy querido por las religiones de Oriente.

¿Te ves animándote con el realismo algún día?
Sí, ¿por qué no? Lo que pasa es que yo me imagino que si me planteo escribir alguna vez un relato realista, mi propio temperamento hará que a las cincuenta páginas se produzca algún tipo de torsión o giro que desmonte esa primera pretensión. A mí me gusta mucho jugar, con cierto cinismo, a hacerle creer al lector que hay una trama, que hay un argumento, que hay una intriga que verdaderamente vertebra el libro, y dejar para más tarde la revelación de que en realidad esa trama era como lo que Alfred Hitchcock llamaba un MacGuffin, como una línea argumental de despiste. Creo que en mi libro el verdadero argumento no está en la trama, sino en la estructura. Eso es algo que el lector va descubriendo a medida que va avanzando.

– Feliciano Tisera

Reseña en Calle 20

Reseña en Calle 20

 

ESTo Sí qUE ES ‘pULp fiCTion’

La Guerra de Corea según Mario Cuenca Sandoval

 

El ladrón de morfina es la segunda novela de este escritor entre cervantes y ballard Igual que el pantalón vaquero nos muestra su reverso antes de saltar a la lavadora, igual que el detergente choca contra la mancha en el tambor, también los géneros (y los subgéneros) necesitan airear la otra cara —y necesitan la violencia del centrifugado— para lucir después más vivos.

Con El ladrón de morfina, su segunda novela —su debut fue Boxeo sobre hielo, otra rareza alucinada que pasó de injustas puntillas, y que no estaría de más recuperar ahora—, Mario Cuenca Sandoval agarra un modelo, lo zarandea, nos lo entrega diferente: la novela de entretenimiento con motor bélico queda, en sus manos, mejor que antes. ¿Aseguraba el eslogan que no imites, sino que innoves? Pues innova imitando, entonces, o reinventando, o imita e innova al mismo tiempo, pero el caso: escribe novelas fascinantes, como El ladrón de morfina.

«Esta historia es una mosca en la boca de un camaleón y un camaleón en la boca de una serpiente y una serpiente en la boca de una gruta». ¿Quién es la mosca, quién el camaleón, quién la serpiente, dónde la gruta? En El ladrón de morfina no se pregunta: todo ocurre. Enrólate en el ejército sin motivos, y lucha en el Oriente Lejano de los lejanos años cincuenta. Protagoniza la supuesta novela firmada por un «artista plástico y escritor estadounidense», S. K. Caplan, artista infográfico y cuyas referencias biográficas se confunden con las de sus personajes: un paracaidista de Vermont que sólo encuentra la tranquilidad en la marihuana y la presencia del colombiano Reyes; el susodicho Reyes, que suplica morfina y cuyos temores se le aparecen en forma de amor amarillo; y Qwerty, que es a la vez —en realidad, ¿en realidad?— Caplan, y es a la vez teniente, y artista, y traficante.

Y todos ellos luchan, se esconden y surge una novela de planos sobre planos sobre planos, en la que importa (en el mismo plano) qué ocurre y cómo ocurre y cómo se cuenta: un lector hallará en El ladrón de morfina bombas, drogas, sexo, soldados con buenos y con malos modales; mientras otro asistirá a un entretenido juego de identidades, quién es la mosca, quién el camaleón, «no eres más que una mezcla entre mi biografía y mi imaginación, mi imaginación de políglota, dijo, mi imaginación de monstruo políglota»; y el de más allá disfrutará con una estructura guiada por el delirio. O se quedará con la fuerza poética (la poesía de Cuenca Sandoval está a la altura de su narrativa: asómense, por ejemplo, a su Guerra del fin del sueño) de algunos fragmentos, o con los guiños a Poe, o al hermoso relato de Copo de Nieve Bentley y su empeño inútil en fotografiar la belleza. Mario Cuenca Sandoval se presenta —cervantino— como traductor y editor, escuchamos quizá a Ballard, escuchamos su voz nueva, o reinventada, desde luego diferente, y desde ya necesaria.